jueves, 3 de marzo de 2011

En busca del tiempo perdido
















“Y de pronto se me ha aparecido el recuerdo. Ese sabor era el del trocito de magdalena que el domingo por la mañana, mi tía me ofrecía después de haberlo mojado en su infusión de té...cuando no subsiste nada de un pasado antiguo: después de la muerte de los seres, después de la destrucción de las cosas, solos, más débiles pero más vivaces, el olor y el sabor siguen durante mucho tiempo, como espíritus, recordando, esperando, sobre la ruina de todo el resto, soportando sin doblegarse, sobre su gotita casi impalpable, el inmenso edificio del recuerdo..”
Marcel Proust “En busca del tiempo perdido”.








Lo primero que oí sobre juzgados fueron los cuentos de mí Papá sobre el Juzgado de Paz de la calle Belgrano donde él habla entrado a trabajar en 1945.
Eran personajes e historias como mitológicos. Conocidos esos compañeros a quienes él evocaba, no parecían tener con la evocación, mas que un lazo tenue e imaginario.
En esa época mi papá no podía festejar su cumpleaños, que caía el mismo día de la muerte de Eva Perón. El ordenanza iba a los actos a controlar que todos fueran llevando el luto, aunque le concedía que festejase en su casa, con la ventana cerrada. Mi mamá tuvo que afiliarse al partido para trabajar de mucama un verano.
Luego trabajó en los Juzgados civiles, en la Villa Paz donde funcionaron desde 1955 hasta 1970: allí conocí a su jefe, en 1959, un escribano con nombre de pájaro a quien en mis cuatro años llamé por el apodo que le daba mi papá.
Había despachos en los baños, expedientes en las bañaderas y un juez con un despacho en una Sala China -nadie podía decirme que años después seria mi suegro-. En 1962 pasó al Tribunal de Menores donde yo iba siendo chico. Impresionaba la gente desfilando en la casa vieja con goteras. Un hombre mató a su esposa una tarde, en el patio, de tres tiros.
Fui practicante en los tribunales de provincia -un Juzgado Civil- hasta que entré al Federal en 1974, cuando se abrió. En ese entonces pensaba que había sido una suerte porque pese a haber hecho el curso en la escuela de capacitación: en provincia nombraban a cualquiera.
Igual que la colonización de Australia, parecía que en la nave de los condenados habían embarcado a ex presidiarios para darles una oportunidad más. La mujer fatal de la secretaria penal tenía en el pecho un prendedor que decía “beer”. La otra que tiene, le preguntó alguien.
El día que fui a anotarme había un oficial primero que vestido con un sobretodo negro escribía en una mesita. En la pared había una alfombra enrrollada.
Los oficiales primeros eran como dinosaurios a punto de entrar al museo pero que no se deciden a dar ese último paso. Con un corpus de muletillas, mañas y métodos de averiguación, como por ejemplo decirle a un cartero imputado de violación de correspondencia que de las cartas quemadas podía leerse el contenido -había sólo una cosa más absurda que decir eso: creérselo-.
­El Juzgado tenía algo pueblerino que fue desapareciendo, pero por debajo, las reglas siempre fueron las mismas.
Eran tiempos de la “lucha contra la subversión”, los porros de marihuana y los ravioles.
Luego vino la dictadura militar con sus hábeas corpus sistemáticamente desestimados mientras jueces y funcionarios iban a Europa y Miami o conseguían entradas para el Mundial en el recién inaugurado estadio.
En Mar del plata se obligó -en un tiempo exiguo y perentorio- a obtener la ciudadanía por ejemplo a los viejos músicos de la banda y de la sinfónica –no importaba la música que hacían, sino la nacionalidad que debían elegir-. A los chilenos obligados a nacionalizarse les decían en el consulado que eran traidores a la patria y que cuando ganaran la guerra -que era inminente- los pondrían prisioneros en el estadio-.
El mundo se dividía en patriotas y subversivos.
Habla infinidad de formularios de orden de allanamiento que sólo se usaban de borrador para escribir en el reverso.
En 1983 vino la llamada democracia: todo se multiplicaba pero sobre la misma estructura y usando los mismos criterios por parte de los mismos jueces y había que cuidarse de los mismos militares que estaban pero en otros cargos.
­Ese año tuve que ascender a notificador para no truncar mi carrera pero apenas ascendí -tras cinco negativas fundadas- la Cámara cambió su criterio de la carrera judicial y todos siguieron ascendiendo.
Por suerte dios es argentino y volví al Juzgado.
De la notificación puedo decir que me hizo conocer a los litigantes cara a cara; me demostró que si se sale de un circuito es difícil volver por más que no hayamos deseado salir. Se quemo mi auto notificando, me mordió un perro, me caí de la moto y me aficioné a la bicicleta.
Cuando volví a la secretaría penal -en 1986- sin embargo sentí que nunca me había ido. Seguía cumpliéndose sin embargo la multiplicación de causas. A las nuevas, se sumaban las de los años 70, en pre archivo en pilas que juntaban pulgas y arañas. Una vez se tomaron exámenes de aspirantes -era necesario mantener las apariencias- y se presentaron cientos de personas: era el relevamiento de una sociedad diferente, subempleada, destinada a ser absorbida, a que sus discursos debieran amoldarse.
De un poco antes de esa época eran las causas de los derechos humanos. Nadie sabia muy bien qué hacer con ellas. Se les daba trámite, por supuesto, citando y citando a testigos. Coincidían con aquellos viejos hábeas corpus archivados diez años antes luego de librar dos o tres oficios. Los testigos, en los delitos de significación social y moral, son los únicos a quienes realmente se les pregunta. No para saber la verdad sino para construir con partes de esa verdad, otra más aceptable.
El resto es historia.
El juzgado era, en aquellos días, como una película de Almodóvar: secretarías funcionando en el mismo lugar, personajes como Gloria Swanson en “El ocaso de una Estrella” en medio de historias de desaparecidos, robos de línea telefónica y tenedores de porros.
Nunca llegaba tarde, no faltaba: acabada mi carrera ya no pedía licencia por examen. Pero en abril de 1987 coincidieron la presentación -en la Feria del Libro- de mi primera novela, que había ganado un concurso, con la cremación de los restos de mi madre. Necesitaba un día más de los dos previstos mensualmente por motivos particulares. Entonces me fue negado el de la cremación aduciendo el Juez que podía volver al trabajo luego de la “diligencia”. Le contesté que puesto que madre hay una sola cremación de madre y presentación de libro difícilmente volvieran a coincidir -sin saber entonces que publicar sería mas difícil que tener dos madres-.
Las personas que han tenido la fortuna de sufrir menos y que por ciertos azares, adquieren una dosis de poder, tienen ante la vida y el sufrimiento de los demás una actitud de insensibilidad y soberbia que parece salir de ese mismo poder, como si todo fuese eterno -y casi lo es para ellos porque no han sufrido- y les perteneciese. Ese día, luego de una experiencia imposible de poner en palabras, sólo vagué por la ciudad como un extraño y, menos de ciertas frases antiguas, ruidos e imágenes de ese día, perdí la conciencia de todo lo demás.
Nadie se pregunta por todo lo que nos queda por ejemplo en esa presión de los turnos y los detenidos. Pero basta que algo escape de la letra de un reglamento para que la puerta que se abre para unos se cierre para otros.
Por más detallada, la crónica de aquellos años siempre seria incompleta.
Pero faltaba lo peor.

