En un momento buscamos tener un
territorio, algo donde sentirnos seguros, donde sentirnos nosotros, donde
hacernos fuertes y recuperar fuerzas.
Más allá del territorio comienza la
aventura.
La casa de Mamima empezaba a ser mi
territorio. Ahí me sentía protegida y a la vez libre. Me sentía así porque
había un lazo que empezaba a unirnos, a hermanar nuestras historias, a
descubrirnos.
Eso lo entiendo ahora. No me daba
cuenta del todo entonces, no podía ponerlo así, en palabras.
Por un momento pensé en cosas como
tener un crío que se meta en tu cama porque no puede dormir, o un domingo de
sol a la mañana, o verlo dormido. Me di cuenta de que esas son las cosas que
valen la pena, tanto como un amor que nos lleva y nos hace hacer cosas sin preguntarnos,
porque tiene un rango que está más allá de las palabras y no cabe en ellas.
Yo entraba, de la mano de Mamina, a
algo que las palabras no podían explicar, y empezaba a hacer cosas que no podía
evitar hacer y a sentir cosas que no podía evitar sentir.
Eso lo pensé cuando, al salir de
casa, me siguió el Chevy azul hasta el colectivo y ahora no quiero ceder a la
tentación de mirar por la ventana para saber si está. Esté o no, ellos saben
que yo sí estoy.
Entonces volví, como volvería otras
veces, con más fuerza a la casa de piedra de Strobel y XX de septiembre, volvía
a su diario.
Fui a la cocina, puse el agua y
comencé a andar por la casa desierta. Antes ella sólo era mi abuela, alguien
con quien me unía ese vínculo. Pero ahora comenzaba a vivir, a agitarse en mí y
yo empezaba a buscar mis respuestas en lo que pensaba que podría haber sido su
vida. Era como un espejo que atrasara.
Nuestros contornos se fundirán en un
rostro distinto al que hubiéramos tenido de no vivir lo que nos estaba deparado.
No tenemos otro rostro que aquel que va tallando el tiempo y no es definitivo.
Quizás los nuestros empezaran a combinarse así, atravesados por la historia y
por el amor.
Sé que mis abuelos habían tenido una
buena posición económica y que luego la tuvo su marido. Eso le dio este
baluarte de piedra en el cual refugiarse, pero que precio habría tenido que
pagar, me preguntaba.
En el piso de arriba estaban los
dormitorios principales y un escritorio, en él mi abuelo administraba su campo.
La madera crujía en los escalones bajo mis pasos. Allí estaban sus cosas,
estaba su mundo y yo tenía la tarea de ver que había para vaciar la casa. Me di
cuenta de que no iba a poder cumplir nunca con esa tarea, que sólo podría
fingir que lo hacía hasta que alguien viniera efectivamente a hacerlo y debía
aprovechar ese tiempo para vivir aquí algo que no podría vivir en ninguna otra
parte. Intuía que esta sensación, esta atmósfera, no seria definitiva, que
había un tiempo para esa magia y debía entrar en ella y vivirla en éste, su
momento.
21 de octubre. Nos habíamos visto algunas veces más, pero aquella tarde
me dijo que la policía había entrado en la Sociedad Obrera y había detenido
a todos los que estaban allí, y me los nombro uno por uno. Él vio pasar la
columna cuando estaba en el garage comprando latas de nafta y había escapado. Supo, los días siguientes
que la policía los mantenía detenidos y que hacía allanamientos buscando a los
que no estaban, entonces había decidido venir conmigo. Las cosas empeoraban. Si
en mi casa no iban a querer saber nada de que estuviera con un anarquista de la
sociedad obrera menos iban a aprobar que estuviera con uno prófugo. Si lo
aceptaba, ya no habría vuelta atrás y además eso me iba a obligar a refugiarlo
y actuar como siempre, pero si lo quería de verdad no podía abandonarlo ahora.
