lunes, 19 de abril de 2010

El día en que la Argentina voló al espacio


a Pinche Dory


Por un problema de tolerancia de la realidad sólo leo dos revistas, la española Motor Clásico —el magazín actual del auto y la motocicleta de colección— y Aviation Heritage. Al lado de la angustia cotidiana me parecen paraísos de perseverancia, ingenio, soluciones mágicas y sencillas y aventuras tan inverosímiles como las del corazón.
Aviation tiene secciones fijas: historias de marcas, modelos y líneas aéreas, biografías, efemérides, travesías, rarezas... Fue en estas páginas, o más bien en una subsección —Joke Oddities— que encontré lo que hoy me desvela.
En Joke Oddities estaba la historia del carnicero volador —The Flying Butcher— quien en una bicicleta con alas y con cohetes a sus espaldas, había pretendido volar. Un súbito desequilibrio acabó con él en el piso incendiándosele el trasero, tal como lo documenta una vieja película.
Más abajo había una fecha y esta inscripción: "Argentine rocket 'Spacial Rastrojero' reached the moon" —argentine navigator lost in space in the early eighties— se titulaba. La firmaba un tal Nan Siegel y se contaba una historia que desconocemos aquí.
Según la revista, a principios de los años 80 había llegado un cohete argentino a la Luna pero el fracaso de la expedición hizo que no se hablase más de ella y fue ignorada hasta que un alumno de una escuela técnica había investigado el fallido proyecto. Pero el alumno luego desapareció, así como sus notas.
En la historia de la aviación hay muchos relatos con un lado de misterio, por ejemplo Paul Redfern, perdido en Brasil, que habría sobrevivido en la selva; o Amelia Earhard —que cayó el 2 de julio de 1937, con Frederick Noonan, su navegante, hombre valiente, afecto tanto a volar como a beber—: algunos dicen haberla visto prisionera en Japón. Su bellísimo Lockheed Electra nunca fue encontrado. Tienen ese final abierto e intrigante.
Esta nota no era la excepción, sólo destacaba que la nave había sido construida con partes de varios F-86 de rezago de la guerra de Corea que el gobierno argentino había comprado pagándolos a razón de dieciocho veces más el valor que tenían.
Sobre los aspectos "políticos" no se abundaba demasiado —en realidad se dedicaba a la nota un recuadro en la penúltima página, al lado de los clasificados.
Para salir de la curiosidad escribí a Nan Siegel.
Semanas más tarde me respondió. Un volovelista argentino —Claudio "Pinche" Dory, que cruzó los Andes en planeador— le había referido la historia y mandado un cuaderno de notas del alumno desaparecido, del cual Siegel transcribía algunas frases. Pinche tenía miedo de tener semejante material encima pero deseaba que el mundo se enterase —los que desean cambiar las cosas son los que no pueden y viceversa.
En síntesis la historia era ésta:
El gobierno militar había concebido el plan de llegar a la Luna. Eso daría mayor credibilidad a la Argentina a los ojos de los inversores internacionales y uniría al pueblo en una empresa común dando una sensación de logro como nunca antes. Posibilitaría además tanto nuevas licitaciones como privatizaciones y concesiones. En este terreno, todo lo terminado en "ción" parecía bueno y redituable.
Fue diciendo y haciendo.
Se ultimaron todos los detalles: el lugar de lanzamiento —en La Rioja—, la fecha estimada, lo referido a la televisación y la ceremonia inaugural.
Faltaban algunas cuestiones de tipo técnico: conceptos aeronáuticos a emplear, propulsores, diseño y configuración de la nave, materiales, pruebas, coeficientes...
