miércoles, 1 de febrero de 2023

Reproches a Luisilda por haber salido en 1945 sin anteojos (1956), capítulo del libro de ensayos sobre Marco Denevi


 

III. La consolidación y ramificación de una tópica

III. I Reproches a Luisilda por haber salido en 1945 sin anteojos (1956);

Primero de los títulos de volumen 1 de cuentos de las obras completas[1] editadas por Corregidor (1984)[2], es también fundacional en muchos aspectos de su narrativa.

III. I a El cuento es clave para la obra de Marco Denevi en el plano de lo formal, en la constitución de uno de sus motivos esenciales: la tentativa frustrada por superar el cerco de la soledad, y el manejo de la escritura que cumple una función paradojal: desaparece y al mismo tiempo es lo más importante.

Desaparece porque el mecanismo de la intriga nos lleva a reparar más en la acción que en la escritura y es lo más importante por el modo de plasmar la distorsión y restricción de las sensaciones visuales que son una de las claves del texto.

También es paradigmático en el manejo de la forma cuento. Veremos las razones.

 

III. I b Lo más saliente es que el cuento abre con la voz de un narrador con en segunda persona (recurso que habrá de utilizar nuevamente en Un pequeño Café); no obstante, la gran diferencia es que éste no se limita a narrar la historia sino que se erige en una instancia de permanente interpelación al personaje, constituyéndolo como como un personaje careciente.

Podemos decir que se trata de un narrador con porque no tiene acceso a la interioridad del personaje, sino que se limita a verlo desde afuera y a subrayar todo aquello por lo cual su estado de angustia se manifiesta.

El narrador, entonces, no está destinado a comprender ni a abrir un espacio para la empatía con el personaje, sino que permanentemente lo dirige,  regaña y  disminuye.

El narrador de Luisilda es hostil hacia ella; tanto así que la primera palabra es precisamente reproches, como si hubiera hecho algo malo, facultándose a sí mismo para juzgarla. Esta que parece una cuestión sólo formal es mucho más que eso.

Asistimos de este modo a una suerte de desdoblamiento: la actitud del narrador es una pero la del lector es otra. Estamos ante un narrador que suscita algo por oposición. El efecto del cuento es precisamente ese: la angustiosa espera de que suceda algo que reivindique a Luisilda y le permita salir del cerco que el narrador no hace más que evidenciar y reforzar todo el tiempo y que, como lectores, deseamos que pueda romper.

            La función central del narrador es la de mostrar negando, la de constituir el no como único rumbo posible. El presente que muestra es uno de antemano clausurado. Su llave son unos anteojos a los que el personaje se propone renunciar porque es preferible la vaguedad de las formas, único modo en que algo parece posible. Vaguedad-posibilidad se opone a nitidez- soledad. Los dos pares del cuento que, como fuerzas, luchan por imponer algo sin forma, pura sensación: el perfume, el brazo que la ciñe, el cuerpo.

            Ella es acepada “a prueba” dentro de un ámbito incierto de formas –porque el personaje del joven que la invita ignora que usa “anteojos de solterona”-, uno que es estrecho y del cual no puede salir pero tampoco manejarse.

            Esta narración se articula en cuatro núcleos.

            Veamos.

 

III. I. c Luisilda ha ido a un baile y conocido a un joven con el cual bailó y que luego le dio cita en la Confitería del Molino. Como él la conoció con un antifaz que al quitarse reveló la belleza de sus ojos, ante el temor del rechazo, decidió salir hacia la cita sin sus anteojos, sin los cuales ve nada más que formas borrosas.

  

Pero por Dios, Luisilda, cómo va a salir sin anteojos. Ya se lo dijo su madre y ahora se lo digo yo y se lo diría cualquiera que tenga dos dedos de frente. Dejemos mientras camine por la calle, a pleno sol: la luz del sol le corrige el defecto de la vista, ya estoy enterado. Pero después, cuando tome el subterráneo, ¿no tiene miedo de tropezar, de caerse? ¿Y cómo se las arreglará en la confitería, en una confitería a la que va por primera vez? De todos modos él se dará cuenta, así que no sé qué gana cometiendo esta locura.

