En el ángulo que forman la avenida General Paz y las vías del ferrocarril Urquiza hay un gran espacio abierto con todo el aire de una zona fronteriza. De frente a ese confín está el café. Ocupa de punta a punta una larga ochava cortada en chaflán y desde allí parece dar la bienvenida a los que entran en la ciudad viniendo de la provincia, parece despedir a los que abandonan Buenos Aires.
La fachada pudo imaginarla don Antonio Gaudí, con esas chorreaduras de cemento pintado de color ocre y esos firuletes de repostería. El salón es amplio, tenebroso y nada limpio. Todas las mañanas, bien temprano, el café se llena de obreros que bajan desde la avenida y que toman su desayuno a los apurones y en silencio, todavía medio dormidos. Después, durante el resto del día, los únicos parroquianos son viejos jubilados que beben fernet o grappa, juegan a los naipes y miran pasar la vida, los automóviles y los trenes. A la noche el café se despuebla y pronto el dueño apaga las luces y se va a dormir, salvo los sábados, cuando acuden parejitas que se hacen arrumacos hasta tarde.
Un sábado por la noche un hombre de cincuenta años cruza en automóvil por debajo de la avenida General Paz. Del otro lado le sale al paso el café con sus ventanas iluminadas. El hombre ha estado mucho tiempo fuera del país, pero ahora reconoce ese lugar, ese café. Detiene el automóvil, desciende y va a espiar a través de los ventanales.
Los sábados por la noche el café se animaba y permanecía abierto hasta medianoche. Los parroquianos eran todos hombres, nunca una mujer, vecinos de ese barrio limítrofe que iban allí a conversar, a tomar café o alguna bebida barata y fuerte y a jugar al truco y al siete y medio por porotos. Si se estaba en los últimos días del mes y nadie había cobrado el sueldo o la quincena, aparecían algunos muchachos jóvenes. Don Frutos, el propietario, un vasco alegre que todavía usaba boina negra y una faja negra alrededor del vientre de matrona, se paseaba entre las mesitas para celebrar una buena jugada o para entrometer en las conversaciones alguna cuchufleta y una risa chillona.
Pero un sábado, cuando en el café no quedaba vacía más que una mesa ubicada junto a la pared del fondo, ocurrió lo que nunca. Serían, se supone, las once y media. Había llovido durante el día, pero ahora el cielo estaba sereno y la noche era una joya transparente. Hacía frío. Los hombres, entre ellos una docena de jóvenes y hasta un chiquilín de no más de dieciocho años, andaban con los pesos justos para pagarse un café. Pero igual en el salón había un ambiente cálido y amistoso. A la gente pobre le basta un poco de compañía y sentirse momentáneamente a cubierto de la maldición del trabajo para ser feliz. Aunque las cortinas de cuentas de madera estaban descorridas, los vidrios empañados por el frío de afuera y por el calor de adentro defendían aquella intimidad como de soldados reunidos en un refugio. Nadie, que se sepa, lamentó andar sin plata. De vez en cuando el hombre gusta de esas treguas en las tensiones que nos imponen las mujeres. Y jugar, por más que sea para no ganar sino un montoncito de porotos o de granos de maíz, es siempre una felicidad. Hasta que de golpe les cayó encima otra dicha, inesperada y novedosa.
Fue cuando entraron el viejo y la muchacha. El viejo delante como abriéndole paso a la otra, la muchacha detrás como obedeciéndolo, atravesaron el salón sin mirar a nadie, se dirigieron resueltamente hacia la mesa vacía ubicada junto a la pared del fondo y ahí se sentaron como con el apuro de esconder las nalgas o de que no les birlasen las sillas. Tanta seguridad para localizar el único sitio desocupado y tanta urgencia para ocuparlo hacía sospechar que habían estado espiando desde afuera, pero qué podían haber visto si los vidrios eran una neblina. Y después que se sentaron permanecieron tan quietos, mirándose uno con otro, como asustados por lo que habían hecho o por lo que ahora les iría a suceder. A todos les pareció que esa pareja venía escapando de algún peligro.
