“Estaba
haciendo el balance de pérdidas y ganancias de su vida, trataba de extraer de
la inmensa montaña de cenizas del pasivo las diminutas briznas de oro de los
momentos felices” (Giuseppe Tomasi de Lampedusa, El Gatopardo, parte VII, pág.
252, Edit. Altaya, Bs.As., 1996)
Retrato de un personaje
tanto como de una época Il gattopardo es
también un logro estilístico: una prosa sutil, nostálgica, humorística y al
mismo tiempo aguda e irónica es también el testimonio de preferencias, de modos
de sentir y reconstruir no sólo un pasado histórico sino también un mundo de
significados y permite entrever los procesos que el texto puso en marcha en su
creador.
El filme Manoscritto del principe (2000) de
Roberto Andó (Palermo, 1959), con un Michel Bouquet muy parecido físicamente al
escritor, recrea la época de la vida de Giuseppe Tomasi en que escribió (hacia
1955/ 56) la que fue una de las novelas italianas más importantes del siglo.
Hay numerosas diferencias estilísticas entre los cuadernos originales, y las
dos revisiones, transcriptas a máquina por Francesco Orlando (discípulo y amigo
del escritor), producto de aquellos diálogos evocados en Manoscritto del principe. Con fuertes críticas por parte de
Francesco Orlando, la película sirve para darnos una idea de aquel proceso
creador.
En su prefacio a la
edición en español (Altaya, 1996, Barcelona) Gioacchino Lanza Tomasi se remonta
a los orígenes de aquel texto: una reunión de escritores en San Pellegrino, en
1954 incentivó en Giuseppe Tomasi su
propia actividad creadora, que no cesó en los treinta meses que aún viviría. De
este modo, la soledad germinó en una actividad literaria cotidiana.
Ello nos dice que la
historia de su bisabuelo pugnaba por ser desarrollada. Las discordancias entre
la primera versión manuscrita (1955-1956), la mecanografiada en seis partes por
Orlando y corregida por el autor (1956) y una nueva copia autógrafa dividida en
ocho partes, de 1957 no son sustanciales
–dice Lanza Tomasi- pero el número y el carácter y resultan indicativos de lo
minucioso del trabajo de corrección. Lampedusa era un perfeccionista: de lo que
podemos inferir que sus ideas, sus recuerdos y sus recursos se encontraban muy
definidos y que también lo estaban los trazos finos de una prosa ya de por sí
muy elaborada y que permitía apreciar su versación crítica, la precisión de su
discurso y la organización de sus imágenes.
Elio Vittorini
fue el lector de Mondadori que leyó la copia mecanografiada, y aunque reconoció
el talento literario del escritor no recomendó la publicación pero sí que la
editorial lo tuviese en cuenta. No obstante, en lugar de una respuesta
dilatoria, le fue devuelto el manuscrito con una negativa.
“Los 18 meses
transcurridos entre el envío del texto a Elena Croce y su publicación en la
colección L Contemporanei, de la
editorial Feltrinelli tampoco habrían
resultado excesivos si la muerte no hubiera llevado tanta prisa”, señala Lanza
Tomasi (ed. Altaya, pág. 12).
Lo cierto es que, rechazada
por Mondadori, el autor murió en 1957 –hondamente amargado- sin ver su novela
publicada. La película de Visconti terminó de consagrar a una obra ya muy
reconocida.
Fabrizio Corbera, Príncipe de Salina y el rissorgimiento
El escritor ubicó el
relato en los sucesos violentos producidos en el proceso de la unidad italiana
que culminó en el reinado de Vittorio Emanuele II, y los cambios sociales
producidos en el contexto de esa lucha.
El príncipe es el
personaje central (el narrador opera a partir de él, y lo muestra desde
adentro) en el proceso en que una nueva clase burguesa, representada por Calógero Sedára, emerge junto a una
nueva dirigencia política, encarnada por su sobrino Tancredi, quien se casa con Angelica,
hija de Calógero Sedára. Los
personajes del Padre Pirrone (siempre
blando y voluble) y de Ciccio Tumeo
(lúcido, crítico e independiente), enmarcan la reflexión del príncipe.