(Marco Denevi. Obras Completas 2. Cuentos volumen 1, “Reproches a Luisilda por haber salido en 1945 sin anteojos”, Corregidor, Buenos Aires, 1983, pág. 33)

 

            La primera operación del narrador es confundir su naturaleza con la de un personaje (“ya se lo dijo su madre y ahora se lo digo yo”) estableciendo la convención de que se trata de una voz que Luisilda puede escuchar. Es decir, que el personaje habrá de escuchar al narrador y hacerse eco de sus reproches, que no hará más que reafirmarla en su condición de careciente (de afecto, de agudeza visual, de compañía).

            ¿Quién es entonces este narrador establecido por la convención literaria de que el personaje habrá de estar escuchándolo? ¿Por qué el autor no eligió otro narrador posible?

            En las respuestas a estas preguntas reside gran parte del efecto del cuento: un narrador en primera o tercera persona se hubiera limitado a dar cuenta de los hechos pero uno de naturaleza más ambigua y fuertemente activa puede hacer dos cosas: potenciar el efecto de frustración y “empequeñecer” al personaje.

            En el plano de lo formal el narrador comienza a contar la historia a medida que establece la naturaleza del personaje: sabemos que Luisilda acude a una cita en la cual será esencial la actitud del otro, del joven entrevisto confusamente, ya que ella no podrá distinguirlo.

            Hay un primer núcleo introductorio donde se producen las operaciones iniciales: el reproche del narrador y la salida de Luisilda, podemos llamarlo el núcleo constitutivo.

            III. I. d El narrador despliega luego el segundo núcleo de la narración (baile/encuentro con el joven/invitación) y va presentándolo en un orden inverso, lo dosifica como algo que los lectores iremos armando:

 

No sea cabeza dura, Luisilda. Si él la quiere de veras, la querrá también con anteojos. Y si no la quiere con anteojos es porque no la quiere.

(Reproches a Luisilda por haber salido en 1945 sin anteojos, pág. 33)

 

            Esta, que parece una observación más, es sin embargo muy importante: el solitario sólo puede vincularse con los demás por medio de una situación falsa (lo vemos por ejemplo en Un Pequeño Café).

            Este primer núcleo es constitutivo de la narración: como primera medida establece la primacía de signo negativo, lo que no se es, la carencia (“se lo digo yo…”) y también la primacía de la acción: como es planteada ya desde el comienzo el narrador necesita intercalar –por medio de al menos dos recapitulaciones- los pasajes explicativos y las circunstancias que la determinan.

            Comienza con la salida de Luisilda sin anteojos, en el presente de la narración y, plantea las razones de ello:

 

Hágame caso, llévelos  por lo menos dentro de la cartera o en el bolsillo, por las dudas. ¿No? Y por qué no, veamos. Porque tiene miedo de que, a la primera dificultad, se los ponga y no se atreva a quitárselos. Además, ha notado que cuando se quita los anteojos luego de un rato de tenerlos puestos, la mirada se le vuelve fea, se le hinchan los párpados, está horrible. En cambio así, sin los anteojos, desde el primer momento, se conserva linda. Que idea. No pienso discutir eso con usted.  

(Reproches a Luisilda por haber salido en 1945 sin anteojos, pág.33)

 

            El narrador debe suministrar una explicación al lector acerca de las razones de Luisilda, que él parece adivinar o escuchar de ella, con lo cual la potestad de la voz narrativa se despliega siempre en referencias negativas.

            Luego del presente introductorio del primer núcleo el narrador nos ubica en un tiempo pasado que se extenderá hasta el comienzo del tercer núcleo en presente.

            Necesita explicar los momentos anteriores a la cita.

Igual que en Ceremonia Secreta, el narrador nos instala en el carnaval, momento en que los controles de la vida habitual ceden, se camuflan, dejan su paso a algo más que es inhabitual y a lo cual no se podría tener acceso en circunstancias normales.

            El carnaval sirve, como acertadamente lo señala su biógrafo Juan José Delaney,  a un motivo central de Denevi: la sustitución de identidades, que en este caso se limita a la apariencia, a la belleza y la espontaneidad que surgen precisamente cuando ceden los controles.