Hubo como una distracción en las conversaciones y en las partidas de naipes. Al café no solía llegar gente extraña y menos de noche. Mujeres jamás, ni las del barrio. Y ahora estaban ahí ese viejo y esa muchacha venidos no se sabía de dónde y encima los dos tan llamativos. Las dimensiones del salón y la disposición de las mesas permitían estudiar a los recién llegados sin necesidad de ponerse de pie, ni siquiera de erguirse en la silla o de buscar un hueco entre las cabezas de los demás. A lo sumo alguien debía torcer el cuello y mirar hacia atrás o hacia un costado, pero no por curiosidad sino por admiración, de modo que si el viejo y la muchacha advertían esa maniobra no lo tomarían a mal. Sólo que ninguno de los dos pareció darse cuenta: seguían mirándose el uno al otro, ahora como para repasar instrucciones o para ponerse de acuerdo en algún plan.
Tenían un aire ficticio, extravagante y dramático que los relacionaba con el teatro. No se podía dudar de que eran artistas, aunque todavía no se supiese a qué género se dedicaban. El viejo, cuya corta estatura ya habían apreciado cuando entró, ahora mantenía las piernas colgadas en el aire y cruzadas a la altura de los tobillos, los codos clavados en la mesa y las manos juntas, palma con palma, bajo el mentón, como un niño que reza. En cambio la muchacha, que al caminar había andado con el pelo rubio por el techo, ahora arqueaba la espalda y hundía la cabeza entre los hombros, todavía más levantados a causa del zorro que los cubría. De manera que, sea porque el viejo adolecía de una terrible desproporción entre el largo de las piernas y el largo del cuerpo, sea porque la muchacha se encorvaba como una gibosa, la estatura de ambos se había equilibrado. Y los dos seguían inmóviles, dragándose el uno al otro los ojos como si se recordaran mutuamente alguna pasada o futura desgracia. Acaso lo único que hacían era darse ánimo. Pero en tanto el viejo permanecía erguido y al parecer resuelto a tomar una determinación, la muchacha, con los pies juntos, las manos bajo la mesa y el espinazo arqueado, tenía un semblante de fatiga, de resignación y de sometimiento.
Don Frutos se acercó y mientras frotaba la mesa con un repasador les preguntó qué iban a servirse.
—Dos vasos de nebiolo –dijo el viejo sin desarmar la postura de monaguillo en oración ni apartar la vista de la muchacha, como si hablase para ella.
Don Frutos simuló consultar desde lejos las estanterías: no, no le quedaba ninguna botella de nebiolo.
—Entonces dos vasos de espumante –prosiguió el viejo. Tenía una voz melodiosa, acento italiano, inflexiones estudiadas y artificiales. No hablaba: recitaba, y ese énfasis era el producto de largos ensayos.
Don Frutos se rascó la nuca y repitió la comedia de mirar las estanterías: tampoco le quedaba ninguna botella de espumante.
—Bien –dijo el viejo en un tono de poner punto final a una discusión estúpida—. Entonces dos anises.
El vasco fue hacia el mostrador y en seguida volvió con dos copitas y la botella de anís, algo nunca visto. Quizás así quería borrar la mala impresión de sus fracasos con el nebiolo y con el espumante. Y después que sirvió las dos copitas dejó la botella sobre la mesa, no para tentar a los forasteros sino, más bien, para que se convidasen a sí mismos con una ración extra. Luego fue a ubicarse detrás del mostrador y desde allí vigiló a los dos desconocidos con una cara contrita pero atenta: parecía esperar órdenes. Contra su costumbre, parecía atemorizado.