Visconti vio
inicialmente con recelo la imposición de los productores de Burt Lancaster
(Brooklyn, 1913-1994) para el papel central. Lo asociaba con historias de
vaqueros. Consciente de que se trataba de uno de los personajes de su vida,
Burt Lancaster compuso de una manera única a un príncipe, refinado y
nostálgico. Claudia Cardinale y Alain Delon fueron Angelica Sedára y Tancredi,
la frívola y vulgar nueva generación. Romolo Valli (quien intervino en Muerte en Venecia como gerente del
hotel) representó al Padre Pirrone, y
Paolo Stopa, a Calógero Sedára, un
personaje torpe e inescrupuloso, que amasó una enorme fortuna mientras la
estirpe de la casa de Salina vivía ya su decadencia.
El filme de Andó
muestra a un escritor, igual que el príncipe, solitario y distante, a quien
toca vivir una época que quizás pueda ser comprendida pero que no puede ser
aceptada, que es de algún modo el producto de una aristocracia también frívola
y vacía. Lampedusa vaga, en el filme, por un Palermo desconocido, por lugares
degradados, igual que el príncipe, se adentra en un futuro incierto.
¿Podrá su estirpe
sobrevivir degradándose junto con una época que él pretende dejar?
Prosa e imágenes
En un primer momento,
Lampedusa pensó en narrar 24 horas en la vida de su bisabuelo, empezando por el
día del desembarco de Garibaldi en Marsala. Progresivamente, se impuso la idea
de narrar a partir de varios momentos en la vida del príncipe.
De
este modo, los capítulos (que el escritor denomina partes) son: I Mayo de 1860
(el desembarco en Marsala); II agosto de 1860 (viaje a Donnafugata); III
octubre de 1860; IV Noviembre 1860; V Febrero de 1861 (el baile); VI Noviembre
de 1862; VII Julio de 1883 (la muerte del príncipe); VIII Mayo de 1910 (el fin
de todo).
La
película tomó algunos de ellos, y no abarcó uno de los mejores (la muerte del Príncipe).
Ante
una obra de un gran refinamiento formal, Visconti optó por poner fragmentos del
narrador en boca del príncipe y eliminar el recurso de la voz over o de la voz
en off (según se trate del habla del personaje o de un narrador), confiando lo
demás a la imagen. La prosa es así objetivizada, y los estados interiores,
descansan en la composición actoral. Ello resalta la creación viscontiana,
liberándola de su dependencia respecto al texto.
La
novela es recurrente en algunas cosas que no se ven reflejadas en el filme: la
gran estatura del príncipe, suerte de monumento de una estirpe extinguida; su
afición a la astronomía, capaz de vincularlo a un mundo que por una parte es
desconocido y por otra regular y matemático. Esa condición invariable de lo
celeste, se contrapone al mundo humano, mezquino, cambiante y, como los lugares
que visitaba el escritor, humillados. Otras presencias novelísticas están dadas
por el sol, el calor, y el viento
inclementes de Sicilia, y Bendicò, el
perro alano del príncipe, que hurga en los jardines en el primer capítulo, y
que, ya siendo una pieza embalsamada atacada por las polillas, es arrojado a un
montón de basura en la escena final de la novela.
Su estatura alude
además a un punto de vista, de algún modo vinculado a Fabrizio y sus telescopios: Sólo él puede ver la fatalidad de
ciertas cosas (no obstante, el narrador se encargará de revelar que ello no es
así, con lo cual pone en duda una “certeza” de aquellas en las que descansa el
texto). Unos personajes, como Tancredi
y Calógero, se benefician de ellas,
cuya mezquindad no conciben, y otros,
como el Padre Pirrone, o la gente de
su propia clase, no alcanzan a percibirlas.
Un registro múltiple
“´Nunc et in hora
mortis mostrae. Amen´.
El rezo cotidiano del
Rosario había concluido. Durante media hora la serena voz del Príncipe había
evocado los Misterios del Dolor: durante media hora otras voces,
entremezcladas, habían tejido un rumor ondulante en el que ciertas palabras
inusuales: amor, virginidad, muerte, resaltaban como flores de oro…Ahora que la
voz había callado, todo volvía al orden…” (Parte I, pág. 25).
