IX
Hierba del cielo
IX. I Denevi consideraba a este
libro y, especialmente, a este relato como de lo mejor de su obra.
El lenguaje está al servicio de dos cosas: la infancia
como momento al mismo tiempo solitario y privilegiado y la pura soledad de
Dulcina, el tipo puro del personaje condenado.
Tales personajes son, en la clasificación de Cristina Piña, aquellos que no
pueden salir de la condición en la que se encuentran.
Varias son los recursos de Denevi en este trabajo. Por
empezar el personaje-narrador oculto dentro de una constelación de
personajes, que utiliza por primera vez. El narrador se ubica dentro de un
colectivo y las circunstancias que narra son, en su mayor parte, grupales, pero
en la enumeración de los personajes el narrador no se nombra a sí mismo. El
narrador presente –que lleva la voz- es a la vez uno ausente:
Nosotros salimos a la
vereda. Nosotros éramos Fernando de la
Medalla Milagrosa, Matilde, Geni, el Santos Amores y Aguedita.
(Hierba del cielo, ág. 210)
Fernando… es el mayor,
Matilde y Geni son mellizas el Santos Amorés es menor que Fernando y la menor
es Aguedita. El narrador es un varón, ausente en la enumeración.
El mismo recurso es el que Denevi usará en el el
personaje colectivo de Asesinos de los
días de fiesta.
La que se produce ante este recurso es una sensación de
presencia y vacío al mismo tiempo: el narrador que no es parece ser el que
mejor ve las cosas, las valora y puede contarlas. La constelación de personajes
es así un modo de percibir, ya que lo que sucede les sucede a todos,
pero debe haber alguien que lo enuncie. No obstante, lo que acontece se puede
escindir de uno en otro: las cosas les pasan a todos y a cada uno de los
hermanos, los hacen reaccionar de distinta manera según la edad y la posición
en esta especie de ser colectivo:
Matilde, Geni y Aguedita
asisten, mudas, a la compleja operación. El Santos Amores a cada rato entra, da una vuelta alrededor de
la mesa y sal, porque está luchando con las ganas de mirar.
(Hierba del Cielo, pág. 220)
Otro de los recursos es,
nuevamente, el del narrador oculto tras el narrador en primera persona. En este
caso, el personaje es un niño pero ni las percepciones, la sensibilidad o el
lenguaje son los de un niño; se produce la particularidad de que parece narrar
como niño pero desde un futuro incierto. El verosímil –aquello en que se nos
pide creer como parte del pacto de lectura- utilizado nos informa que aquel
narrador infantil narra desde el futuro y, de este modo, su discurso puede
hablar a partir del recuerdo de la infancia:
Pero, ¿por qué pretendo
contarlo todo de una vez? Volvamos atrás, al verano de la llegada de Dulcina.
(Hierba del Cielo, pág. 221)
Pero acaso la innovación
mayor sea la propia concepción del relato y la naturaleza del personaje de
Dulcina.
IX.
II La
constelación de personajes opera por una suerte de jerarquía en lo que hace al
desarrollo de la acción, que trabaja particularmente en dos ejes: Dulcina y los
niños (entre los cuales se encuentra el narrador) y Dulcina y Fernando de la
Medalla Milagrosa. En un segundo plano está los padres y Tía Alexia.
Son varios los recursos del narrador para connotar al
personaje de Dulcina (a quien los niños, antes de conocerla, imaginan como una
bruja). Debe poder hacerlo sin romper el
velo de misterio dentro del cual los niños la perciben. Nunca hay sobre ella
una expresión peyorativa, ni en ningún momento es mencionada expresamente su
corta estatura más que en un contexto que la relativiza y convierte en un signo
de magia y rareza, que es el sentimiento desde el cual son percibidas por el
personaje colectivo.
Desde el comienzo, Dulcina y la Tía Alexia son
introducidas a la narración, por parte de la voz que la lleva, dentro de una atmósfera
de magia y expectativa que las vincula con la brujería: vienen de un lugar
remoto y misterioso que para los niños es Misiones y son portadoras del saber
de la herboristería y también de la magia. Además todo lo saben, conocen
creencias y supersticiones a las que le otorgan la categoría de verdad
revelada.