 

La culpa la tuvieron sus amigas. También, la ocurrencia de ir las cuatro disfrazadas de lo mismo y para colmo con antifaces…Debió de hacerles comprender que usted no podía usar antifaz ¿Cómo iba a colocarse el antifaz? ¿Encima de los anteojos? Muy linda iba a quedar. ¿O primero el antifaz y arriba  los anteojos? Mejor todavía. Usted no protestó y ahora está pagando las consecuencias. Se lo tiene merecido por débil.

(Reproches a Luisilda por haber salido en 1945 sin anteojos, pág.34)

 

            Varias son las funciones del narrador en la secuencia: la más evidente  es el suministrar la explicación acerca de las razones de estar sin anteojos. La otra es la de transitar desde el sentido, desarrollo e interrogantes de la historia –código hermenéutico- al movimiento, lo que constituye el uso del movimiento tendiente a una acción –código proairético- como constitutivo de la significación y del desarrollo –código semántico-. En tal sentido, el movimiento es más una constante de negación que un desplazamiento por el escenario de la narración a fin de lograr el encuentro anhelado.

            La vaguedad importa que nada sea reconocible y que en el marco de la fiesta Luisilda pueda hacer cosas que tampoco son reconocibles, ni propias del personaje. Carnaval y vaguedad son un estado excepcional donde todo parece permitido y resulta factible, precisamente, porque nada es como es sino una posibilidad en la que tanto el personaje puede quedar fijado en el equívoco como acceder a aquello que es inaccesible en la nitidez y fuera del ámbito de una fiesta.

            Es un ámbito en el que se permanece renunciando al contorno del mundo, a la inútil claridad y que lleva a la idea de que, al menos por una noche, como cenicienta, se vive en una suerte de hechizo destinado a romperse y que la puerta de esa entrada y de esa ruptura son los anteojos.

            No es que Luisilda no ve y piensa que los otros tampoco la ven, sino que la frontera que divide el mundo de la realidad y del deseo ha desaparecido por un momento.

            El narrador sigue del otro lado de la frontera, mientras que de éste imperan las sensaciones que son desconocidas más allá de esa frontera:

 

¿No le bastaban los papelones que hizo la otra noche, en el baile del club? Acuérdese. Como no distinguía  claramente a nadie, como todos, a su alrededor eran  siluetas sin facciones reconocibles, usted cometió un tremendo error de raciocinio: le pareció que a usted tampoco nadie la veía con claridad, que también usted era una especie de fantasma. Y entonces se desató […]

                        (Reproches a Luisilda por haber salido en 1945 sin anteojos,pág. 34)

            En esta ausencia de la legalidad del mundo los fantasmas son los demás pero en la legalidad cotidiana el fantasma es Luisilda.

 

III. I. e El tercer núcleo –de la pura sensación- que comienza en:

 

                        Hasta que el muchacho se acercó, la tomó entre sus brazos y se pusieron a bailar. Cara con cara, usted le distinguía los rasgos. Un joven muy buen mozo, según usted (¿está segura?, ¿no lo habrá visto, así, borrosamente, mejor de lo que es?) alto, bien vestido.

                        (Reproches a Luisilda por haber salido en 1945 sin anteojos, pág. 35)

 

            Marca el segundo plano de la censura del narrador en favor del primero de las sensaciones puras y la sensualidad, que relegan a lo visual porque tienen su propia intensidad:

 

Su mano izquierda, la suya, Luisilda, apoyada en el hombro del muchacho, sintió bajo la yema de los dedos el roce de una tela fina y después, cuando la mano se deslizó hacia la espalda, percibió los músculos, el rosario de las vértebras, el pelo sobre la nuca […] Tenía unos brazos duros, firmes, que sin embargo la ceñían con delicadeza, como si usted fuese una niña que él había alzado en sus brazos para guiarla, para protegerla. Y usted se dejaba conducir, usted, increíblemente, le adivinaba los movimientos, los pasos, cualquier giro del cuerpo y bailaba como si en toda su vida no hubiera hecho otra cosa que bailar. ¿De dónde sacó, quiere decirme, esa habilidad? Por lo visto usted, sin anteojos, es otra mujer.

(Reproches a Luisilda por haber salido en 1945 sin anteojos, pp. 35/36)

 

            Fuera del confinamiento que sufren, los personajes de Denevi son otros, contienen una posibilidad inexplorada, rechazada, imposible, pero que es su verdadera y profunda naturaleza.