El narrador nos
introduce en el mundo narrado a partir de un elemento (la voz) y un momento del
día (el rezo vespertino del rosario), para pasar luego –tal como Mujica Láinez
en La casa- a algunos objetos: tapizados, el cielo raso
donde las acciones humanas se reflejan. Nos introduce en un clima y un universo
en el cual los objetos son presencias que conforman una atmósfera que sólo
puede ser plasmada por la alusión a esos objetos, personajes, ámbitos y climas.
Lampedusa no
reconstruye solamente un momento histórico sino un clima moral, sensaciones,
formas de concebir tanto lo público (los acontecimientos) como lo privado (la
familia, la nobleza): todo trabaja en un texto construido por la vida
cotidiana; los objetos; la tradición y lo nuevo. Ello le confiere una
espontaneidad que lo singulariza y la vez, imperceptiblemente, se trata de un
imperceptible declive: transcurso y declive se encuentran asociados:
En medio de la
convulsión que siguió al desembarco en Marsala el 11 de mayo, el Príncipe y su
familia pueden sin embargo partir a sus vacaciones en Donnafugata:
“El viaje, que duró
tres días, fue espantoso. Los caminos, los famosos caminos de Sicilia…sólo eran
huellas imprecisas…se había despertado al rayar el alba y, entre el sudor y el
hedor, no había podido dejar de comparar aquel asqueroso viaje con su propia
vida, que primero había discurrido en llanuras risueñas, luego había escalado
abruptas montañas y se había escurrido por gargantas amenazadoras, para
desembocar finalmente en un paisaje ondulado e interminable, monótono y
desierto como la desesperación. Despertarse con ese tipo de fantasías era lo
peor que podía sucederle a un hombre de mediana edad; y aunque don Fabrizio
estuviese seguro de que la actividad diurna
acabaría disipándolas, no por eso el sufrimiento que le provocaban era
menos intenso, porque sabía por experiencia que dejaban un sedimento de pena en
el fondo del alma, cuya lenta acumulación acabaría siendo la verdadera causa de
su muerte” (parte II, pág. 72).
Uno de los tropos más
importantes de la novela es el de la decadencia. Enunciado de varias maneras,
superpuestas, recurrentes, preside la idea del transcurso: el tiempo inmutable:
el de la condición social, los valores que han regido durante generaciones y
que constituyen un modo de ver las cosas tiene sin embargo un quiebre: el
transcurso conduce imperceptiblemente, a la decadencia, el vacío, la tristeza y
la muerte.
Este es el primer
pasaje en que este leimotiv aparece
planteado.
La fortaleza de una
posición social, la autoridad del príncipe van cediendo a un nuevo estado de
cosas del cual Tancredi, su sobrino,
y Don Calogero forman parte y sin que
exista una razón clara ni visible, el Príncipe
(con mayúscula en el texto, tal como lo corrigió Lampedusa) va cediendo,
primero bajo la forma de la predilección hacia Tancredi, a quien reconoce como innoble, frívolo e interesado pero
que sabe ubicarse ante los nuevos acontecimientos, y luego ante Don Calogero, a quien recomienda para el
nuevo parlamento de la Italia
unificada: la decadencia bien entendida parece comenzar por su propia casa.
Las estrellas es otro
de los elementos: en ellas no hay decadencia, obedecen a otro orden del cual
forma parte la nada y la muerte, que dan cita desde el cielo (la cita desde el cielo es otra imagen recurrente):
“El cielo estaba
despejado, las nubes que habían asomado
al atardecer se habían ido quien sabe adónde, hacia pueblos menos
culpables para los que la cólera divina había
decretado otras condenas no tan severas. Las estrellas se veían turbias
y sus rayos atravesaban con dificultad
la mortaja del aire caliente.