De este modo:
[…] examinábamos a
Dulcina como a una aparición, como a un ser medio fantástico. Aguedita,
increíblemente, había adivinado: Dulcina era hermosísima. Tenía, ya lo dije, la
estatura de Aguedita y sin embargo no era una niña como Aguedita, ni tampoco
como Matilde y Geni. Era una niña y no era una niña.
(Hierba del Cielo, pág. 213)
A medio camino entre la
niñez y la adultez, todo lo concerniente a Dulcina es mágico para los niños. La
magia, así, es un modo de ver, de percibir, de añorar. El relato tiene, desde
la alusión a que es narrado desde el futuro, un tono de nostalgia, paralelo al
de descubrimiento. Todo lo que rodea a Dulcina, sus falsas alhajas, sus
vestidos, sus perfumes, connotan a una especie de niña-hada que es hada porque
no es niña pero a la vez es –por su estatura- vista como niña:
Los modales de Dulcina
nos tenían subyugados. Se nos figuraba que era una actriz, no de teatro sino de
circo o de varieté […] Nuestra casa se había transformado en un sitio
fuera de la realidad, como un escenario, y de un momento a otro Dulcina,
sola o acompañada por Tía Alexia, comenzaría a representar no sabíamos que,
algo maravilloso.[1]
(Hierba del Cielo, pág, 214)
Hay dos instancias del relato: la acción, en la cual
suceden cosas y la percepción del narrador y con él, del personaje colectivo.
Ésta brinda una atmósfera de expectativia, de ruptura de la realidad, de
asunción de lo que la infancia verdaderamente es: la espera de una especie de
revelación y de que suceda algo que involucre a los niños.
Como niños, siempre esperamos que algo suceda, que una
súbita luz revele un pliegue que las cosas contenían y que, como en el relato,
parece estar vedado a los adultos: la madre de los niños no aprecia a Dulcina,
y el padre se limita a fumar, sin pronunicar nunca una palabra. Ellos están
ajenos a la magia y solo ven dentro de los límites de la realidad, que, al
final del relato, cuando la magia se pierda, serán asumidos como los verdaderos
límites.
IX III La narración discurre en una suerte
de esquema de dos círculos que se cruzan en al menos tres oportunidades. En el círculo
mayor, el circuito de atracción es entre los niños y Dulcina: ellos la admiran,
ella les revela cosas, los ayuda en sus deberes cuando comienzan la escuela. La
fuerza de atracción se mantiene debido a lo que los niños sienten y a lo que
esperan de ella.
El
otro círculo es el del amor de Dulcina por Fernando de la Medalla Milagrosa; es
menor y más oculto y oscuro. Tras la puerta del dormitorio Dulcina prepara la
poción de hierba del cielo, que es, al parecer, un filtro de amor.
En esta dinámica de círculos pronto los personajes
secundarios desaparecen y las fuerzas que trabajan en el relato se
circunscriben a esas dos instancias, lo maravilloso y luego la pérdida de la
niñez.
El círculo central es el de
la atracción hacia Dulcina, la magia y el misterio, vistos como tales por los
niños:
Gracias a Dulcina las
vacaciones se nos convirtieron en un infinito día de fiesta, en una especie de
dilatada navidad. ¿Quién nos enseñó el instructivo juego de las simpatías de
los números? Dulcina ¿ De quién
aprendimos a cantar en bobisacio sino de Dulcina? Dulcina organizó sesiones de
música y de poesía, funciones de teatro […] Con sus modales superiores y su
tono autoritario nos mandaba sentarnos, ir, venir, buscar las simpatías del
tres o del ocho.
(Hierba del Cielo, pp 226/227)
El otro círculo es diferente.
Del mismo modo que el desenlace de Ceremonia
Secreta, las secuencias anteriores al final suceden durante el carnaval:
En ese momento se abrió
la puerta de calle y entraron Fernando y los amigotes. El se hizo a un lado y
permaneció inmóvil, con una cara cruel y extrañamente luminosa. Pero los otros
corrieron hacia Dulcina. Todo fue tan rápido, tan imprevisto que nadie atinó a
nada, ni siquiera a gritar. Un minuto después Fernando y sus compinches habían
desaparecido y nosotros contemplábamos a Dulcina […] Pero Dulcina se sonreía.
Chorreando agua, con gotitas en las pestañas, el pelo hecho una sopa y el
vestido tan empapado que dejaba traslucir la ropa interior, Dulcina miraba la
puerta por la que se habían ido esos salvajes y sonreía.