Se pagaron millones a una consultora y se dedicó una partida sacada del fondo educativo para el soporte económico del proyecto en sí: lo de los materiales, planos, y todo eso. Los técnicos de la fuerza aérea aprendieron lo que Robert Goddard había averiguado en los años 20 y 30 en Rosswell, Nuevo México: que los cohetes explotan, se caen, queman —si uno los toca o está muy cerca de donde caen, lo cual es muy frecuente— y que, en fin, son algo más bien difícil de manejar, por no decir imposible. Apelaron, igual que los americanos, no a Goddard sino a algún nazi importado —como Von Braun que había hecho experiencia diseñando bombas para la Luftwaffe. Pero sólo encontraron en Argentina a capataces de campos de exterminio y no a técnicos, que vivían en Estados Unidos y que lo último que deseaban era venir. Esto fue focalizando la búsqueda centrada ahora en las ferias de ciencias de las escuelas técnicas del interior, tanto como para no levantar mucha polvareda.
Los resultados fueron desalentadores hasta que la Reserva Naval americana sacó a subasta un lote de F-86 que en los años 50 habían peleado contra los temibles Mig rusos en Corea: se destinó un par de unidades al Weeks Air Museum de Miami. Como no había lugar para las restantes se ofrecieron al tercer mundo en el contexto de un plan de entrenamiento para pilotos —cuyos nietos volarán algún día los Tomcat que hoy surcan los cielos.
Esto, dice Nan Siegel, dio aire al gobierno argentino que pensó en este concepto: el motor de turbina, en lugar del cohete, con desempeño en otro escenario bajo un mínimo suministro de oxígeno proveniente de ventiladores laterales en el cuerpo de la nave. Estarían montados a partir de un generador de flujo de aire —14 turbinas de Citroën trabajando en serie y solidarias por medio de cadenas de bicicleta. El suministro iba a ser suficiente para el empuje en una condición de escasa resistencia al avance, lo que facilitaría el desempeño y la economía operativa de los propulsores en una densidad menor y en un medio distinto, aunque haría lento el despegue. Confiabilidad por velocidad —en aeronáutica, como en la vida, se gana a costa de lo que se pierde, aunque pensándolo bien, creo que en la vida, después de todo, siempre se pierde.
Diseño probado por diseño experimental. Fidelidad por ligereza. Lento pero seguro. Pobre pero honrado.
Esta idea fue la que definitivamente ganó la confianza de los mandos a quienes se había encomendado el proyecto. Era, dijeron, una cuestion de idiosincrasia con el ser nacional.
Cuando este concepto ganó la calle estaba próxima la fecha de lanzamiento: vendrían grandes figuras del espectáculo, políticos, deportistas...
Así, el grupo responsable argumentó que debían obtenerse los motores de F-86 a cualquier precio, que se trataba de la última posibilidad de concretar la empresa por lo cual el trato con la Naval debía llevarse a cabo en los términos que se exigiesen.
Los motores fueron recibidos y ni siquiera se le pidió boleta al gobierno americano, a quien se hizo figurar como responsable no inscrito, IVA exento o algo así. También se aprovechó el instrumental, que aunque no sirviese de mucho vestía bien la nave. A esta altura, la gente en las calles miraba al cielo y decía "lo vamo a reventar" en abierta alusión a las otras superpotencias que se disputaban el dominio del espacio —en realidad a las superpotencias ya no les interesaba el espacio por el que habían rivalizado en los años 60, pero acá eso no se sabía.
No fue hasta que la fecha estaba próxima que empezaron a "meterle pata". Como no hubo tiempo para hacer unas instalaciones adecuadas, igual que en Locura en el Oeste, se hizo una especie de pueblo de madera pintada, imitando hangares y laboratorios ya que sólo se verían las fachadas desde lejos. Se pasó un momento angustioso cuando el viento derribó una fachada pero la cámara rápidamente se desvió.
En cuanto al regreso, se pensó que si podía despegar de la Tierra podría hacerlo de la Luna, donde la gravedad es menor. El problema sería que los motores se detuviesen, ya que no podría dárseles pala como a un Piper. Eso, y el traje presurizado —un mameluco de hule pintado y un casco de zorro gris con estrellas—, se perfilaban como las fallas potenciales del proyecto que contaba sin embargo con otro seguro: una estampita de la Virgen del Valle en la carlinga.