            ¿Quién les impone ese confinamiento: es la sociedad, son ellos mismos,o por el contrario se las impone la necesidad de la narración de trabajar precisamente sobre este par antitético de la posibilidad-imposibilidad; necesidad de salida-confinamiento?

            La dinámica de la narración funciona sobre esta base: el tímido que vive todo con una gran intensidad que demanda llevar a cabo actos de amor que en la realidad no pueden llevar a cabo por algo que está más dentro de ellos mismos que en el exterior, pero que tienen, en lo más profundo, ese don (“¿De dónde sacó, quiere decirme, esa habilidad?”).

            Este sería el motor de la literatura Deneviana: la entrega imposible, el goce también imposible y la hostilidad de lo externo, que va cerrando, más y más, el círculo de confinamiento.

            El fugaz reinado del deseo es inesperado, momentáneo y requiere convertirse en otro o, más propiamente, permitir que ese otro que ya estaba tome el lugar de aquel para el cual el deseo es inaccesible.

            La realización es momentánea, como si ese otro encerrado pudiera entrever una liberación que las circunstancias normales, una vez que se restablezcan, le negará.

 

Su madre tiene razón: el tango es una indecencia. Porque mire que bailaron apretados, ustedes dos, y mire que enredaron las piernas, y sus pechos, Luisilda, se aplastaban contra el tórax del joven, y él respiraba en su oreja, y hasta hubo un momento en que unieron los vientres y el muslo de él se introdujo en los suyos, Luisilda, y usted no se resistió, claro, porque usted no era usted sino otra, un fantasma, la mujer invisible. En cuanto a él, dejémonos de errores: era bien de carne y hueso. Pero no era del barrio. Así que usted se sentía libre por partida doble. Más que libre: irresponsable. Resumiendo: desatada […] El carnaval da para todo.

(Reproches a Luisilda por haber salido en 1945 sin anteojos, pág. 36)

 

            El narrador invierte la imagen como en un espejo: no es en el instante de sensualidad donde el personaje es un fantasma sino en el otro, en el de la realidad de los contornos nítidos donde cada cosa ocupa su lugar.

            Todo parece desplazarse y hacerse posible en ese desplazamiento: el muchacho era de otro barrio, ella era otra, y la realidad también era otra. Se trata de otra metáfora deneviana que encontraremos luego, en Un pequeño café. Hay un ámbito donde todo es posible y en el cual no existe la voz del narrador ni los perseguidores ni la imposibilidad.

              El segundo núcleo tiene un punto de inflexión:

 

A medianoche todo el mundo se quitó las caretas y  los antifaces. Usted también. Lo miró de frente […] Y ahí empezó la cantinela sobre sus ojos […] los ojos más lindos del mundo, los ojos más dulces. Toda una serie de cursilerías hasta más no poder, pero usted se sentía halagada, tan halagada que si le quedaba algún rastro de timidez se le disipó […] pasó que ante el disfraz, el estigmatismo, la miopía y la felicidad de que por fin un hombre la cortejase, usted se transformó  en una especie de actriz […]

(Reproches a Luisilda por haber salido en 1945 sin anteojos, pág. 36)

 

            Hay un doble orden de imposibilidad y un mandato de prohibición: en la vida ordinaria nadie se fija en Luisilda y en la legalidad de la fiesta el encuentro con alguien está limitado porque los sentidos no pueden consumarlo y se encuentra signado por la limitación en el tiempo –durante la fiesta- y por la falta de percepción total del encuentro.

            El solitario es alguien a quien siempre le falta algo. Su soledad no es elegida, no lo colma, necesita salir y no puede.

            Para el narrador éste es no sólo un orden natural de las cosas sino un orden moral y transgredirlo la convierte en una deschavetada, una “coqueta” (cosa que nunca podrá ser porque su propia “naturaleza” se lo impide) que asume un carácter que no es el suyo porque se convierte en una actriz, es decir alguien destinada a representar algo que no es y hacerlo creer, un hacerlo creer limitado por las inapelables fronteras de la realidad.