El alma de Don Fabrizio
se lanzó hacia ellas, las intangibles, las inalcanzables, las que dan alegría
sin pretender nada a cambio, las que no hacen trueque; como muchas otras veces,
imaginó que pronto estaría en aquellas
heladas extensiones, puro intelecto provisto de una libreta de cálculos;
cálculos dificilísimos, pero siempre exactos. ´Son las únicas puras, las únicas
personas de bien –pensó valiéndose como siempre de fórmulas mundanas- ¿Quién se
preocupa por la dote de las Pléyades, la
carrera política de Sirio, los secretos de alcoba de Vega?´. El día había sido
malo; lo advertía ahora no sólo por la presión en la boca del estómago, sino
porque también se lo decían las estrellas: en lugar de verlas ordenadas según
sus formas habituales, cada vez que alzaba la vista descubría el mismo
diagrama…el esquema burlón de un rostro triangular que su alma proyectaba en
las constelaciones siempre que se sentía perturbada…” (parte II, pág. 94/95).
Sicilia es presentada
desde la apatía y el calor, insoportable, calcinante y un cielo bajo el cual
nada parece crecer. Hay un pecado original de Sicilia, esa América de la
antigüedad, conquistada por muchos y que ha mutado en una invencible apatía. Ese
mismo calor perturba la visión de las estrellas. No aparecen nítidas pero
igualmente atraen con su regularidad, su sujeción al cálculo y la cualidad de
todo aquello situado más allá de toda contingencia humana.
“A través de una
callejuela transversal divisó el cielo
del levante, que se extendía por encima del mar. Allí estaba Venus, envuelta en
su turbante de vapores otoñales. Siempre fiel, siempre esperando a Don Fabrizio
en sus salidas matutinas: en Donnafugata, antes de la caza; ahora, después del
baile.
Don Fabrizio suspiró
Cuándo se decidiría a concederle una cita menos fugaz, lejos de la tontería y
de la sangre, allá en sus dominios donde reina para siempre la certeza? (parte
VI, pág. 240)
Don Onofrio, el administrador y
más que nada don Ciccio Tumeo (el
organista de la Iglesia
de Donnafugata y compañero de cacería de Don
Fabrizio encarnan a valores que perduran: la honradez uno, la fidelidad al
Rey de Nápoles –que con sus becas le permitió estudiar el otro- y como tales
están al margen de un nuevo orden representado por Calogero Sedára, un orden que se constituye, avanza, se ramifica,
gana influencia por sobre todo linaje.
Don Calogero está casado con Doña Bastiana, una mujer muy bella a la
que mantiene oculta porque “es una especie de animal: no sabe leer, no sabe
escribir, no conoce el reloj, casi no sabe hablar…es hija de uno de vuestros
aparceros de Runci, se llamaba Peppe Giunta y era tan sucio y tan salvaje
que todos lo llamaban ´Peppe Mmerda´ con
perdón de la palabra Excelencia…Dos años después de que Don Calogero se fugara
con Bastiana lo encontraron muerto en el sendero…con doce tiros…el hombre se
estaba poniendo molesto y exigente.” (parte III, pág.128).
Ese era el nuevo
linaje, de allí provenía Angelica, la
prometida del advenedizo Tancredi:
“¡Eso, Excelencia, es
indecente! Un sobrino, casi un hijo suyo, no debería casarse con la hija de
quienes son sus enemigos, de quienes le han puesto mil zancadillas. Tratar de
seducirla, como pensaba yo, era un acto de conquista; esto, en cambio, es una
rendición incondicional. ¡Es el fin de los Falconeri, y también de los Salina!”
(parte III, pág. 130).
El cambio de orden
naturaliza las prerrogativas feudales que la nobleza había tenido hasta
entonces y que, bajo otra forma, pasaban a la nueva clase burguesa,
inescrupulosa y oportunista.
Don Calogero, devenido en alcalde
de Donnafugata, se convirtió también en el mayor terrateniente, con casi tantas
tierras como el Príncipe.
En el largo pasaje de
la cacería con don Ciccio Tumeo éste,
a una pregunta del Príncipe, le confiesa haber votado por el no en el plebiscito
por la unificación. Los “No” habían sido ocultados por el alcalde: el acto de
nacimiento de ese nuevo orden estaba viciado, silenciaba a voluntades que no le
importaban y esa importancia estaba dada por el yerno de “Peppe Mmerda”, ese
era el nuevo orden que el Príncipe veía con recelo pero al cual favorecía.