Si lo llevaba al puesto de la estancia que estaba deshabitado iba a tener que
alcanzarle comida y eso me obligaría a alejarme, a estar ausente por ratos, y
eso levantaría sospechas. En cambio nadie subía a mi cuarto, que estaba más
alejado. Al mismo tiempo, si mi mamá llegaba a venir y a encontrarlo, todo iba
a ser peor.
No sé cómo lo hice. No sé por qué, pero le dije que me esperara en la
parte de atrás de la casa para hacerlo entrar por la puerta de la cocina cuando
todos se hubieran ido a acostar.
Entonces volví a casa, le ayudé a mi mamá con la carbonada y después a
levantar, lavar y secar las cosas. Salí un par de veces a buscar agua de la
bomba y miraba para el monte donde él se refugiaba. Y si lo encontraban, y si
el comisario Micheri lo buscaba acá, porque él había andado afederando peones…todo
eso pensaba mientras lavaba y guardaba las cosas.
Papá y mamá se quedaron al lado del fuego un rato, leyendo el diario La Unión y mientras yo estaba
en la cocina salí, diciendo que iba a tirarles de comer a los perros, levanté la lámpara de kerosene para que él se
acercaba mientras los perros comían, porque sí no se iban a poner a ladrar
cuando él se acercara. Él llegó hasta la puerta de la cocina y se quedó ahí muy
quieto. Se acerco el Comousted, uno de los perros. Era un chiste de papá, le
preguntaban cómo se llama ese perro y el decía como usted, ah, yo me llamo tal,
decía el visitante y mi papá contestaba, él no se llama así, se llama comousted
y le seguía la broma. El Comousted es un border collie precioso,
guardián, pero que le gusta mucho la gente y cuando terminó de comer se acercó
a Zacarías. Él se agachó y lo acarició. Esa es una imagen que siempre me va a
quedar, la de Zacarías en silencio, acariciando al border collie. En eso vino
mamá a la cocina pero a último momento dobló para la despensa, tomó un ladrillo
para calentarlo para la cama, y un diario para envolverlo y me dijo” qué hacés
todavía acá” le contesté que dándoles
comer a los perros “apuráte y subí
enseguida” me dijo.
Si lo hacía subir a mi cuarto cuando todos estuvieran durmiendo en el
silencio iba a ser más fácil oír sus pasos en la escalera. Tenía que hacerlo
rápido, mientras mis padres aún estuvieran aún levantados, pero que no hubiera
riesgo de que salieran de su habitación. Una vez adentro, nadie iba a buscarlo
en casa y para salir, podía deslizarse por el tubo de la canaleta, ya el
Comosted lo conocía y no le iba a ladrar y si él no ladraba, Beltxa y Dantzary
no tampoco le iban a ladrar.
Papá puso tiró el diario La
Unión al fuego, movió la cabeza para un lado y para el otro,
se estiró para atrás y abrió los brazos enormes en un bostezo. “Gabon, Amalia”,
me dijo y se fue, mamá lo siguió. Apenas cerraron la puerta subimos nosotros, rapidito
y al llegar al piso de arriba doblamos para el otro lado. El pasillo da una
vuelta a la izquierda y otra a la derecha. Hay un depósito de cosas, un baño y
mi cuarto para la derecha. Entramos muy rápido. Ya estaba Zacarías a salvo, al
menos por el momento.
Creo que sólo al cerrar la puerta me di cuenta de lo que había hecho, al
cerrarla y verlo a Zacarías de este lado pero al mismo tiempo sentí que al
cerrar esa puerta estábamos dejando atrás un mundo y entrando en otra cosa, un
cielo, una galaxia lejana, algo infinito y también que ya no era una chica, que
había hecho algo de lo que podría arrepentirme toda la vida o que iba a ser el
mayor paso que podía dar en toda la vida: ahora era una mujer. No lo era porque
fuéramos a amarnos, sino porque había elegido amarlo, había decidido
arriesgarme por él.
Y lo que entonces pasó es algo de lo que no se puede hablar. Hablar de
eso es traicionarlo.
