domingo, 18 de abril de 2010

El buscón




“Don Francisco, en igual peso/veras y burlas tratáis;/acertado aconsejáis,/ y a Don Pablo hacéis travieso;/con la Tenaza, confieso/ que será buscón de traza;/ al llevarla no embaraza/para su conservación; /que será espurio buscón/si anduviera sin tenaza.”
(Francisco de Quevedo Historia de la vida del buscón, llamado Don Pablos; exemplo de vagamundos y espejo de tacaños)

Que El Secreto de sus ojos ni El secreto de sus ojos, para saber verdaderamente lo que es un juzgado penal había que estar en la loma y trabajar con el buscón.
Como los turistas y algunas enfermedades él había llegado de la capital, con su pulóver verde desbocado que le caía como una pollera, el pelo de nido de caranchos, la barba sin afeitar, los ojos de ranura, ese tono pedagógico que tienen los porteños y un archivo de mañas que, como el personaje de Quevedo, iba desplegando en la vida forense.
Si bien el juzgado siempre se nutrió de una fauna de recorridos anteriores inciertos y un pasado del cual sólo parecía asomar aquella parte apta para ver, al principio era peor: ex policías que habían trabajado en el camarón, sujetos desterrados de oscuras fraguas donde se habían machacado vaya a saber qué cosas y, entre el opus dei y la foto del caudillo, una eterna nostalgia de esos antros que echaban de menos.
Que inocentes son ahora aquellos hurtos de línea telefónica o de gas, esa galería de personajes como aquel policía que detenía, con su voz aguardentosa, a un taxi en el medio de la loma de Colón y hablaba admonitariamente en esa sabiduría alcohólica en el taxi al que habíamos subido todos. Un rato antes yo los excarcelaba, ahora, iba con ellos. Entre el mundo de ley y el de la trampa hay nada más que dos diferencias: son sólo dos dialectos y un mundo es frontal y el otro no.
Visto con los ojos de hoy, el juzgado de hace veinte años me parece una mezcla del lejano oeste con un conventillo: el habilitado bajando la loma en un ciclomotor con un pesado cajón con libros y conmigo en el asiento trasero y al descender vertiginosamente la loma y llegar al semáforo confesaba: “no me anda el freno de atrás” a la vez que gritaba un “ay ay ay” digno de un cantaor flamenco, ante el cual la señora mayor que iba a cruzar se detuvo, intimidada por ese bólido conducido por un gigante barbudo igual a Hagrid: “siempre da resultado”, decía riéndose. Que hubiera pasado de haber sido un auto, pensé.
Como todos nosotros, el buscón iba atendiendo a sus presos, los que en los turnos caían en medio de ese caos en el cual nos iban tocando en suerte. Luego le explicaba al juez: “porque la mina estaba acá y el man estaba ayá y a la mina le encontraron falopa y al quía no”.
En otra oportunidad había remontado alturas peligrosas con sus alas de Ícaro, en esa su alegada amistad con el hijo de César, que era un ministro. Ese hecho lo transformó en una especie de divinidad a la que acudían todos los que querían un favor político, juez incluido, y él empezó a repartir futuros cargos. Eso es lo más argentino de todo: alguien propone una cosa absurda que todos creen y no sólo la propone sino que en la cosa absurda hay gran parte de verdad. Pero ese globo se desinfló pronto, sus alas se derritieron y él dejó los misteriosos viajes a Buenos Aires para volver a los presos.
Fue así que cierta vez le cayó uno que, como él, venía de Buenos Aires. Se llamaba Quevedo y estaba por una estafa con un documento falsificado. De pronto con Quevedo se estableció una extraña relación: al buscón le molestaba pero le fascinaba atenderlo. Lo retaba, lo aleccionaba. El otro mantenía silencio. Parecía burlarse secretamente. Eso es lo bueno. Algunas veces se los encarcela, les tomamos declaración y ellos están jugando un juego que nosotros ignoramos, hasta que en un momento hacen su jugada, esa que nunca nos hubiéramos imaginado.