            Aquí se presenta otra cuestión: que hay como una realidad objetiva de la cual el narrador es portavoz, que le impone ese estigma: Luisilda es la solitaria, asumiendo de este modo una “naturaleza” del personaje, es decir, algo que el personaje es y no puede dejar de ser. Sin embargo, como lectores, hemos visto la posibilidad de ese mismo personaje de seducir a otro, lo cual cuestiona esa otra “naturaleza” que se le impone. ¿Quién se la impone, ella misma fuera de la legalidad de la fiesta y del carnaval, el narrador, la propia realidad?

Es decir que se plantea un concepto de naturaleza que debemos cuestionar, y allí reside parte del efecto del cuento, en esperar que pase algo que permita hacer triunfar el concepto que el lector tiene, que es distinto al del narrador. El orden de imposibilidades que plantea la realidad no significa, por sí mismo, una limitación sustancial del personaje, ya que Luisilda puede hacer algo que esa “naturaleza” le negaría.

La naturaleza de algo es la respuesta a la pregunta acerca de qué es ese algo. Asumir una naturaleza significa que ese personaje es algo y no puede ser otra cosa, pero en algunos momentos el personaje puede ser aquello que no era, lo cual niega el propio concepto de naturaleza.

            Me extiendo en esto porque se trata de una característica de los personajes confinados en Denevi, los solitarios, los tímidos, lo que representan un papel o cumplen una misión, los que tienden a ser aquello que no son  pero que sin embargo pueden ser.

            Aquel ámbito donde todo puede ser es a la vez uno donde nada puede llegar a ser:

 

Después fueron a la confitería del club, se sentaron a una mesa (él la llevaba del brazo y así usted pudo caminar sin temor de confundirse), tomaron bebidas heladas y charlaron hasta por los codos. Usted la primera, usted que en cualquier reunión suele permanecer muda tras los enormes anteojos, mirando todo el tiempo a los demás con esa mirada de alucinación que le dan los cristales de aumento. Pero la otra noche lo miraba a él, siempre a él, mientras a su alrededor la confitería era una ronda de vagas imágenes. Lo miraba luciendo los ojos más hermosos del mundo […]. Él  la mató, confiéselo:

-Por favor, no me vaya a esconder esos ojos detrás de algunas horribles gafas de solterona.

Se rieron los dos. Pero usted bruscamente cortó la risa y se puso triste. Entonces él la miró como no la había mirado en toda la noche, le tomó la mano y se la estrujó entre las suyas.

(Reproches a Luisilda por haber salido en 1945 sin anteojos,  pp 37/38)

 

            La convención del cuento es a la vez la imposibilidad: ella no puede confesarle que usa anteojos y que nos los lleva en esa ocasión.

            El elemento cumple un doble cometido y es a la vez el punto de inflexión del cuento: a partir de este punto ella ya no puede aparecer ante él con anteojos, con lo cual él tampoco puede ser un personaje entero sino un vago contorno del cual se desconocen los rasgos que lo definen.

           

¿Qué supone, Luisilda? ¿Qué ahí fue cuando él comenzó a enamorarse de verdad? Quizá.

                        (Reproches a Luisilda por haber salido en 1945 sin anteojos, pág.38)     

 

            El amor que parece haber surgido lo es bajo la base de una apariencia.

            Con esa pregunta concluye el tercer núcleo.

 

       III. I. f El cuarto y último núcleo –el desplazamiento-frustración-regreso- retoma, a partir de la mención de la cita que le dio el joven, cuyo nombre ignoramos, la acción del primero.

            Aquella vaguedad de todo, producida por la falta de anteojos, que fue la puerta de entrada a la posibilidad –segundo núcleo-, se convierte en angustia –cuarto núcleo- acechanza del entorno e ignorancia acerca de lo que en realidad sucedió, dejando sin resolver la incógnita sobre si el joven acudió o no a la cita.

            El largo pasaje no sólo descansa en la vaguedad del entorno sino que marca la diferencia entre la legalidad de la fiesta y la de lo real. En la fiesta de carnaval la vaguedad es aquello posible, pero pasada la fiesta se convierte en ansiedad, incertidumbre y angustia.