Los clientes del café no se habían perdido un solo detalle de aquella escena, seguramente el prólogo de lo que vendría después. Entonces, para que la función continuase, se comportaron como hay que comportarse en casos así. Quiero decir que adoptaron, todos, una expresión franca y amable, conversaban entre ellos pero sin ganas de conversar, aunque seguían jugando ya no tenían ningún interés en el juego, cada tanto les lanzaban a los artistas una ojeada solícita y mostraban, todos, esa actitud ligeramente forzada de quien simula dedicarse a una cosa mientras está ofreciéndose a hacer otra cosa: apenas se lo pidan, la hará. Querían que el viejo y la muchacha comprendiesen que ellos eran personas decentes y pacíficas, dispuestas a entablar un diálogo con cualquier desconocido y a recibir sus confidencias.
Por ejemplo Serapio Gómez, de veintidós años, interrumpía el juego para escrutar a la muchacha como consultándola sobre qué naipe debía poner sobre la mesa, y nadie se animaba a intervenir en esa larga consulta. Por ejemplo Enedino Acosta, también joven, a cada rato hacía girar la cabeza con chambergo y todo y así parecía parar la oreja por si la muchacha o el viejo lo llamaban. Hubo quien ya tenía lista la sonrisa con que le respondería a la muchacha en cuanto ella lo mirase, y era una sonrisa de los más humilde y respetuosa. Y hasta el chiquilín de dieciocho años mientras radiografiaba a los forasteros, se había sentado en el borde de la silla, el cuerpo un poco echado hacia adelante y las piernas flexionadas para atrás como preparado a ponerse de pie y a acudir al primer ademán que la muchacha o el viejo le dirigiesen.
Pero no importa ahora lo que haya ocurrido en esas mesas, donde por lo demás no ocurrió nada digno de mención. Ahora hay que fijarse en los dos artistas. El viejo tenía una gran cabezota ovoide sobre la que reposaba a duras penas un sombrero color azafrán con la cinta verde y una plumita amarilla. Vestía una capa azul con alamares, pantalones sin botamangas, de una tela brillosa y muy anchos, y calzaba borceguíes marrones de recluta. Bebía el anís a pequeños sorbos y después de cada sorbo se pasaba el nudillo del índice por los labios y carraspeaba con vigor. Ya no miraba a su compañera. Ahora había empezado a examinar las paredes, donde varias horribles acuarelas parecieron intrigarlo. A los concurrentes no los miró para nada. Pero ellos igual le apreciaron los ojos sin color, de un vidrio sucio y empañado, esa cara fabricada con algún material sonrosado y esponjoso, todavía tibio, acaso parecido al caucho, esas orejas descomunales, las patillas de Facundo pero canosas. ¿Cómo no pensar que un hombre así sea un artista de teatro o de circo, quizás un domador de fieras, un famoso clown?
La muchacha ahora escrutaba la copita de anís que tenía delante, pero no la tocó. Era una mujer hermosa. Llevaba un vestido solferino, complicado y tornasolado, y por todo abrigo el zorro negro que a ella la volvía más blanca y más rubia. También sus facciones eran como las del viejo, artificiales, conseguidas gracias a algún procedimiento, colocadas deliberadamente una por una, sólo que el resultado era otro: la muchacha tenía una cara exótica y artística que tal vez podía deshacerse al menor golpe, una cara delicada e irreal que provocaba una especie de alucinación, la idea de que uno estaba mirándola en sueños o imaginándola. Pero además añadía, a su misterio de criatura absolutamente teatral y no ya circense sino de algún teatro ilusionista, otros arcanos que la ubicaban fuera de la realidad: el ominoso repulgo de barro en las suelas de sus zapatos de charol, el dedal del mismo barro que enfundaba los tacos altísimos e inverosímiles de bailarina de tango. ¿Es que se había venido caminando desde el lado de la provincia, había cruzado las falsas lomas de la avenida General Paz, hechas un barrizal a causa de la lluvia reciente? También había barro en los borceguíes del viejo. ¿Cómo se comprende que dos artistas, todavía vestidos con al ropa que usan en el escenario, vaguen de noche por suburbios apartados y se metan en un café de mala muerte a tomar anís?