La navegación fue otro problema. Se optó por otro criterio tradicional: navegar por las estrellas que, incluso, estarían más cerca. Si vascos y vikingos habían llegado al Nuevo Mundo por ese método, por qué no pensar, mil años más tarde, que los argentinos podríamos ganar el espacio del mismo modo.
Se dijo que el astronauta había sido elegido entre miles de postulantes. Lo cierto es que se trataba de un soldado de infantería a quien le habían dicho "soldado, un paso al frente"; se le dedicaron, eso sí, varias horas de simulador en juego electrónico.
Pronto los medios especularon con las instalaciones que podrían construirse en la Luna argentina: estadios deportivos, paseos de compras, restaurantes...
Nan Siegel no describe la ceremonia de lanzamiento, que deberíamos buscar en los archivos de Gente o Siete Días, pero debe haber sido una fiesta argentina.
Fue un suceso del que los medios hablaron durante semanas. Sacando que los motores no encendían y que hubo que apelar a una manivela, un alambre y una caja de fósforos, no hubo mayores complicaciones.
Durante los primeros días se siguieron los avatares del transbordador —parecido al Challenger pero más pequeño y de cinc corrugado, con los colores azul y amarillo de la Fórmula Uno. Cuando se hizo evidente la pérdida de contacto ya había fecha para el Mundial de Fútbol. Pronto, nadie habló más del proyecto en ese secreto compartido que no se menciona nunca y cuya ausencia termina por ser una verdad silenciosa. Esa idea de la Argentina como un lugar donde no se puede preguntar y donde no se puede explicar, donde no se puede denunciar y tampoco se puede volar, me pareció muy congruente.
Algunos me dicen que no es posible pero yo le creo a Nan Siegel y la historia del cohete trucho. Dónde apoyo esta verosimilitud es lo que constituye, hoy por hoy, uno de los motivos de mis desvelos.
Los argentinos acatamos esos pactos de silencio donde se asume como verdad sólo a una mentira que cierra, ya que como verdad es humilde e intolerable y nosotros no somos ni humildes ni tolerantes.
El otro motivo de desvelo es que, en un país donde nadie responde por nada, donde las víctimas son culpables y los culpables son los que arman el escenario para crear víctimas que purgan sus culpas de poderosos, en un lugar así no me siento tan seguro como viviendo en un valle donde llueven cohetes.
Me gustaría un destino como el de Goddard: construir saetas que arden en el medio de la nada. Sé que él también se refugió en alguna parte, que sólo un monolito recuerda su trabajo —a Von Braun, sin embargo, todos lo conocen. Me gustaría partir a ese lugar para ser un olvidado, sí, pero más que nada para estar seguro, sin ilusionarme por nada —aunque a ese destino ya llegué, porque, por más que tratase, ya no puedo, ni podría, ilusionarme absolutamente con nada. Al menos, Goddard creía en su trabajo.
Deseo más que nada estar lejos, muy lejos y sólo sentir la abierta posibilidad del cielo bañando mi rostro vuelto hacia arriba y esa intraducible proposición que susurra el sol en nuestra piel besándola como unos impalpales labios, mientras pienso en ese solitario astronauta a quien enviaron a un abismo helado con materiales de rezago (su muerte se habrá "investigado hasta las últimas consecuencias").
Qué será ahora de aquellos que lo mandaron: traficarán armas, serán gobernadores o parlamentarios con fueros e inmunidad.
Como agregaría Nan Siegel: everything is possible.
PD. Cualquiera que desee consultar a Nan Siegel sobre esta historia, igual que yo, puede escribirle a 741 Miller Dr. E, Suite C-1 Leesburg VA 20075, e-mail: mailto:aviationhistory@thehistorynet.com

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