Ahora salga de su casa. Su pobre madre la acompaña hasta la puerta, todavía con la zozobra de que usted se anime a salir sin anteojos. Despídase rápido y recorra las dos cuadras hasta la boca del subterráneo. ¿Ninguna dificultad? No se envalentone, Luisilda. Hay sol, estas dos cuadras le resultan tan familiares que podría caminar con los ojos cerrados. Ahora descienda lentamente por la escalera. ¡Cuidado! ¿Qué le dije?

(Reproches a Luisilda por haber salido en 1945 sin anteojos, pág.38)

 

            El narrador recupera la potestad del primer núcleo. No sólo niega al personaje y subraya su carácter de careciente sino que establece un sistema de órdenes que se enmascara bajo la apariencia de una guía.

            En el segundo núcleo, en cambio, en narrador parecía retroceder ante las puras sensaciones del personaje, limitándose a un cuestionamiento moral (“el tango es una indecencia”, “una deschavetada”, etc.).

            Nuevamente es dable señalar que la opción para la voz que lleva la historia hubiera podido ser la de registrar las sensaciones del personaje desde su interior o desde el exterior, pero dicha elección recae en una voz que condena, reafirma al personaje como careciente durante todo el tiempo y le ordena cómo desplazarse.

            Un texto es planteado y desarrollado a partir de un código semántico común, donde los movimientos son llevados a cabo desde determinados supuestos – percepciones, sensaciones, movimientos- que hacen que el texto avance hacia el aquello que la acción busca desplegar y que ello sea algo común con el lector. En este caso, hay una ruptura y un aprovechamiento de ese código que significa que la narración se apoye en una deprivación sensorial y lo que ella implica y a la vez establezca un mecanismo de intriga que podemos percibir en dos niveles: el de los recursos del narrador para narrar desde esa deprivación y el interrogante por saber qué sucederá.

            En otras palabras, la potestad del narrador se consolida a medida que la angustia del personaje se hace más intensa y desesperante. Cuánto más avanza el desarrollo más se reducen las posibilidades de una solución que saque al personaje definitivamente de su encierro, lo abra al amor y a esa otra “naturaleza” aprisionada por el mundo real o por el propio personaje.

            En lugar de una marcha hacia su liberación todo se convierte en una marcha a su encierro.

                       

            Unos minutos más y desde las tinieblas avanza la guirnalda de luces y ruidos […] Recuerde: debe bajarse en la sexta parada. Cada vez que el tren se detiene en una estación, una salvaje avalancha de pasajeros la arrastra hacia el interior del coche. Usted trata de resistir, se aferra  a uno de esos barrotes metálicos que unen el techo con el piso, pero es inútil: la correntada la empuja sin ninguna consideración.

            ¿Qué le pasa ahora? ¿Perdió  la cuenta de las estaciones y no sabe si anda por la cuarta o por la quinta? Pregúntele a algún pasajero cuantas estaciones faltan para llegar a Callao. Vaya, se lo pregunta justamente a aquella señora de antes. La señora debe de creer que usted la persigue y le contesta de mal modo:

            -La que viene después de Pasteur.

            (Reproches a Luisilda por haber salido en 1945 sin anteojos, pág.39)

 

            Buscar la liberación sobre la base de un equívoco conduce a internarse más y más en un mundo sin salida, donde todo es hostil y parece una pesadilla diurna y real, de la cual no se puede despertar. Cada intento de superar un obstáculo no sólo reafirma el obstáculo sino que conduce a otro:

 

Son cuatro cuadras, por Callao, hasta la esquina de la confitería donde él la espera. Primero deténgase y arréglese un poco la ropa y el peinado. Ahora camine. Antes de  atravesar las bocacalles aguarde a que lo haga otra persona […] Qué barbaridad: en Bartolomé Mitre el desconocido resulta ser un jovencito imprudente que corre en las propias narices de os automóviles […] Y usted también tiene que correr como una despavorida, uno de los guardabarros la golpea, hay grito y bocinazos por todas partes. ¿Se da cuenta, Luisilda? Estuvo a punto de morir atropellada por un automóvil. ¿Teníamos o no razón, su madre y yo?

Está asustada, el corazón le late con fuerza, transpira. Bien, tranquilícese.