Los jóvenes fantasearon como se dice que deliran quienes han dormido a la luz de la luna. Después dirían qué se habían imaginado: Serapio Gómez, que la muchacha primero había sido seducida y después raptada por el viejo crápula. Enedino Acosta, que ella acababa de matar a un hombre que ahora huía en yunta con su anciano padre. El chiquilín se inventó la historia de que la muchacha era una actriz célebre a la que le habían robado el automóvil, el equipaje y el dinero, lo mismo que a su partenaire, ese viejo que seguro se dedicaba a hacer las presentaciones. Otros los supusieron cantante y pianista, los dos engañados y estafados por algún empresario malandra. Y hasta hubo quien los conjeturó a ella puta y a él macró, probablemente manflor. Sólo los viejos no imaginaron nada: el espectáculo era demasiado enigmático para sus años, de modo que se conformaban con presenciarlo.
Hay que esperar a que transcurra un cuarto de hora. Durante ese cuarto de hora nadie se movió de su sitio, salvo para ir al retrete. El viejo se sirvió de la botella otras dos copitas de anís. La muchacha no había bebido una gota. Pero por ahí el viejo la sermoneó en voz baja y ella hizo asomar una mano larga y fina, resplandeciente de anillos y de uñas esmaltadas de rojo fuego, asió su copita y se la llevó a los labios. Por encima de la copita miraba al viejo con ojos de sonámbula. Tomó una pizca de licor, en seguida otra y luego, de golpe, todo el anís. Después se quitó el zorro de los hombros, lo hizo deslizar a lo largo del cuerpo hasta que le rodeó las caderas. Después se enderezó, se echó hacia atrás y apoyó la espalda en el respaldo de la silla. Le sobresalieron unos pechos nacarados. Se había vuelto muy alta e imponente, y miraba al viejo como desde arriba de un balcón, lo miraba ahora con unos ojos húmedos y maternales. Tenía un hermoso pescuezo, estrangulado por un collar de muchas vueltas que parecía un rosario.
Entonces el viejo, repentinamente entusiasta, se quitó también él el exceso de ropa, esa capa azul que con movimientos cuidadosos colgó del respaldo de la silla. Le vieron una blusa de la misma tela del pantalón, con el cuello volcado y un moño de lazo en la pechera, que le dejaba al descubierto un cogote rojizo y fláccido como el buche de un pavo. Dicen que el anís es dormilón. Al viejo le produjo los efectos contrarios. De golpe parecía alegre y despierto y sin saber qué hacer con un sobrante de energías. Hacía tamborilear los diez dedos sobre la mesa y se sonreía satisfecho como un hombre que ha cerrado un buen negocio. El repique de dedos no le bastó: inclinando los pies hacia abajo hasta rozar el piso de baldosas, inició una especie de zapateo con la punta de los botines. Al chiquilín se le antojó que el viejo tocaba con las manos el teclado de un órgano y que con los pies apretaba los pedales.
Hasta que al fin se acordó de mirar a la concurrencia. Volviéndose medio de costado escrutó uno por uno a todos esos espectadores, que dejaron de jugar y de conversar y le respondieron con una especie de atención intrigada y casi miedosa. Primero el viejo lo estudió con el ceño fruncido y una facha altanera. Después la gran máscara de goma sonrosada se le estiró hacia los bordes y entonces vieron que se sonreía y levantaba las cejas, satisfecho del examen. Y después, brincando sobre la silla, se puso a buscar afanosamente en los bolsillos de la capa. Los espectadores entendieron que por fin la función comenzaba, que lo que el viejo buscaba era algo que les tenía reservado, una cosa que había traído para que ellos la admirasen. Pero por un momento nadie supo qué extraía de uno de los bolsillos. Parecía una cajita, un pequeño estuche. Pensaron en el estuche de una alhaja, en un cofrecito donde guardaría algún objeto de valor. Pero cuando el viejo se enderezó y sacudió en el aire la cajita y se la llevó a la boca, supieron que era una armónica, diminuta como una jaula de grillos.