“…a esos sentimientos venía a añadirse una
especie de admiración hacia la persona, y en el fondo, en el fondo mismo, de su
altiva conciencia una voz se preguntaba si acaso don Ciccio no se habría
comportado con más hidalguía que el Príncipe de Salina; y los Sedára, aquellos
Sedára, desde el más pequeño, que violentaba la aritmética en Donnafugata,
hasta los más grandes, que estaban en Palermo, en Turín, no habrían cometido,
quizá, el delito de estrangular esas conciencias? “ (parte III, pág. 124).
Los chacales y las hienas
El caballero Aimone
Chevalley di Monterzuolo llega enviado por el gobierno a ofrecerle al Príncipe
el cargo de Senador del Reino, como siciliano ilustre. Pero el Príncipe no lo
acepta. Sicilia, invadida, vejada por los recaudadores bizantinos, los emires
berberiscos, los virreyes españoles era una tierra condenada, despojada y
exhausta. El ofrecimiento dice, es bienintencionado, pero llega tarde y propone
para el cargo a Calogero Sedára.
“Chevalley pensaba:
´Esta situación no durará mucho; con nuestra administración, nueva ágil,
moderna, todo cambiará´. El Príncipe se sentía abatido: ´Todo esto –pensaba- no
debería durar; sin embargo durará, durará siempre; el ´siempre´ humano…; luego
será distinto, pero peor. Nosotros hemos sido los Gatopardos, los Leones;
quienes ocupen nuestro lugar serán los pequeños chacales, las hienas; y todos, Gatopardos,
chacales y ovejas, seguiremos creyéndonos la sal de la tierra” (parte III, pág.
191).
Fatalista y
contradictoria, su concepción favorece a los chacales y a las hienas que al
mismo tiempo no acepta, pero en la certeza de que no podrán llevar adelante
ningún cambio, que esa concepción de lo público divorciada de toda posibilidad
de cambio sólo significa que el provecho será de esa clase que busca
enriquecerse en lo privado a costa de lo público.
Al hacerlo, concibe a
toda posibilidad de cambio igual que concibe a su clase: como algo condenado,
sin posibilidades.
El cortejo de la muerte
Si bien la película
suprime la muerte del príncipe trata de una forma mucho más detenida la escena
del baile. En la novela, no tiene una función definida más que presentar a Angelica y mostrarla en su nuevo medio
social. En cambio en la película, que trabaja mucho más el escenario de los
ambientes (en lugar de la geografía siciliana) la escena del baile dura 45 de
los 177 minutos de la versión italiana.
Toda esa sensación de
instancia final de un progresivo declive, esa especie de saco que ha ido
vaciándose, poco a poco hasta que no queda nada en su interior, que preside el
brusco cambio físico del Príncipe, que –en la parte VII- no se reconoce al
mirarse a un espejo, es expresado en la escena del baile en ese rostro rendido
a una tristeza invencible, que al salir reclama a Venus (justamente a Venus) la
muerte,
En la novela, al
dirigirse al baile en el carruaje, un sacerdote visita a un moribundo, y el
príncipe se arrodilla. En la película, esa escena está luego del baile, antes
del final, y Visconti la une a la del final del capítulo de la novela, cuando
en el amanecer, ante la vista de Venus, el príncipe suspira preguntándose
cuándo le dará una cita menos efímera. Venus, símbolo de sensualidad, es
asociada con la muerte.
El narrador, al
comienzo del capítulo de la muerte del príncipe, dice: “Era una sensación que
Don Fabrizio conocía desde siempre. Hacía decenios que sentía como el fluido
vital, la facultad de seguir viviendo, iban retirándose, lenta pero
continuamente de él, como se agolpan y van pasando uno tras otros, sin prisa y
sin pausa, los granitos por el estrecho orificio de un reloj de Arena”. (El Gatopardo, parte VII, pág.243).
Tal afirmación
parecería inspirar la concepción de Visconti de la escena del baile, donde
Fabrizio siente la enorme soledad, la juventud perdida, la declinación de su
clase, y un largo y triste ocaso.
En la película, cuando
el príncipe se refugia en la biblioteca a donde llegan a buscarlo (mientras observa
una copia del cuadro La muerte del justo,
de Greuze) Angelica y Tancredi, hay una suerte de seducción
entre el príncipe y Angelica, bajo la
mirada de Tancredi, a quien,
conciente de que debe a su tío ese casamiento ventajoso, opta por fingir que no
percibe tal situación.