Ella acababa de dejar su territorio
y de entrar en su aventura.
Las dos estábamos entrando en el
lugar de la aventura.
23 de octubre. Cómo escribir. Cómo entender lo que sucede. No se puede.
Sólo hay que vivirlo. La habitación se convirtió en el mundo, sus paredes en un
abrazo y la puerta en un pasadizo mágico que conectaba con aquella parte en la
que sucedía la aventura.
Volví a bajar para traerle algo de comer, pan de campo y unas rebanadas
de matambre casero y yo lo veía comer y me resultaba algo nuevo unir el amor
con la necesidad que él tenía de mí y luego, mucho más tarde, ya su cabeza dormida en mi hombro,
me dediqué a contemplarlo, acostumbrada ya a la oscuridad, y a comenzar ese
relevamiento de la piel del otro en que consisten los amores. Los amores son
muchas cosas. Son palabras. Son un perfume. Un sabor y también otras que, como
los ríos, se ramifican, impregnan otras orillas e instalan vida allí donde no
había nada.
Los amores son saber el contorno de un labio como si fuera una ensenada,
infinita y misteriosa, el modo en que un mechón de cabello cae o el ritmo de
una respiración dormida y en ese extraño abrazo en el que sentía algo tan
nuevo, también sentía que estábamos juntos desde antes de nacer, desde el origen
del tiempo y que por esa razón esto estaba sucediendo.
Quedaba pensar en los modos que tiene el azar de unir a los que se aman
(y de desunirlos, sabría después, y también de volver a unirlos), y la pregunta
sobre qué es el amor. Yo no lo sabía. Yo
no lo sé porque esas cosas no tienen la forma de preguntas que se formulan y
respuestas que se encuentran sino en lo
que sentimos, en esa certeza: la de que él es él, la de que él es yo, la de que
yo soy él. El amor es un encuentro donde yo sigo siendo yo pero lo soy por dos
cosas: porque él es él, y porque estamos
juntos. Supe, en ese momento, en esa
noche en vela, luego de hacer el amor por primera vez, en esa contemplación del
lado derecho de su rostro, el rostro de un cuerpo dormido y entregado, que
nunca iba a poder estar de nuevo sin él; no importaba si las circunstancias nos
separarían o no. Podrán separarnos, pero no podrían hacer que yo pudiera estar
sin él sencillamente porque sin él ya no
podría ser yo.
Esa noche fue eterna, por momentos muy alerta a todas las
manifestaciones de él, a su cuerpo, a su piel, y otras dormitando a su lado.
Sentía que debía velar su sueño, hacer que aquella noche nunca terminara porque
yo era todo para él. Para dormir estaba
el resto de la vida, el resto de las noches y muchas, seguramente sola, muchas,
seguramente extrañándolo porque intuía que extrañar sería el verbo del futuro
como ahora lo era descubrir, maravillar, abrir, abrazar, susurrar, gozar. Gozar
es algo que no sólo se vive en los sentidos sino que es más sutil, eso también lo entendí esa noche
porque el amor es esa contradicción de algo muy fuerte y a la vez eso, algo muy
sutil.
En la claridad (es que la noche era clara o es que mi vigilia, la del
acostumbramiento a la noche, a la poca
luz, la hacía más intensa) veía a las nubes cubrir las estrellas y pasar y de
nuevo desnudarlas y pensaba en cuántos amantes habrán poblado así a la noche y
a la luz y cuántos lo harían en adelante y si sus historias serían como la
nuestra. La nuestra. Lo nuestro. Que era lo nuestro: se reducía a encuentros
furtivos en el bosque, a un refugio furtivo en mi cuarto, en mi cama, en mis
brazos. Sería la vida algo furtivo para siempre. Podríamos algún día salir a la
luz. Podría haber luz para nosotros o por siempre moraríamos en los dominios de
la noche, dentro de los muros de un cuarto, detrás duna puerta cerrada. Quizás
ese fuera el modo del amor de ser en nosotros: la intimidad prohibida,
proscripta, la intimidad anhelada.