Fue así como empezó el espectáculo que después ninguno olvidaría. Empezó con un solo de armónica a cargo del viejo. Según quedó demostrado en seguida, el viejo era un maestro de la armónica, una especie de fenómeno de esos que se ven de tanto en tanto y que requieren un viaje al centro de la ciudad y el pago de una entrada. Pero ese fenómeno aceptaba actuar en el café de don Frutos y encima gratis. Nada más que contemplarlo en plena ejecución ponía la piel de gallina. Sentado como estaba, hacía bascular el cuerpo, balanceaba las piernecitas, agitaba los brazos flexionados en el codo, meneaba los hombros y daba terribles cabezazos, y sin embargo el sombrero, milagrosamente sostenido sobre la punta del cráneo, no se le cayó, ni siquiera se le ladeó, quizá gracias a algún truco.
A ratos reforzaba el ritmo de la música con una violenta percusión de los codos sobre la mesa o con un redoble marcial de los borceguíes en las baldosas del piso. Y mientras tanto de la armónica surgían trinos de pájaros, volutas y espirales que se desplegaban en el aire como fuegos de artificio, o bruscas ráfagas enloquecidas que borraban de golpe el dibujo de las espirales para dar paso a acordes ásperos como gruñidos de fieras salvajes y después de una sola notita aguda como una gota de rocío que pende de lo alto de una rama. ¿Cómo es posible que dentro de una cosa tan pequeña se alojen tantos sonidos? Los hombres respiraban lenta y acompasadamente como si durmieran. Tenían la vista, clavada en el viejo, abstracta y dilatada de quienes han ingerido belladona. Ya ni siquiera fumaban: los cigarrillos se consumían por sí solos en el borde de los ceniceros de lata. Y cuando el viejo tocaba el tambor con los codos y la batería con los botines, más de uno hubiese querido desahogar la admiración soltando una carcajada o una palabrota, pero había que permanecer inmóvil y callado, por lo que casi estaban deseando que el viejo terminara cuanto antes.
Pero el viejo no terminaba nunca. Entre tanto la muchacha asistía al concierto de su compañero de mesa, no como un espectador que mira absorto al intérprete mientras con el alma en vilo escucha la música, sino como alguien que espera una señal para entonces intervenir también. De modo que, lo mismo que si aguardase entre bastidores ya a punto de salir al escenario, se arreglaba el pelo, se pasaba la lengua por los labios muy pintados, se ajustaba las sortijas. Su expresión era reconcentrada y pensativa, como si memorizase el texto que en seguida recitaría. Todo esto lo vio el chiquilín: el viejo lo fascinaba, pero más lo fascinaba la muchacha.
Hasta que el virtuoso de la armónica se tragó la cajita. Sí, la cajita le desapareció entre los labios sin dejar de sonar, ahora con una especie de parloteo de loro borracho. Él, con ambas manos, parecía tratar de arrancársela de entre los dientes, de quitarse del interior de la boca aquel animalito vivo que le mordía las encías y le devoraba la lengua. Cuando por fin consiguió pescar la armónica y con el brazo en alto la mostró a la concurrencia (pero, modestamente, no miró a nadie, miró sólo a la muchacha como pidiéndole su aprobación), todos aplaudieron furiosamente, siguieron aplaudiendo durante varios minutos. El viejo no agradeció.
Y de golpe los aplausos se interrumpieron. El viejo se había servido una última copita de anís, la había bebido de un solo sorbo, había soltado una bocanada de aire para aliviarse el ardor y ahora, dando un saltito, caminaba hacia el mostrador, pidió un vaso de agua que don Frutos le sirvió a toda prisa como para reparar un olvido, y lo bebió golosamente. Después enfrentó a ese público que ya esperaba una nueva prueba de magia. Tenía el caucho sudado y fofo. Las patillas de Facundo, humedecidas, se le pegoteaban en las sienes. Debajo de las axilas la tela de la blusa se había oscurecido.