El Príncipe baila con Angelica
un vals, y en cada vuelta recupera su juventud, una recuperación, como todo,
ilusoria. Es la fugacidad de las cosas, que permanecen un momento más antes de
marcharse, y es un mundo lo que desaparece ante el surgimiento de algo donde
siente que no hay lugar para él.
La imagen lo capta en
la mirada de Tancredi que ve a un
hombre agobiado.
En la novela, en
cambio, el registro pasa por las sensaciones del príncipe en el baile.
De algún modo es la
presencia de Fabrizio lo que alimenta
escenas de ambas, la novela y la película, como las imágenes diferentes de una
infinita nostalgia.
Un tiempo que se cierra
Las últimas partes
(“VII, julio de 1883”, muerte del príncipe y “VIII, mayo de 1910”, el fin de
todo) constituyen un punto de quiebre en la novela: ambos avanzan en el mundo y
la acción narrados rompiendo el eje de progresividad y las acciones inmediatas
y reconocibles.
Al hacerlo produce dos
efectos:
1) presentar un mundo
estático, clausurado donde nada es nuevo y todo es consecuencia de desenlaces
anteriores cuyas circunstancias a veces el lector ignora. El narrador brinda
pocos indicadores, restringe los hechos a cuestiones centrales, mínimas en
número, pero significativas.
Asimismo (2) produce
una torsión en el eje de la novela: Concetta
y sus dos hermanas -Carolina y Caterina- pasan de ser personajes
laterales, auxiliares de la acción central a ser no principales sino a ocupar
el lugar de un personaje principal que ha dejado un vacío.
El descenso de la estirpe
estaba asociado al ascenso de Tancredi, ya desaparecido (basta un par de frases y
referencias para decirlo todo acerca del personaje, pese a que la primera parte
de la novela gira en torno a él): la centralidad es la que ha desaparecido, la
que se ha extinguido haciendo real la declinación final y la clausura pero no sólo
del espíritu nobiliario sino de todas las ilusiones, porque viven en un mundo
definitivamente muerto.
Hay dos clausuras: la
de la estirpe y la de la vida.
Ambas partes (como las
denomina el autor en lugar de capítulos) avanzan unos veinte años. De este
modo, de la acción que va sucediendo se pasa a lo que sucedió.
En la Parte VII la
acción pasada y la presente coexisten: el hecho principal que es la muerte del
Príncipe absorbe a los secundarios: aquello que sucedió en ese lapso de algo
más de veinte años de los cuales el lector no es testigo.
En la Parte VIII, unos
27 años más tarde el puro presente de la narración ya resulta secundario porque
ese presente discurre en referencia al pasado y ambos, pasado y presente, se
encuentran clausurados de manera definitiva.
El objetivismo también
sufre una torsión: antes se narraba involucrando a los objetos:
”Cerrado por tres
tapias y un flanco de la casa, la reclusión le prestaba un aire de cementerio
al que contribuían los montículos paralelos situados entre los canalitos”
(Parte I, Mayo, 1860).
Ahora, en cambio, el
plano se multiplica en el visual del lector y el significativo del narrador. El
narrador presenta objetos que el lector no conoce –la Villa de 1910 se
superpone a la de 1860 pero parecen ser dos lugares totalmente diferentes: una
parece estar retirada, en medio del campo, la otra a pocos minutos de Palermo.
En los objetos se
produce una apariencia que luego rompe al confesarle
al lector el verdadero significado de esos objetos potenciando el efecto de
clausura de ese mundo narrado:
“En las paredes, retratos, acuarelas, imágenes
sagradas; todo muy limpio y ordenado…El visitante ingenuo quizás hubiese sonreído a la vista de aquel cuarto:
con tanta claridad revelaba el carácter afable y meticuloso de una vieja
solterona.
Para el que sabía
entender, para Concetta, era un infierno de recuerdos momificados” (pag. 265).
No sólo es algo pasado
sino algo momificado.