Antes de que se levantara mamá bajé a la cocina y encendí el fuego con
un rescoldo brillante y pequeño, pero aún vivo y caliente (era como yo, algo inadvertido capaz
de convertirse en fuego y en calor) y le
preparé un café con leche que él debería beber rápido, para darme tiempo a
lavar el tazón. Cuántas cosas estaba
obligada a hacer por las circunstancias. Eso me aterraba. Era como una ladrona,
un ser furtivo, silencioso que debía engañar. Esa era la parte de la historia
de amor que no me gustaba, pero debía aceptar que mi historia era así, que yo
había nacido al amor y al secreto en el mismo instante. Entonces, en ese simple
detalle de llevar el tazón de café con leche supe que siempre mi vida iba a ser
así, con algo de secreto y de furtivo, con algo cuyas razones sólo yo
entendería.
Pensé tantas cosas al leer su
diario. Pero una de las que más pensé fue eso de que podemos tener razones que
los demás no entenderían y que el mundo de Mamina era muy privado, muy propio
(cómo era el mío). Un mundo que ella había guardado para si. Habrían sabido
algo sus hijos. Habría adivinado algo su marido de aquella vida secreta y si no
era así, qué sola debió haberse sentido. Y yo, cómo me sentía.
Ella estaba confinada a su casa, a
sus quehaceres, a la dureza del trabajo del campo, a una época en que la mujer
contaba todavía menos que hoy, y al mismo tiempo se permitía refugiar a un hombre perseguido, enamorarse, seguir
ese amor y disimularlo. Ella tenía entonces diecisiete años. Cuántos pueden ser
cuando es necesario.
De nuevo, debía luchar entre la
intensidad de lo que leía y la intriga por conocer su historia. Saber qué había
pasado, si los habían descubierto o si se habían separado, pero al mismo tiempo
se me hacía imposible leer su relato sin al menos tomar un respiro. Tan cerca
me sentía entonces de ella que no podía ya separarla de mí y de lo que yo
sentía.
De pronto, lo que le pasaba a ella
era como un reflejo o un anticipo de lo que
podía llegar a pasarme.
25 de octubre. Necesito escribir en mi diario pero no puedo. No puedo
porque hoy me urge vivir. Quizás haya tiempo luego de contarlo…
Vivir es urgente…
A ella le urgía vivir y al mismo
tiempo necesitaba escribir para entender lo que le sucedía.
27 de octubre. Hoy amanecí sola. Sola y al mismo tiempo llena de cosas,
de todo lo que viví en estos días. Hoy mi cauce desborda. Hoy me parece que soy
más fuerte y más poderosa y al mismo tiempo, me siento más sola y más
desvalida. Ya nunca voy a ser la misma.
La vida me hizo crecer de golpe. Es rara la manera que tienen las cosas
de suceder y todo lo que sucedió es tan enorme que no me parece que me haya
pasado a mí.
Ya podré hablar de esto.
Ya habrá tiempo, ahora que empezó otro tiempo, el de la espera, el de
sentir que todo se mide según él vaya a tardar en volver.
Sigue el viento murmurando en los árboles. Siguen girando las
constelaciones más allá de mi ventana, pero yo vivo en otro mundo.
Afuera ya regía la noche, como en el
diario.
Pero era una noche distinta. Era una
en la que aquella historia ya había transcurrido: sus interrogantes habían sido
formulados y resueltos, aunque yo ignorara como y sus posibilidades se
habrían consumido en eso que era el futuro pero que en realidad hacía ya mucho
que era pasado.
La revelación de ese como iba a ser
larga y difícil, intuí.
En la noche del diario se cernían el
amor, el riesgo y el misterio y en la de afuera de mi territorio la oscuridad y
las calles, esas donde andaba un Chevy azul que me seguía.
Cómo proseguirían nuestras
historias. Se dormirían alguna vez nuestros perseguidores.
Sólo el tiempo, al germinar en otros
días y noches, podría revelarlo.
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