De pie, con sus piernecitas, la cabezota y esa vestimenta estrafalaria que combinaba sedas y lazos femeninos, borceguíes militares y el sombrero de alpinista, el viejo era una de esas figuras que si uno las ve fotografiadas se ríe de lo lindo. Pero ahí, en el café, los hombres lo miraban con una especie de preocupación, como en el circo a los enanos y a los contorsionistas. Ridículo y al mismo tiempo admirable, el viejo invitaba simultáneamente al aplauso y a la burla, y el resultado era un vago malestar.
Vieron que por un rato se dedicaba a revisar la armónica como a un instrumento complicadísimo que necesita ser afinado, ajustado y vigilado después de cada interpretación. Quizá todo fuese una excusa para descansar, o quizá la armónica ocultaba algún mecanismo secreto y por eso sonaba como sonaba. Cuando por fin se la llevó a los labios, lo hizo esta vez con la unción de una beata que besa una medalla bendita. Un hilo de música empezó a surgir del minúsculo acordeón, se elevó en el aire como una lenta serpentina y fue diseñando una curva graciosa sobre las cabezas de los espectadores. Hasta que todos los ojos abandonaron al viejo y corrieron en busca de la muchacha.
La muchacha había comenzado a cantar. Si después juraron que esperaban que cantase y que el giro del espectáculo no los tomó de sorpresa, uno puede creerles y no creerles, pero no hay que dudar de que en ese momento sintieron una emoción muy diferente de la que les había provocado el malabarismo musical del viejo. La muchacha cantaba sin hacer ademanes, la espalda incrustada en el respaldo de la silla y el busto sobresalido con esos pechos que le hervían en el escote. Se miraba la punta de la nariz y sus dedos largos y cargados de anillos jugueteaban con la copita vacía. La voz era un poco ronca, pero dulce y, si esto puede entenderse, bondadosa. En esa voz dulce y bondadosa la ronquera vibraba como un rastro de llanto, tenía el timbre de la congoja. Sólo que la muchacha usaba un idioma extrañísimo y salvaje, un italiano pasado por el desvarío del dolor y vuelto irreconocible.
A veces una sola vocal se arrastraba largo rato hasta ocupar todo el sitio de una frase, de la que conservaba las modulaciones. O varias consonantes se fundían en una sola. O de golpe la muchacha pronunciaba dos vocales al mismo tiempo, más bien una vocal intermedia entre la i y la u y en ese intersticio se le quedaba atrapada la voz hasta que conseguía zafarse y seguir adelante. Pero la melodía era tan bella, era tan triste y también tan apasionada, llegaba tan resueltamente al entendimiento del corazón que no se precisaba más para saber que la muchacha narraba una historia de amores contrariados. Y casi resultaba preferible que la cantase en aquel bárbaro idioma, porque así sólo se impregnaba del poder alucinatorio en el que siempre está embebida la música y que a menudo las palabras echan a perder.
Los hombres estaban inmóviles y callados, pero como está inmóvil y callado ese adolescente que una noche de primavera se aparta de sus amigos y va a sentarse en el banco de una plaza y permanece ahí horas enteras, solitario y como mortificado, y es porque ha sentido la nostalgia del mundo. Los jóvenes, en el café, seguían agrupados alrededor de las mesas, vueltos todos hacia la muchacha, pero se habían recogido dentro de su propia intimidad y desde ahí oían el canto y padecían la añoranza del mundo. No experimentaban admiración por el arte vocal de la mujer. Tampoco tuvieron un pensamiento que se relacionara con el sexo. Se replegaron dentro de sí mismos y en esa soledad cada uno saboreó por separado el mismo tierno sufrimiento, una melancolía intensa y difusa, la nostalgia de un mundo vasto y remoto que tal vez nunca conocerían y que sin embargo los esperaba con los amores trágicos y las aventuras dramáticas que narraba la muchacha, venida desde aquella lejanía para cantar su canción y después, probablemente, desaparecer dejándoles su recuerdo como una herida.