(Reproches a Luisilda por haber salido en 1945 sin anteojos,  pág.40)

            El narrador subraya a cada momento el carácter de careciente del personaje, privado de las habilidades de circular por un mundo que requiere exigencias y que se cierra violentamente sobre quien no las cumple.

            Hay de este modo un plano físico y uno simbólico que el físico expresa: no hay lugar para quien no está seguro de sí mismo y tiene las habilidades que el medio, como una selva, demanda.

            Sin embargo, la “guía” del narrador lleva a una serie de equívocos a los cuales puede deberse el fracaso de la cita:

                       

Pero usted se acerca y se acerca y no lo distingue, nadie viene a su encuentro. ¿Qué hará, Luisilda? ¿Seguirá caminando? ¿Dará una vuelta a la manzana? No, ahí está él. Sí, es él. Usted se sonríe, a salvo. Sí, es ese de traje azul, ese que fuma, apoyado en la pared, mirando para otro lado. Vaya directamente hacia él […] Dios mío, Luisilda, qué papelón. No es él. Es un señor de edad que la mira sorprendido.

                        Camine. Camine, le digo. Rápido. No importa en qué dirección.

                        (Reproches a Luisilda por haber salido en 1945 sin anteojos, pág.40)

 

            Se produce la primera ruptura de las coordenadas del encuentro. Luisilda, en lugar de disculparse, sigue las órdenes del narrador y se aleja del lugar de la cita para luego entrar en la confitería.

Todas las secuencias que se suceden hasta el final están marcadas por la confusión de lugares, la urgencia y la ansiedad, que consumen el tiempo destinado a la cita, a grado tal que no sabemos si el joven estaba allí o no.

 

Ahora siéntese a una mesa. Obedézcame. Allí tiene una desocupada, en un rincón contra una pared […]

Así está mejor. Ahora tranquilícese. Le hago notar que le tiemblan las manos y que tiene una cara de susto, que si no la cambia, va a terminar por llamar la atención. Ya sé que quedaron en que se encontrarían afuera, en la vereda.

(Reproches a Luisilda por haber salido en 1945 sin anteojos, pág. 41)

 

            Coordenadas y acuerdos de los personajes condenados –hora, lugar preciso de la cita, tiempo prudencial de la espera-  van siendo consumidos por la dinámica del confinamiento, en virtud de la cual nada de lo que haga el personaje podrá impedir el confinamiento.

            Esta falta de cumplimiento de la condición pactada para encontrarse se lleva a cabo por el propio personaje bajo la admonición y “guía” del narrador. Es ese personaje quien crea las condiciones para que el encuentro no se produzca o se somete a las que le impone el narrador. Nuevamente se trata de la disyuntiva entre la forma y la significación, que podemos enunciar como una pregunta ¿es el personaje el que, inadvertidamente o no, arruina el encuentro o es lo la necesidad de desarrollo de la narración?

            En el primer núcleo y en el último la acción trabaja bajo la forma de circunstancias apremiantes que es imposible solucionar y que, una tras otra, van desviando al personaje del propósito y la posibilidad de concretar la cita. El cuento va socavando, indeteniblemente, las condiciones “normales” por las cuales dos personas pactan un encuentro y convirtiéndolas en obstáculos imposibles de enfrentar exitosamente:

 

Beba. ¿No? ¿El té está muy caliente? Espere, entonces. Espere que se enfríe un poco. Y mientras tanto cálmese, le repito. Él no se irá. Cualquier hombre sabe, de antemano, que debe aguantarse un plantón de por lo menos un cuarto de hora porque las mujeres son impuntuales, les gusta hacerse esperar. Bueno, sí, tome su bendito té con leche aunque le queme la garganta. ¿No comerá ninguna masita? ¿No? ¿No tiene apetito? Me imagino qué pensará el mozo: que usted está loca […] Ahora llámelo, páguele y salga. Son las seis y veinte.

Fácil de decir, querida, llame al mozo, páguele, salga. Pero ¿dónde está el mozo? Usted mira a su alrededor y lo único que distingue es un desorden de formas y colores. Líneas que se multiplican, a cada lado, en líneas paralelas.

