Junio fue el mes de la finalización de
la Guerra de las Malvinas.
Entre el 11 y el 17 de ese mes, en 1982
Rodolfo Fogwill se encerró en su departamento, que abandonaba sólo un par de
veces al día para ir al de su madre, en el mismo edificio y, antes de que se
conocieran los relatos de los
sobrevivientes escribió Los pichiciegos (el
cese de las hostilidades se produjo el 14 de junio, es decir, en pleno proceso
de gestación).
Se trata de una novela a la que él mismo definió como un experimento ficcional
y que implicó varias operaciones literarias: una fue la de establecer una
alegoría con apariencia de realismo; otra la de romper los discursos imperantes:
triunfalistas, reivindicadores y aquellos minoritariamente opuestos a la
“gesta”, al momento de su escritura; y la de unir ciertos elementos propios con
la tradición picaresca de la guerra, en la que se subvierten los valores del
relato “épico” y adquieren relevancia las acciones más egoístas y pragmáticas
(el excelente ensayo crítico Un lugar bajo
el mundo: Los Pichiciegos, de Rodolfo E.Fogwill, Julio Schcvartzman,
en “Microcrítica: Lecturas Argentinas,
Bs.As., Biblos, 1996, pág, 133-146 analiza exhaustivamente el universo
semántico y simbólico de esta obra).
La
historia
En plena guerra hay un grupo que cava un
hoyo (la pichicera) en el que “vive” ,verbo que podríamos tomar como
“sobrevive”, en el sentido de ganar un momento más a la muerte; lapso en el
cual se renuncia a los atributos y valores humanos para adoptar otros: en este
desplazamiento en el cual vivir es sólo sobrevivir podemos encontrar uno de los
primeros corrimientos del lenguaje: una cosa es el discurso de la autoridad y
otra muy diferente el de estos desertores que establecen otra autoridad, ya que
en el lugar gobiernan los “Reyes Magos”, y también se establecen otros “valores.”
El título alude al animal conocido como peludo; mulita; o pichi, que es ciego,
vive bajo tierra y su habilidad de escape consiste en cavar. El término admite
una amplitud semántica con la que el autor trabaja: ser un pichi, vivir sin ver, rehuir la luz, la guerra como cosa para
chicos (recordemos la película titulada, precisamente Los chicos de la guerra, de Kamín, de 1984).
En la pichicera el turco y los otros
reyes establecen un orden de jerarquías, comercian con los ingleses y aceptan
un estado de cosas donde es válido entregar compañeros al enemigo a cambio de
elementos que necesitan y que escasean, orientar los bombardeos ingleses(colocando
unas extrañas cajitas con capas de colores que orientan a los misiles y que les
son entregadas por los ingleses) hacia los marinos argentinos, con quienes se
encuentran enfrentados, en un sistema de “vida” centrado en sí mismo y no en un
ideal humano imposible en ese escenario. Otra posibilidad de lectura es que ese
mundo siempre estuvo muerto, ya que lo experimentado diariamente no puede ser
llamado vida, o que todo se trata de una metáfora que incluye a los
desaparecidos.
No hay una localización precisa. Tampoco
es preciso el número de pichis ni sus
orígenes, en un ámbito que asimismo no resulta explícito, que sólo se encuentra
esbozado, con lo cual sus límites son difusos.
Un
realismo aparente
Leída sin una referencia a su época de
gestación y a la luz de los testimonios posteriores la novela puede ser tomada
como un relato testimonial: tan precisas son las referencias al escenario
bélico y sus personajes y a las cosas que sucedieron durante el conflicto.
Ello hace a la verosimilitud del
“experimento ficcional” de Fogwill. No obstante, lo primero que el lector
descubre es que el relato se presenta como una enumeración de acciones mínimas
de supervivencia; lo segundo es que no hay acciones bélicas propiamente dichas.
Sólo hay ataques de una tecnología de la guerra sobre soldados indefensos.
En lo real o más allá de lo real
“Sólo el
televisor siempre prendido era el único contacto con la guerra” declaró
Fogwill. El detalle en la descripción de los aviones Sea Harrier y de los
misiles ingleses instala una vacilación en el lector: o el autor tiene un
conocimiento acabado de la tecnología bélica o dota a esta tecnología de una
independencia semejante a la de los personajes.
Tanto los
aviones Sea Harrier como los misiles no parecen objetos sino entidades
fantásticas que cobran distintas formas, describen rumbos impredecibles y cuyo
tamaño parece cambiar. Por su parte los misiles se orientan a sí mismos en el
aire, desafiando las leyes de la gravedad, se vuelven sobre su curso como si
analizaran hacia dónde dirigirse, estallan arrojando torrentes de gelatina
incendiaria y cintas metálicas con bolillas que giran y amputan miembros, pero
sólo impactan en las filas de soldados que van a rendirse, cuyas filas deshacen
volando a ras de tierra: “Y entonces vieron que el cohete se enderezaba y
apuntaba hacia el cerro moviendo la trompita, como si lo estuviera olfateando”
(Los Pichiciegos, Fogwill; Edit.
Interzona, Bs.As. 2012, pág. 47).
La guerra es un proceso autónomo que una
vez desatado todo lo absorbe: vidas, ética, posibilidad, esperanza.
Otras presencias fantásticas la de las monjas
francesas secuestradas y asesinadas por el aparato represor de la dictadura,
cuyas voces resuenan en la noche y “La gran atracción”: una especie de
luminosidad que se convertía en humo y adoptaba la forma de un arco iris.
La
picaresca de guerra
El saber de los pichis es el de las
acciones más elementales dentro de la pichicera,
todo lo que está más allá es algo que hay que adivinar, un tejido de dichos
y suposiciones donde nada es comprobable ni parece cierto.
En la pichicera todos los discursos y saberes, todo lo que tiene que ver
con la guerra se convierte, como indica Beatriz Sarlo, (No olvidar la guerra, Punto de vista, nro 49, 1994) en un mercado negro, en lo que puede funcionar
como una metáfora mayor sobre las transacciones turbias hechas sobre la
necesidad, motivadas por acciones de gobiernos.
Al hacerlo, al convertir la guerra en un
mercado negro de cosas, donde la vida no importa, donde no existe la
solidaridad, la literatura entra en un terreno donde, como señala Schvartzman,
la picaresca (sacar partido como sea) se convierte en algo ajeno a los
“valores” del heroísmo que sostienen
quienes hacen la guerra. Cita el anónimo “Cielito de blandengue retirado”, de
1821 o 23, :”No me vengan con embrollos/de patria ni de montonera”
(Schcvartzman, 1996).
Bajo
el mundo
Vivir bajo el mundo, bajo el silencio,
vivir su propio drama (o no poder) es lo que han debido hacer quienes
sobrevivieron a una guerra silenciada, ignorada, negada, apenas finalizó. Los
que pudieron salvarse entonces, los que no sucumbieron al alto número de
suicidios, también han vivido debajo del mundo, como los pichis, pero a diferencia de
esa otra metáfora, los ciegos eran quienes estaban sobre el mundo.
Una dictadura elige declarar una
guerra de la cual no puede ni siquiera imaginar las consecuencias, la herida
abierta por generaciones: el fervor triunfalista, el propósito de continuar en
el poder también son otro orden de ceguera, el peor, el más absoluto y
abarcador.
No hay un solo discurso que pueda dar
cuenta de una guerra porque la guerra es indecible. Sólo puede aludirse a ella,
en este caso en una propuesta literaria innovadora que a más de tres décadas
sigue motivando la reflexión.
Eduardo Balestena
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