(Hierba del Cielo, pág. 232)
La actitud de Fernando es de
agresividad y burla. Para él no hay ninguna magia.
Más adelante, los círculos volverán a cruzarse:
Dulcina había bebido la
hierba del cielo y Fernando, entonces,
se había enamorado de ella. Ese sí que era un filtro mágico.
-Y de pronto Dulcina
murmuró:
-Yo también lo amo.
Entonces
experimentamos un dolor que no
describiré. […] Nos dimos cuenta,
súbitamente, de que, rezagados en la inocencia y en la infancia, habíamos
quedado fuera del mundo secreto al que Dulcina había podido al fin atraer a
Fernando.
(Hierba del cielo, pág. 233)
El circulo entre Dulcina y Fernando no es accesible al
otro, al de la magia y es producto de la fantasía de Dulcina. Nuevamente, el personaje-narrador habla por los restantes: “nos habíamos
quedado”.
El último cruce es el definitivo, el que marca el fin de
la magia:
[…] Entonces Dulcina le
tomó la mano, se inclinó sobre él y lo miró en los ojos. Al dibujar dos triángulos hemos sellado nuestro amor –murmuró con
una voz pastosa-. Es un pacto. No lo
olvide, es un pacto que los dos podrá
quebrar sin poner en peligro su vida. Fernando, que también la miraba en los ojos, nos aseguró que, por
primera vez, la vio tan fea, una especie de monstruo o, ahora sí, ahora sí de
bruja maligna […] (Hierba
del cielo, pág. 243)
Hay
una suerte de coda que marca el final del relato y que es enunciada brevemente: .
Y con eso pongo punto
final a mi historia. De golpe me doy cuenta de que, si excluimos a Dulcina, es
una historia vulgar y nada extraordinario sucede en ella. Pero ¿Qué voy a
hacerle si nada extraordinario nos sucedió nunca? […] Ya sabíamos que la hierba
del cielo no era un filtro para el amor, porque Fernando había dejado de ser el
novio de Dulcina, ni para la belleza, ya que a Dulcina la cara de muñeca de
porcelana se le transformaba gradualmente en la cara de un muñeca de trapo.
(Hierba del cielo, pp. 244/245)
El relato donde todo parece
ser extraordinario finalmente era común, vulgar y breve: el final de la
infancia y de la magia sobrevienen de pronto y también de pronto se hacen
perceptibles los indicadores del paso del tiempo en Dulcina. Fernando de la
Medalla Milagrosa se convirtió en un hombre alto que se afeitaba y los niños
crecieron y, salvo Aguedita, perdieron
interés en la magia.
Y por fin Aguedita se
fue en un ataúd blanco Dulcina permaneció siempre sentada al lado de Aguedita,
mirando con horrible fijeza el pequeño rostro de ámbar que no le devolvía
ninguna sonrisa de éxtasis […]
Desde entonces se volvió
callada y melancólica […] Toda ella se marchitó […]
Hasta que cumplió
treinta años, o quizás cuarenta, quizá cincuenta, y era siempre la niñita que
no era una niñita, la criatura que medía un metro de estatura y que perseguía,
a través de los cuartos de la casa, a aquellos compañeros de juego y de amores
que la habían abandonado en el limbo de la infancia.
(Hierba del cielo, pág. 246)
Todos los personajes del relato han desaparecido. No se
sabe cuándo y de qué modo. Es como si el escenario hubiera quedado sumido en un
cono de sombras y en el centro subsistiera, iluminada por un tenue haz circular
de luz, la imagen de la soledad más irredimible, aquella imposible de ser
mitigada.
El corto tiempo en el que los niños crecen se contrapone
a la eternidad del de Dulcina, donde todo será siempre lo mismo y no habrá
posibilidad alguna de salir. El narrador la fija en un momento del futuro muy
distinto a aquellos de la niñez, cuando la vio por primera vez.
La
infancia y su promesa, ese mágico momento en el cual todo parece grande y el
futuro quedar muy lejos, de pronto ha desaparecido para siempre.
[1] Sin embargo “Tenía un timbre de voz de lo más
extraño. Duro y afónico, como si estuviese enojada y hubiese gritado mucho a
causa de ese enojo”, Hierba del Cielo,
pág. 215. Magia y realidad chocan por primera vez en el texto: la voz de la
magia es sin embargo dura, como la de un adulto enojado: nada parece más
alejado de la magia.
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