Los Ángeles al desnudo
De pronto llega el momento en que, inesperadamente, algo nos coloca en la trastienda, en ese espacio donde se revelan los secretos y desde donde, de un modo u otro, ya no se puede volver.
Las cosas nunca serán iguales.
En 1994 dejé la primera instancia y entré a un cuerpo colegiado, donde en 1997, descubrí que faltaba dinero secuestrado en expedientes. Primero fue uno, luego otro y luego otro. Por más que buscaba en los efectos de otras causas, el dinero no aparecía.
Era dinero que no debería haber estado allí. Su custodia correspondía al secretario, pero pese a todo, pese a que los otros tenían acceso al material, fui suspendido.
Sucedió un jueves.
Fue una sensación imposible de poner en palabras, lo que se debe sentir en un naufragio, o por ejemplo, en otra escala, lo que pudo sentir Dreyfus cuando lo acusaban de traicionar al ejército en el que había servido toda su vida.
Una red de amistades y fidelidades empezó a funcionar, una red de carreras con personas interesadas en cargos, que no podían verse responsabilizadas por nada al precio de perder esos cargos. Todos tenían algún vínculo.
Aquel jueves, cuando me lo dijeron, al par que no entendía la utilidad de una suspensión preventiva dictada para recolectar una prueba que ya existía, tuve una visión que me perseguirá siempre.
Sentí que me habían colocado en un mecanismo, inmutable, lento, frío y rechinante.
Era no lo que se suponía que había hecho –la sensación kafkiana de que nos constituyan responsables de un hecho inexistente-, sino lo que me hacían. Sentí que esa situación duraría años, que no importaría lo que dijese, que nada podría conmover a ese mecanismo que además, ignoraba la historia.
Se abrió un sumario y se nombro a un instructor.
Era un camarista –ahora retirado- que había sido abogado de sindicatos. Todos le temían.
Fue famoso. No porque hubiera escrito o publicado libros, sino por las cosas que decía a las empleadas, por el dinero que gastaba, por cómo actuaba como juez y por la galería de proezas que se adjudicaba en la más antigua actividad existente entre el hombre y la mujer .
Rápidamente, muchos de aquellos con los que había trabajado por años, se excusaron y las corridas fueron tantas que todos optaron por la sana actitud de no hacer nada para ver qué sucedía.
Muchos de mis viejos compañeros, me llamaban.