Así, lo llamaba, le tomaba la indagatoria, la ampliaba, le mostraba esto, le preguntaba lo otro. Como un maravilloso cajón de sastre el código viejo permitía todo eso: el tiempo no existía, el apuro no existía, y si los presos estaban ahí seria por algo. Nada como el código viejo para hacer reales todas las más retorcidas mañas forenses. Cuando vino el nuevo descubrimos, a poco de andar, que aunque tuviera alguno que otro plazo para cumplir, si no se lo cumplía no pasaba nada, y que también, con alguna que otra limitación, era otro cajón de sastre, un poco más chico, pero lleno de posibilidades (años después, leyendo a Binder y a Cevasco entendería el verdadero nombre de aquellas avivadas: violaciones al debido proceso legal; en ese entonces eran sólo la realidad).
Como casi todos los porteños (y muchos marplatenses, es cierto) el buscón faltaba cada dos por tres, por extrañas y nunca probadas dolencias que en él adquirían manifestaciones gravísimas, y lo hacía en los turnos, aunque hubiera declaraciones para tomar y oficios para hacer, pero como esos dolores profundos que se activan con la humedad, siempre regresaba para regalarnos este chisme de aquel, eso tan feo que alguien había dicho de nosotros, ese piso que otro alguien nos quería serruchar, y un largo etcétera.
Cuando llegó la planilla de antecedentes de Quevedo resultó que estaba procesado en media docena de juzgados con distintos nombres y por distintas cosas, a grado tal que casi no se sabía quien era. Ese descubrimiento de que el dominado era el hombre de las mil caras y con eso que no era dominado sino una especie de dominador molestó mucho al buscón y le dio una oportunidad de citar a Quevedo y hacerle reconocer la planilla de antecedentes, igual que uno castiga a un perro que ha hecho algo indebido refregándole su propia porquería.
Estaba en la delegación, donde teníamos a uno que cumplió toda su condena allí y fue un modelo de preso, como lo son también los más peligrosos, que suelen convertirse en los mejores detenidos, siempre dispuestos a prestar algún servicio y no ocasionar problemas.
El buscón lo sentó frente a su silla y enfurecido le dio un fuerte impulso al carro de la máquina de escribir que, con un hondo ruido metálico, se atascó en el lado derecho de la Remington. El buscón desenrolló una serie de gruesas palabrotas y finalmente liberó el carro de un golpe. Entre la espesa nube de su cigarrillo particulares negros sin filtro miró amenazadoramente a Quevedo y como quien pronuncia una consigna mágica, relativa a algún secreto que el otro no podría sospechar conocido, le escupió: “¿Quevedo, Bricoco, Sticotti, Manfedini…?” Y tras una media docena de apellidos finalmente se detuvo, como inquiriendo cuál de todos esos era en realidad. Pasó lo que era esperable: Quevedo ensayó una explicación convincente para cada nombre y sobrellevó las filípicas del buscón como quien escucha una molesta lluvia. Finalmente agradeció que lo hubiéramos atendido tan bien en el juzgado. No se sabía si era sincero, si se trataba de una ironía o si estaba despidiéndose.
Al otro día recibimos la noticia de que se había escapado. Al enterarse, el buscón desplegó una retahíla de insultos similares a los que les dedicó a la máquina e escribir, pero bastante más extensa.
No sé en qué momento el buscón salió de mi vida o yo de la de él, lo que sí sé es que se perdió en ese ancho y generoso mundo de pasillos palaciegos, donde unos son premiados y otros castigados según suba o baje el pulgar de uno de los tantos dioses escondidos que rigen el destino de los judiciales según las extrañas conveniencias de una logia secreta. Para mí, una nueva etapa estaba por empezar, una en que viviría un horror que no imaginaba que pudiera existir, y aquello que era materia de la queja de todos los días se convertiría, al paso de los años y contra toda lógica, en un recuerdo entrañable, prueba de que el mundo alberga una maldad oculta, que aunque seamos incapaces de imaginar, existe, y también que, si sabemos cómo, podemos sobrevivir igual que Quevedo.
En la película Kamchatka, el chico más grande, que es también la voz del narrador, decía “Houdini no era un mago, era un escapista”, así nosotros podríamos decir también que Quevedo no era un preso ni un mago, era un escapista y que, de alguna rara manera, ya sea para sortear la adversidad o tratar de alcanzar la suerte, quizás también nosotros lo seamos y me pregunto, yendo más lejos, que habrá sido de Quevedo, de que podrá ser ahora Ministro o Subsecretario.



Eduardo Balestena

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