El pasado vertebra, da
sentido y refugio; es nuestra vida, nuestra historia, nuestra explicación y
nuestro bagaje de tiempo vivido. Nos devuelve imágenes, nos interpela. Pero
aquí no sólo está lejos en el tiempo sino momificado y la vida se convierte en
el diario vacío de no tener un presente –cuyo acontecer se debe en gran parte a
un pasado- sino tampoco a ese pasado que no es significativo, no está vivo ni
se agita ni late sino que se encuentra
definitivamente inmóvil.
“Las cuatro cajas
pintadas de verde contenían docenas de
camisas y camisones, de batas, fundas de almohada, sabanas
cuidadosamente separadas en ´buenas´ y ´corrientes`: el ajuar de Concetta confeccionado en vano hacía cincuenta años; aquellos
candados jamás se abrían por temor a los
demonios molestos que pudieran salir de las cajas, de modo que la omnipresente
humedad palermitana iba impregnando las telas, que amarilleaban y se deshacían
hasta volverse definitivamente inútiles. Los retratos correspondían a personas
muertas por las que ya no sentía afecto alguno;
las fotografías, a amigos que mientras vivieron la habían herido lo bastante como para que no pudiera olvidarlos después de
muertos…” (pág.265).
Clausura de una
posibilidad, clausura de un pasado, fin de una creencia en la cual los
personajes se refugian: la capilla con sus reliquias dudosas examinada por el
clero, la lenta pendiente concluye con el fin de toda ilusión, de toda
explicación y de toda esperanza.
La concepción del
capítulo anterior (La muerte del príncipe) es muy diferente: si en el ultimo la
acción sigue como obedeciendo a una inercia y dando cuenta de un cerrado fervor
religioso sin otros hechos significativos que los que aluden, como claves de
interpretación, a un pasado lejano, cerrado, en el de la muerte del Príncipe es
literariamente muy distinto.
Al par que se trabajan
varios simbolismos: la figura de la joven mujer; el mar; el silencio; el Viático; el fragor de la vida que lo
abandona; el viaje en tren; tiene lugar aquello a lo que la acción conducía.
Luego de eso, sólo resta la subsistencia.
Asimismo se produce la
división entre dos instancias del personaje: la que siente y narra y el cuerpo
que es percibido indirectamente, como algo sobre lo cual ya se carece de
control y que resulta ajeno. Esta experiencia de extrañamiento marca
fuertemente el capítulo pero es enunciada ya avanzado el texto:
“Don Fabrizio se miró
en el espejo del armario: le resultó más fácil reconocer a su ropa que su
aspecto…Por qué a todos nos pasa lo mismo: morimos con una máscara sobre el
rostro…” (pag. 247).
Hay un orden de cosas
que está más allá de ese cuerpo vasto y poderoso tantas veces descripto en los
capítulos anteriores.
Pero ya ahora, las
sensaciones no vienen del cuerpo sino que lo perciben como algo disociado.
“Al parecer, tenía la
barbilla apoyada contra el pecho, porque fue el cura quien tuvo que
arrodillarse para meterle la Forma entre los labios” (pag. 251)
“El Príncipe agradecía
la charla, e intentaba, sin mayor resultado, apretarle también él la mano. La
agradecía pero no la escuchaba” (pag. 252)
Don Fabrizio había emprendido el
viaje a Nápoles para consultar a un médico, junto con su hija Concetta y su nieto Fabrizieto y contra el consejo del médico decide regresar en tren a
Palermo. En el terrible calor del verano el viaje –final- se convierte en una
pesadilla:
“…había tenido que
pasarse treinta y seis horas encerrado en una caja al rojo vivo, ahogado por el
humo de los túneles que se repetían como sueños febriles, enceguecido por el
sol en los tramos a campo abierto…el tren atravesaba paisajes maléficos,
puertos malditos, palúdicas llanuras sumidas en el sopor…” (pág.245)
La imagen de la muerte
es la de una mujer entrevista en la estación de tren. Se abre paso hasta él, a
buscarlo, porque “el tren debía estar por partir” (pág.254).
Dos imágenes se cruzan:
vienen del capítulo anterior, el del Baile (VI, noviembre de 1862): el retiro
de la voluntad de vivir y la imagen del Viático:
camino al baile el Príncipe desciende del carruaje al advertir que un
sacerdote se encamina a la casa de un moribundo. Esta vez el tintineo de la
campanilla está dirigido a él:
“Y calló, acechando el tintineo del viatico.