Las cosas que pasaron son tantas, tan extensas, tan variadas, tan perturbadoras, tan sin regreso, nos han invadido de un modo tal y sucedieron durante tanto tiempo, que no pueden ser resumidas.
Sí puedo rescatar algunas sensaciones, mientras pienso en un tapiz del siglo XVI que vimos en la Granja Real de San Ildefonso y cuyo título era “El triunfo del tiempo y la verdad”, una variación del tema medieval de la verdad, que a la larga, triunfa.
Primero fue despertarse, día tras día, en medio de ese mar sin fondo, flotando a la deriva. El encargarme de las cosas de la casa, atender a mis hijos –que tenían cinco y dos años-, responder sus preguntas, luego de haber trabajado siempre, todas las mañanas, desde 1974.
Recuerdo esos otros padres a la salida de la Escuela, yendo a buscar a sus hijos, saliendo de sus trabajos, recuerdo a los vecinos, los compañeros, verme en esas horas de forzosa inactividad y me recuerdo haciendo presentaciones y presentaciones, con tantos argumentos que me tranquilizaba el leer las cosas puestas así. Recuerdo el presentarlas, una tras otra y el transcurrir de los meses sin que fueran atendidas. Y recuerdo el pánico al teléfono y su contestador, a la novedad, al siguiente día...
El día antes de la suspensión me llaman para pedirme un currículum. Es por un premio que recibiré. Días antes de una junta médica, un año después, recibiré otro. Cúanto los hubiera disfrutado de estar en otra situación.
Sesenta días se puede estar suspendido, pero yo lo estuve siete meses y durante tres, sin sueldo, sin que mis presentaciones fuesen escuchadas y sin que nada avanzara, después, las cosas comenzaron a virar –una medida disciplinaria facultativa, más poderosa que el derecho al trabajo, el acceso a la salud, el cuidado de los niños...-. Empezaron a virar, pero, a no engañarse, siempre que las cosas cambian es por la extraña ecuación mental de alguien que no es malo, sino que es el mal. Alguian a quien todos respetan que es como decir que le temen. Temor y respeto son lo mismo. Hacen las veces de la virtud y del amor y se confunden con ellas.

También recuerdo cuando me enviaban de nuevo a aquel lugar, a pedido de sus autoridades –las sorpresas irrumpían en los momentos más inesperados, dando a las cosas el carácter de una eterna acechanza-, y el informe de mi terapeuta sobre el daño que acarrearía semejante cambio y más que nada ¿Cómo podría olvidar la junta médica a la que tuve que ir?.
En esa época trabajaba en la biblioteca.
No fue tanto las dos materias que perdí en esas semanas en que tuve que viajar a Buenos Aires, tres veces en un mes, en plena época de exámenes : fue conocer ese lugar.


