viernes, 3 de julio de 2015

Bajo el mundo

Junio fue el mes de la finalización de la Guerra de las Malvinas.
Entre el 11 y el 17 de ese mes, en 1982 Rodolfo Fogwill se encerró en su departamento, que abandonaba sólo un par de veces al día para ir al de su madre, en el mismo edificio y, antes de que se conocieran los relatos  de los sobrevivientes escribió Los pichiciegos (el cese de las hostilidades se produjo el 14 de junio, es decir, en pleno proceso de gestación).
Se trata de una novela a la que él mismo definió como un experimento ficcional y que implicó varias operaciones literarias: una fue la de establecer una alegoría con apariencia de realismo; otra la de romper los discursos imperantes: triunfalistas, reivindicadores y aquellos minoritariamente opuestos a la “gesta”, al momento de su escritura; y la de unir ciertos elementos propios con la tradición picaresca de la guerra, en la que se subvierten los valores del relato “épico” y adquieren relevancia las acciones más egoístas y pragmáticas (el excelente ensayo crítico Un lugar bajo el mundo: Los Pichiciegos, de Rodolfo E.Fogwill, Julio Schcvartzman, en  “Microcrítica: Lecturas Argentinas, Bs.As., Biblos, 1996, pág, 133-146 analiza exhaustivamente el universo semántico y simbólico de esta obra).
La historia
En plena guerra hay un grupo que cava un hoyo (la pichicera) en el que “vive” ,verbo que podríamos tomar como “sobrevive”, en el sentido de ganar un momento más a la muerte; lapso en el cual se renuncia a los atributos y valores humanos para adoptar otros: en este desplazamiento en el cual vivir es sólo sobrevivir podemos encontrar uno de los primeros corrimientos del lenguaje: una cosa es el discurso de la autoridad y otra muy diferente el de estos desertores que establecen otra autoridad, ya que en el lugar gobiernan los “Reyes Magos”,  y también se establecen otros “valores.”
El título alude al animal conocido como peludo; mulita; o pichi, que es ciego, vive bajo tierra y su habilidad de escape consiste en cavar. El término admite una amplitud semántica con la que el autor trabaja: ser un pichi, vivir sin ver, rehuir la luz, la guerra como cosa para chicos (recordemos la película titulada, precisamente Los chicos de la guerra, de Kamín, de 1984).
En la pichicera el turco y los otros reyes establecen un orden de jerarquías, comercian con los ingleses y aceptan un estado de cosas donde es válido entregar compañeros al enemigo a cambio de elementos que necesitan y que escasean, orientar los bombardeos ingleses(colocando unas extrañas cajitas con capas de colores que orientan a los misiles y que les son entregadas por los ingleses) hacia los marinos argentinos, con quienes se encuentran enfrentados, en un sistema de “vida” centrado en sí mismo y no en un ideal humano imposible en ese escenario. Otra posibilidad de lectura es que ese mundo siempre estuvo muerto, ya que lo experimentado diariamente no puede ser llamado vida, o que todo se trata de una metáfora que incluye a los desaparecidos.
No hay una localización precisa. Tampoco es preciso el número de pichis ni sus orígenes, en un ámbito que asimismo no resulta explícito, que sólo se encuentra esbozado, con lo cual sus límites son difusos.
Un realismo aparente
Leída sin una referencia a su época de gestación y a la luz de los testimonios posteriores la novela puede ser tomada como un relato testimonial: tan precisas son las referencias al escenario bélico y sus personajes y a las cosas que sucedieron durante el conflicto.
Ello hace a la verosimilitud del “experimento ficcional” de Fogwill. No obstante, lo primero que el lector descubre es que el relato se presenta como una enumeración de acciones mínimas de supervivencia; lo segundo es que no hay acciones bélicas propiamente dichas. Sólo hay ataques de una tecnología de la guerra sobre soldados indefensos.
            En lo real o más allá de lo real
            “Sólo el televisor siempre prendido era el único contacto con la guerra” declaró Fogwill. El detalle en la descripción de los aviones Sea Harrier y de los misiles ingleses instala una vacilación en el lector: o el autor tiene un conocimiento acabado de la tecnología bélica o dota a esta tecnología de una independencia semejante a la de los personajes.
            Tanto los aviones Sea Harrier como los misiles no parecen objetos sino entidades fantásticas que cobran distintas formas, describen rumbos impredecibles y cuyo tamaño parece cambiar. Por su parte los misiles se orientan a sí mismos en el aire, desafiando las leyes de la gravedad, se vuelven sobre su curso como si analizaran hacia dónde dirigirse, estallan arrojando torrentes de gelatina incendiaria y cintas metálicas con bolillas que giran y amputan miembros, pero sólo impactan en las filas de soldados que van a rendirse, cuyas filas deshacen volando a ras de tierra: “Y entonces vieron que el cohete se enderezaba y apuntaba hacia el cerro moviendo la trompita, como si lo estuviera olfateando” (Los Pichiciegos, Fogwill; Edit. Interzona, Bs.As. 2012, pág. 47).
La guerra es un proceso autónomo que una vez desatado todo lo absorbe: vidas, ética, posibilidad, esperanza.
Otras presencias fantásticas la de las monjas francesas secuestradas y asesinadas por el aparato represor de la dictadura, cuyas voces resuenan en la noche y “La gran atracción”: una especie de luminosidad que se convertía en humo y adoptaba la forma de un arco iris.
La picaresca de guerra
El saber de los pichis  es el de las acciones más elementales dentro de la pichicera, todo lo que está más allá es algo que hay que adivinar, un tejido de dichos y suposiciones donde nada es comprobable ni parece cierto.
En la pichicera todos los discursos y saberes, todo lo que tiene que ver con la guerra se convierte, como indica Beatriz Sarlo, (No olvidar la guerra, Punto de vista, nro 49, 1994)  en un mercado negro, en lo que puede funcionar como una metáfora mayor sobre las transacciones turbias hechas sobre la necesidad, motivadas por acciones de gobiernos.
Al hacerlo, al convertir la guerra en un mercado negro de cosas, donde la vida no importa, donde no existe la solidaridad, la literatura entra en un terreno donde, como señala Schvartzman, la picaresca (sacar partido como sea) se convierte en algo ajeno a los “valores”  del heroísmo que sostienen quienes hacen la guerra. Cita el anónimo “Cielito de blandengue retirado”, de 1821 o 23, :”No me vengan con embrollos/de patria ni de montonera” (Schcvartzman, 1996).
Bajo el mundo
Vivir bajo el mundo, bajo el silencio, vivir su propio drama (o no poder) es lo que han debido hacer quienes sobrevivieron a una guerra silenciada, ignorada, negada, apenas finalizó. Los que pudieron salvarse entonces, los que no sucumbieron al alto número de suicidios, también han vivido debajo del mundo, como los pichis,  pero a diferencia de esa otra metáfora, los ciegos eran quienes estaban sobre el mundo.
Una dictadura elige declarar una guerra de la cual no puede ni siquiera imaginar las consecuencias, la herida abierta por generaciones: el fervor triunfalista, el propósito de continuar en el poder también son otro orden de ceguera, el peor, el más absoluto y abarcador.
No hay un solo discurso que pueda dar cuenta de una guerra porque la guerra es indecible. Sólo puede aludirse a ella, en este caso en una propuesta literaria innovadora que a más de tres décadas sigue motivando la reflexión.





    
Eduardo Balestena




No hay comentarios:

Publicar un comentario