Aquel baile en casa de los Ponteleone: Angelica había sido una flor fragante
entre sus brazos. No tardó mucho en escucharlo…El sonido alegre y argentino
trepaba por las escaleras, irrumpía en el pasillo y se agudizó al abrirse la
puerta” (pág. 251).
El cortejo de la muerte
ha concluido.
La imagen del fragor de
la vida que lo abandona, recurrente en novela, también estalla y, lo mismo que
las sensaciones corporales, es capaz de silenciar los ruidos en ese fragor:
“…ahora se trataba de
otra cosa, algo muy distinto…sentía como
la vida se escapaba de él en grandes oleadas presurosas, con un fragor
espiritual comparable a la catarata del Rin. Era el mediodía de un lunes de
finales de Julio, y el mar de Palermo, compacto, oleoso, inerte, se extendía
ante él…El silencio era total” (pág. 244/245).
El mar adquiere la
imagen de algo suspendido, brillante, silencioso, irreal, símbolo, en esa
irrealidad, de algo diferente. Deslumbra ante el brillo del sol del mediodía y
surge como una presencia:
“Hizo que abriesen las
persianas, pero el metálico mar reflejaba una luz enceguecedora…” (pag.248)
El príncipe no parece
morir, sino retirarse del mundo y encontrarse con una imagen de la muerte que
es la de la joven mujer que antes había llamado su atención.
La ensimismada soledad,
la misma de Giuseppe Tomasi, lo envuelve, le depara el balance de su vida: Pop,
el perro pointer que al momento de su agonía lo buscaba bajo los arbustos y
poltronas de la Villa ,
los regresos a Donnafugata –una versión ficcional de la Santa Margherita
Bellice del escritor- , la charla con Ciccio
Tumeo, la entrega de la medalla de la Sorbona , por la exactitud de sus cálculos sobre
el cometa Huxley, la seda de ciertas corbatas y luego ya algunas alegrías,
“pepitas mezcladas con tierra”.
“De pronto en el grupo
se abrió paso una joven dama: esbelta, con un vestido de viaje marrón de amplia
tournure, y un sombrerito de paja
cuyo velo moteado no alcanzaba a ocultar la gracia irresistible del rostro…Era
ella, la criatura que siempre había deseado; venía a llevárselo; era extraño
que siendo tan joven hubiera decidido entregarse a él; el tren estaba por
partir. Cuando su rostro estuvo frente al suyo, levantó el velo y así,
pudorosa, pero dispuesta a ser poseída, le pareció más bella aun que cuantas
veces le había entrevisto en los espacios estelares. El fragor del mar cesó por
completo” (El Gatopardo, parte VII, pág. 254).
El texto es un mundo
donde entran todas las cosas, aun las que no están y el mundo que reconstruye
no es simplemente un pasado sino lo que de ese pasado conforma un presente.
Presente y pasado no son ni lineales ni demasiado diferentes: parecen unidos por
un mismo exilio interior y una continuidad que lejos de convertir a ese mundo
que desaparece en un paraíso añorado lo retrata en la crudeza de sus
jerarquías, unas que se rompen para dejar su paso a algo más vago, oscuro e
impreciso.
¿Es posible fraguar para las necesidades
literarias una prosa de tantas capas, que sigue tan estrechamente las
vicisitudes de una conciencia y de un modo de sentir? O por el contrario, ¿es
esa intensidad, es esa alteridad entre el exilio de Giuseppe Tomasi y el de
Fabrizio Corbera la que construye esa escritura al mismo tiempo capaz de tanta
belleza y de tanta tensión?
La verdadera historia
parece posible de escribir sólo una vez.
La vida que se escapa,
momento a momento, el mundo que cambia, la necesidad de una certeza donde sólo
importe la belleza y la exactitud, son las mismas en la novela que en la vida;
una vida demasiado breve para quien pudo concebir y realizar una gran novela
que parecía aguardarlo desde el fondo del tiempo, desde aquel bisabuelo, eterno
espejo en el cual mirarse y esas circunstancias forman parte de la obra.
Finalmente se trata de
eso, de pepitas de oro en el fondo de una montaña de ceniza.
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