Es un edificio de arquitectura fascista, con grandes y descoloridos murales cantando al progreso.
Es como aquellos hospitales construidos en el furor de algún gran programa de bienestar luego olvidado, y, más lejanamente, que al Estado en realidad, nunca le había interesado ese bienestar al que sólo rememoran esos antiguos símbolos. Ahora, de aquel proyecto, sobrevive un descascarado recuerdo: enormes pasillos, atestados y lentos ascensores crujientes con puertas herméticas y baños con las ventanas rotas.
En el enorme hall late un mundillo que me es completamente ajeno: litigantes, abogados, gente que trabaja allí pero yo no trabajo allí, me han sacado de la biblioteca que, luego de trece años de Prosecretario, es mi parcela de desarraigo y me encuentro ajeno. Es horario de trabajo, pero yo estoy allí, compareciendo ante unos médicos.
Me viene a la memoria cuando de Oñati me invitaron a un workshop sobre migración y la ponencia que hice –confiando que en los meses que faltaban, algo se resolvería, algo que, pese a los meses transcurridos, no se resolvió, y yo no pude ir-, en medio de esa marea, como para encontrar una raíz donde asirme.
Que sensaciones contrapuestas, que mientras del País Vasco, donde mi historia realmente comenzó, me invitaran precisamente a un workshop sobre migración y que, al par que podía hacer mi ponencia, era un descastado y aquel que debería encontrarse en mi lugar era promovido a juez....pero eso ya sucedió y ya se perdió en alguno de aquellos abismos del bosque wagneriano donde aún se libra una batalla silenciosa que dura cuatro años de indefinición, mientras un tratado consagra el derecho a un pronunciamiento judicial rápido....
En esa atmósfera sacada de Brasil, la película de Terry Killian, encuentro finalmente el lugar.
Se trata del más lejano de los pasillos, en uno de los últimos y menos concurridos de los pisos. Hay una inquietante calma a comparación del escenario bullente que late más abajo. Como adormiladas, varias personas parecen rezar en unos banquitos de madera y alguien está sentado en un sillón de dentista que, insólitamente, aparece como plantado en medio del pasillo.
Pensaba que lo había visto todo pero no, me doy cuenta de que ese escanio es lo más bajo, que en el poder judicial no debe haber nada más subterráneo –pese a estar en un piso más alto que el resto, y que esta contradicción de un abismo en el punto más alto, lo hace todo aun más fantástico- que este escenario surrealista que es una parte de mi propia pesadilla, aquella de la que no puedo despertar a fuerza de argumentos ni a fuerza de sufrimientos ni a fuerza de tiempo que pasa y pasa.
Tres idas en insomnes trenes y ansiosos colectivos, mañanas y tardes de vagar en el edificio surrealista desde cuyas entrañas emergen fantasmales empleados.