También los hombres maduros, también los viejos sintieron aquella punzada. Era gente sencilla y humilde a la que nunca le había ocurrido nada extraordinario. Pero quién es el hombre que no oculta, en el secreto de su corazón, un recuerdo que se mantiene allí sepulto durante años y años hasta que un día, porque se escucha una música, porque se huele un perfume o se paladea un sabor, aquel recuerdo despierta como una hemorragia y no es el recuerdo de ninguna cosa en particular, de un rostro, de un patio, o de un amor, de un dolor, de una fiesta, sino sólo el recuerdo de uno mismo cuando era joven y era bueno y nadie había muerto todavía y la vida prometía esas aventuras que ahora la muchacha cantaba para ellos, para lo que ellos habían sido treinta o cuarenta años atrás.
Es probable que la muchacha haya cantado más de una canción, salvo que cantase una sola pero larguísima, con variaciones, también con intervalos a cargo de la armónica. Poco a poco fue abandonando su actitud hierática, pasó a los ademanes de desesperación y a los gestos de dolor. Extendía un brazo hacia adelante para apostrofar a algún ingrato, o cerraba el puño y se golpeaba el seno donde el tumulto del corazón la amenazaba con volarle los pechos nacarados. Gemía, imploraba, lanzaba acusaciones y reproches. A ratos parecía hablar para sí misma, en un soliloquio de pobre mujer que perdió la razón y balbucea disparates. La historia que contaba no consistía en dos o tres cuitas quejumbrosas, sino que era todo un repertorio de desdichas. Y si bien nadie entendía una palabra, se podía seguir la procesión de los sentimientos a través de la melodía y de la mímica. Ahora la muchacha cerraba los ojos, se sonreía en una especie de éxtasis, evocaba algún hermoso recuerdo, alguna pasada y perdida felicidad, y a continuación volvía al acerbo presente, sacudía el pelo, se tomaba un mechón con la mano crispada, quería clavarse las uñas filosas en la mejilla arrebatada de colorete.
¿Todo aquello era pura ficción, arte puro? No, la muchacha narraba su propia historia. Por eso había entrado en el café con aquella máscara apática y doliente. Pero ahora, llevada por la música, desahogaba su fogoso temperamento y se transformaba en esa criatura toda trémula de pasión. Entre tanto el viejo seguía extrayendo de la armónica la cinta sonora que se modificaba continuamente y que, cosa curiosa, no se plegaba a los altibajos del canto sino que permanecía todo el tiempo impávida y serena, acaso para no echar más leña al fuego o para reconfortar a la mártir, para ofrecerle un consuelo que ella de todos modos rechazaba. El viejo ni siquiera repetía las terribles contorsiones de solista. Ahora miraba humildemente el piso y sólo se permitía el discreto aleteo de antebrazos y el acompasado chupamiento de hombros sin los cuales es imposible dominar una armónica. No querría que sus habilidades de virtuoso eclipsaran a la muchacha. Pero los borceguíes, abiertos en ángulo recto y con los talones juntos, le daban un aire marcial, y como además tenía el sombrero puesto, conservaba su papel de impecable director del espectáculo.