(Reproches a Luisilda por haber salido en 1945 sin anteojos, pág.42)

 

            El código cultural, o de referencia, opera de un modo en que requiere un mínimo de enunciación y en él hay un imaginario apenas esbozado, o tácito, y otro, respecto al cual bastan ciertos juicios sociales acuñados pero al mismo tiempo elusivos. El narrador lleva a cabo, desde su propia opinión, juicios que resultan verosímiles pero que no sabemos si se verificarán en el caso (los hombres saben que las mujeres son impuntuales, pero no sabemos si el joven lo piensa en este caso pero no son siempre impuntuales, sería la objeción al aserto). La ficción copia a la realidad, adopta de ella hasta los lugares comunes que no sabemos sin son ciertos o no; el narrador opera a partir de ellos y los da como ciertos.

            El cuento descansa en gran medida en el imaginario de la solterona, en la imposibilidad de que alguien se fije en ella, en el tiempo que puede abarcar una espera a partir de la consideración vaga e indemostrable que enuncia que los hombres saben que las mujeres son impuntuales.

            Este imaginario difuso, indemostrable, que niega la espontaneidad ante las costumbres sociales que el narrador parece encarnar, es una malla sin la cual la acción del cuento no sería posible.

            Pagar al mozo y salir son dos tareas de pesadilla: por la dificultad que entrañan y por el tiempo que  demandan:

 

Y siguen pasando los minutos, le advierto […] ¿Piensa quedarse hasta que cierren las puertas? Chiste, así, al tuntún […] Entonces déjele el dinero sobre el mantel […]

Dios mío, Luisilda, qué le ocurre ahora. No recuerda dónde está la salida. Camine por entre las mesas, al azar […]

Al fin. ¿Ve? Ahí las mesas ralean, dejan sitio a una especie de corredor entre vitrinas. Sí, son vitrinas con masas y postres. Tome por ese pasillo. Se cruza con dos  hombres de blanco que llevan algo como enormes bandejas sobre la cabeza. ¿Qué cree? ¿Qué se equivocó? ¿Qué está yendo para el interior de las cocinas? No me extrañaría nada. Pero no: al extremo del pasillo una cosa gira. Un golpe de aire fresco le da en el rostro. Es la puerta, Luisilda. Es la calle.

(Reproches a Luisilda por haber salido en 1945 sin anteojos,  pág.43)

 

            Fuera del contexto donde el personaje conoce bien su lugar y distingue las formas, aquel en el cual obedece a su “destino” se encuentra perdido. Lo que para los demás es un tránsito común se transforma en una reafirmación: la de su propia naturaleza.

            El código cultural, como siempre lo será en Denevi, resulta central: sus personajes se encuentran acorralados por una serie de limitaciones y juicios y su vida es el tratar de refugiarse de ellos y subsistir, pero al precio de seguir siendo condenados.

La maestría narrativa está en función del desencuentro, la angustia y el confinamiento.

            Fuera de la legalidad ficticia de la fiesta todo es imposibilidad:

 

Usted, palpando las paredes como una ciega, se va hasta su dormitorio, enciende la luz, abre el cajón de la cómoda, encuentra el estuche con los anteojos.

Colóqueselos, Luisilda. Verá como instantáneamente el mundo se ordena en una geometría lúcida donde ningún muchacho está esperándola.

(Reproches a Luisilda por haber salido en 1945 sin anteojos,  pág.44)

            La presencia del otro es accidental, pasajera y todo se cierne sobre un confinamiento que comienza en el propio personaje y su certeza de tal imposibilidad.

            Quedará para siempre, sin explorar, sin realizar, todo aquello que el personaje lució y brindó en el momento de la seducción: sus bellos ojos, su momento de dicha, sus pasos de baile, sus sensaciones; todo lo que forma parte de algo sin nombrar, algo a lo cual el narrador implacable no tiene acceso y que, poco a poco, irá secándose dentro de los confines de un mundo nítido que se desliza, inaccesible, más allá del par de anteojos. 

 



[1] Publicado por primera vez en la revista El Hogar (1956).

[2] En la indicación previa al cuento se informa “de El emperador de la China”, no obstante, de ser una edición de sus obras completas, el volumen de referencia estaría integrado solamente por este cuento, con lo cual evidentemente nos encontramos frente a una edición de obras escogidas y no completas. Si bien es el más grave, es uno más de los defectos de esa edición.

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