Ellos eran como debe haber sido el politburó, o los miembros del comité de actividades anti norteamericanas que en las viejas películas, repiten obstinadamente a gritos las mismas preguntas sin oír las mismas respuestas, con aquel poder de señalar a una persona que perdería su trabajo, o sus privilegios, o como yo, su tranquilidad.
Si hubiéramos hablado distintos idiomas, la diferencia no hubiera sido mayor. Habituados a “pacientes” –qué oscuras razones constituirían a unos en pacientes y a otros en examinadores- que no podían volver a trabajar, no comprendían que yo estuviese trabajando ni las razones por las que no podía regresar al tribunal.
Les cuento, no me escuchan; les presento papeles, no los reciben; les hablo de mi médico, uno de ellos se ríe; les digo que soy piloto, que estuve ocho meses sin volar, me ignoran. A la larga determinarán que puedo volver pero impugnaré el dictamen de estos “agentes de la salud”.
Una mujer de ojos inflamados llora emocionada porque le han prorrogado la licencia por depresión.
Aquel limbo donde vagaban penitentes, fue un inesperado potro de tortura que era también ciego, porque mientras se consagraba la impunidad me obligaban a ver las manchas de Roschach, a contar mi vida, a dibujar un árbol, una casa y una figura y a construir una historia (qué fácil hubiera sido sencillamente investigar).
Y también recuerdo que las citaciones, invariablemente, sobrevenían en época de exámenes o de proyectos o de viajes. Luego de años de impasse, volvieron a la carga los nuevos fiscales que, ellos sí, comenzaban a investigar para otros lados.
Trabajaba en un seminario sobre Marco Denevi, armaba mi ponencia y de pronto me volvían a citar, en medio del seminario que coordinaba, a una nueva declaración y deberían resolver justo el día de nuestra partida, sólo que ninguna notificación llegó y debimos vivir así el viaje, las navidades, el fin de año, con una incertidumbre que sólo se aclaró después –las citaciones sólo son urgente cuando nos convocan para esa galería de diligencias serias y únicas, como por ejemplo responder al delito de enviar una nota al Procurador general, y son lentas, lentísimas, a la hora de notificarnos algo bueno-.
El juzgado era el mismo y era otro. Aquella escalera, las paredes grises, los lugares por los que anduve años y años y que ahora me recibían con desdeñosa indiferencia, poblados de nuevas caras. Rostros conocidos y rostros nuevos que, democráticamente, me trataban como a un preso. Mi historia, mis tardes, mis mañanas y mis turnos, ya estaban olvidados.
Pienso en Dreyfus purgando –sólo por ser dedicado, hablar idiomas, y además ser judío- las culpas de Esterhazy, que fue absuelto, pese a que el alto mando del Ejército sabía la verdad; en Picquart, que descubrió a Esterhazy y a quien se arrestó y se le ordenó callar, en Esterhazy, finalmente suicidándose, en Emìle Zola, condenado por injurias por desenmascarar al Ejército.
Pienso en Nixon acusando a Alger His, que perdió su carrera y su trabajo en el Departamento de Estado, que fue encarcelado durante cinco años, entre 1950 y 1955 –en la caza de brujas que dio lugar al Maccarthysmo-, para acabar el propio Nixon, veinticinco años más tarde, renunciando a la presidencia por espionaje. O al fiscal que “investigó” a Preston Tucker – a quien absolvieron pero cuya corporación fue acabada- y que en 1973 fue el primer magistrado preso por fraude bursátil.
Siempre el triunfo de la verdad, pero antes, una vida destruida.
Así también, la verdad, lenta y tenuemente, alcanzó a mis perseguidores, aquel que llegó a juez, aquel fiscal cuestionado por su actuación en la época de la dictadura...aunque no tuvieron que pagar un precio tan alto como el mío.


­Era después del peronismo, la dictadura y la democracia, esa otra nueva cara, un modelo diferente del Judicial en la sociedad caníbal –que curioso, Zola llamó caníbales a quienes lo condenaron por injurias: qué poco cambian las cosas en apenas cien años- y como los que antes habían tenido un porro o habían tocado en la sinfónica o eran chilenos, yo me había convertido en una víctima más.
Desde antes sí, pero más que nada desde entonces, se hizo carne en mí algo que hemos charlado con Elías Neuman: que en esa mesa infernal del edificio del castigo, lo más sincero son los presos.
Ahora trabajo en la Oficina de Jurisprudencia de la Cámara Federal –un nuevo espacio ganado desde la negación y la nada-: desde el lugar de la informática, de la circulación del conocimiento y de la elaboración, he podido completar un sentido, abrir un campo de intereses nuevo, y pensar, que no es fácil pensar en estos contextos. Lo demás, está en estas páginas.

Recuerdo aquel día en que el oficial primero me anotó en su mesita. Entiendo que estaba en el lugar equivocado, pero ya es tarde: igual que el poema, no nos ha unido el amor sino el espanto.
Quiero recordar a dos compañeros: Mercedes Pando -1955.1982- y Alberto Sordelli -1960.1998- .
Yo pude, ellos no.
El sistema estuvo impreso en sus vidas y en sus muertes.
Recordarlos y decirles silenciosamente que un mundo de rocío es un mundo de rocío, pero quizás, quizás...

Todo esto, sin embargo no fue nada ante lo que vendría después.










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