Hasta que, cuando ya era la una de la madrugada, la función terminó. Con un sollozo gutural la muchacha dejó de cantar. El viejo hizo subir la serpentina de la música hasta una notita muy aguda y en seguida la cortó como con una tijera. Por unos segundos nadie aplaudió. Desde hacía un rato don Frutos no estaba solo detrás del mostrador: lo acompañaba su mujer. Atraída por la música de la armónica y después por el canto, se había levantado de la cama y había venido a ver qué sucedía. Acodados sobre el mostrador como sobre un reclinatorio, ambos escucharon la infinita canción de la muchacha, cariacontecidos lo mismo que si recibiesen una larga confidencia dolorosa. Pero cuando la muchacha se calló y el viejo se quitó de los labios la armónica, los dos se incorporaron en el reclinatorio, por las dudas esperaron unos segundos y después, sin deshacer el semblante apesadumbrado, los aplaudieron con energía como para demostrarles su solidaridad en la desgracia, un poco de compasión, el deseo de levantarles el ánimo. Después miraron a los clientes para exhortarlos a hacer otro tanto. Los hombres aplaudieron tibiamente, no porque no les hubiese gustado el número de la muchacha ni porque aplaudir a una mujer fuese una mariconería, sino porque un aplauso, después de lo que habían sentido en el secreto de sus almas, era una irreverencia.
La muchacha se desentendió de lo que pasaba a su alrededor. Retomando la postura resignada o indiferente del comienzo, otra vez arqueó el espinazo, otra vez se dedicó a mirar la copita vacía como si tratase de adivinar qué era. Luego, con un suspiro fatigado, se colocó el zorro sobre los hombros y pareció lista para partir. En cambio el viejo doblaba reverencias a derecha e izquierda y cuando los aplausos cesaron se arrancó el sombrero de un manotazo, descubriendo la última de sus ridiculeces: fuera de las patillas no tenía un pelo más en ese cráneo lustroso. Con el sombrero en una mano y la armónica en la otra mano empezó a caminar entre las mesas. Mantenía los ojos bajos y una expresión engreída y al mismo tiempo risueña, como si eso que ahora hacía fuese el pago de una prenda que le habían impuesto con trampas y a la que él se sometía por pura educación. Cada vez que una moneda o un billete caía dentro del sombrero, canturreaba un ¡gracias! enfático, un poco irónico o desafiante con el que parecía poner en claro que recibir ese dinero formaba parte de la jugarreta.
Después que recorrió todo el salón pasó delante del mostrador sin detenerse (tampoco don Frutos o la mujer hicieron algún ademán para atajarlo, malhumorados los dos porque ahí se iba el dinero de los cafés), fue a sentarse en su silla, apartó la botella de anís y las copitas, volcó el contenido del sombrero sobre la mesa, contó los billetes y las monedas con la prestidigitación experta de un cajero de Banco, los guardó en un profundo bolsillo del pantalón, se encasquetó el sombrerito, descolgó del respaldo de la silla la capa azul, se la colocó con movimientos teatrales y prolijos y dando un salto se puso de pie.
Volviéndose hacia don Frutos preguntó:
—¿Permite?
Y sin esperar contestación se apoderó de la botella y caminó hacia la salida con la botella entre las manos como un sacerdote que portase el viático. La muchacha ya se había levantado y lo seguía dócilmente. No miraron a nadie. No saludaron a nadie. Unos segundos después habían desaparecido y de aquel espectáculo sólo quedaba, al pie del mostrador y debajo de la mesa arrinconada contra la pared del fondo, un poco de barro, como un montoncito de excrementos.
El hombre que espía desde la vereda ve que en el salón hay tres parejitas amarteladas, un soldado dormido. Detrás del mostrador un viejo mira el aparato de televisión ubicado a cierta altura contra la pared del fondo. El hombre que espía se aparta por fin del ventanal, se dirige hacia su automóvil. En ese momento lo distrae el paso de un tren japonés, amarillo y naranja, que corre con todas sus luces encendidas. Entonces el hombre recuerda que durante el espectáculo que ofrecieron el viejo y la muchacha él había estado tan abstraído que ni una sola vez oyó el otro bochinche, el que treinta y dos años atrás hacían los tranvías Lacroze cuando traqueteaban por esos mismos rieles.
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