El primero de enero se cumplió el vigésimo
aniversario de la muerte de Oscar Hermes Villordo. Había nacido en Machagai,
Chaco, el 9 de mayo de 1928. Su extensa obra comienza con Poemas de la Calle
(1953) y abarca novelas, como El Bazar
(1971); La Brasa en
la Mano
(1983); La otra Mejilla (1986); El ahijado (1990) biografías, como la de
Eduardo Mallea (1973); Adolfo Bioy Casares (1983) y Manuel Mujica Láinez (1991)
entre muchos otros trabajos. También muy extensa es su labor periodística,
particularmente en el diario La Nación ; La Presa y La Gazeta de Tucumán.
La brasa
en la mano
Publicada por primera vez en 1983,
su novela La Brasa en
la mano significó en aquel momento una literatura de transgresión que, hacia
el ocaso de la dictadura y cuando la temática estaba muy lejos de encontrarse instalada
en el debate público, implicó abordar al amor homosexual como el objeto
estético de una obra cuya mayor particularidad es su concepción literaria. Para la literatura no
hay zonas prohibidas ni temas proscriptos: la belleza todo lo puede y en una
novela las historias son un motor para el desarrollo del propio lenguaje.
Villordo logró que la cadencia del
lenguaje –y su belleza- estuviera dada por el latido de una subjetividad cuyas
revelaciones sólo se encuentran destinadas al lector. El lenguaje requiere de
la intensidad de una experiencia subjetiva que se hace palabra y discurso (es
este discurso indetenible lo que fluye permanentemente en imágenes). Los
hechos, aquello que en una novela sucede, se subordinan a esa intensidad que borra
el transcurso; superpone los momentos por lo que significaron y no por el
tiempo en que sucedieron; alumbra a una palabra nueva, urgente, lacerante: la
de la soledad, el amor y el recuerdo del amor.
Para la literatura no hay proscripciones
sino sólo belleza. Así parece
proclamarlo el breve epígrafe de Keats que preside la obra: “A thing of beauty
is a joy for ever”. Hay una alegría que es para siempre en la belleza, pero
donde está. Está en lo que sucede o en la manera de plasmarlo o recordarlo.
Quizás la encontremos en los destellos de felicidad que nos ofrece el recuerdo.
“Trato
de recordar”
No en vano la novela comienza con
estas palabras: qué si no el recuerdo es capaz de generar una prosa envolvente,
lírica, que discurre, indetenible, en la memoria. Vamos a detenernos en algunos
pocos de los muchos elementos que despliega su rica propuesta.
El primero, por fundante, es un
lenguaje que evoca al de Proust: poesía hecha prosa en pos de captar esos
destellos de la memoria que hacen a los instantes únicos. Un Proust, sin
embargo, en clave del castellano más puro y preciso. En referencia a La otra mejilla, le comenté al escritor
que lo veía como un texto fuertemente naturalista. Contestó que era así, y que ese
naturalismo le venía de Quevedo, un escritor al que admiraba profundamente. Al
hacerlo nos dio una clave de entrada a su concepción del lenguaje: rico sin ser
exuberante; imaginativo sin ser recargado y muy preciso en orden a lo que
quiere narrar: nunca aparece algo capaz de hacerlo menos fluido, nunca tropezamos
con nada (así lo requiere ese apremio de discurrir libremente) y si ello no
fuera así no habría historia posible.
“Debo decirles que yo venía de un
dolor parecido a éste que estoy contándoles. Venía de un amor que no terminaba
de pasar, como ocurre siempre, y comencé no amándolo. Pienso que no hay varios
amores; no es eso lo que quiero contarles; sino uno solo que se continúa a
través de los otros” (pág 27; Bruguera, 4ta.edición, febrero 1984) : Así, esta
novela concebida sin capítulos, es planteada en un discurso que, dado en su
propio fluir, sólo secundariamente enumera hechos en los que con frecuencia no
termina de hacer foco: no son los hechos en sí lo que interesa: en el fragmento
señala estar contando un amor que en realidad no cuenta, y afirma lo otro, que
un solo amor persiste en los demás, en algo que podríamos aplicar al propio
discurso: cada escena se desvanece pero el sentimiento persiste en las demás porque hay algo que queda,
pero no terminamos de saber qué es. El texto, de este modo, discurre en una
suerte de indefinición, como esos fragmentos musicales que modulan de una a
otra tonalidad. No hay certezas más que la de una sensibilidad que todo lo
registra: ella es lo que permanece, pero
el texto –que nunca se repite, codifica en lugares comunes, se copia, ni cae en
convenciones- no termina de decirlo porque nunca acaba por detenerse en nada
específico.
El
tiempo y los lugares
El correlato de este planteo estilístico –centrado
en la subjetividad pura y en el idioma puro- es el tiempo: “En el día y la
noche que dura el relato sólo el lector será, en definitiva, el destinatario de
la narración” aclara el comentario de la contratapa. Pero ¿es realmente un día
y una noche? (en realidad son dos noches y un segundo día): no es fácil el
seguimiento del tiempo narrativo. Cada tarde y cada noche se ramifican en otras
y el eje que las une –y no ellas en sí mismas- es lo más importante de la
narración. También los escenarios son evanescentes como el tiempo: largos
recorridos por lugares desiertos, como si sólo estuvieran destinados a los
personajes o como si ellos los transitaran a horas insólitas donde no hay nadie:
“Andrea nos estaría esperando, sola en la multitud o en la casa, como la noche
que la encontramos llorando” (pág.51): cada escena remite a otra: el tiempo,
los lugares, son elementos que conforman la ternura de una descripción o de la
evocación de un personaje que requiere más de un lugar y un tiempo para ser plasmadas.
Independencia
de acciones asociadas a personajes
Como si esta formulación no fuera de
por sí rica, en el conjunto de muchos elementos novelísticos que sería extenso
tratar, podemos detenernos en la técnica de asociar el tiempo a elementos secundarios
y mencionarlos en primer plano. Ello sucede con el tiempo circular, el de las
acciones repetitivas: “Miguel dormiría, seguiría durmiendo hasta que vinieran a
despertarlo porque lo llamaban por teléfono” (pág.64). Pajarito, el personaje sin nombre, sólo identificado con ese
apelativo que evoca ligereza y fragilidad, debe llamar a Miguel por teléfono para
despertarlo. El amor y la ansiedad personifican al teléfono, lo ponen en un
primer plano de la narración (se hace autónomo en la evocación de las distintas
llamadas) “Lo miraba negro, monstruoso, como si la mirada, ahora, y no el
silbido, tuviera el poder de comunicar las líneas” (pág. 65); lo mismo que el
juego con el lápiz y la agenda con la que el personaje intenta mitigar la ansiedad
de la espera. Ello además pone al amante en una situación de inferioridad para con
el amado, que no atiende, no despierta, no llama, pero que a veces podía
responder: “¡Hola!, me decía, y el tiempo retrocedía, desaparecían las esperas,
los pip, pip” (pág.65).
El acto de vestir a un ocasional
visitante acabado de despertar también se independiza como elemento: “Se movía
como un autómata cuyo mecanismo fuera sólo el bostezo, y al acabar de ponerle
la manga, caía hacia abajo, tironeado por una fuerza cuyo centro estaba en la
cama” (pág.67).
Quizás uno de los mejores ejemplos sea
la metáfora de las luciérnagas en la
plaza, retomada en otro pasaje, mucho
más adelante. La extensa descripción del escenario (“El parque quedaría todavía
para recibir en lo alto, la última luz, la imposible, la más pura, la que
tiembla con la hoja que descubrimos sola -pág.31) es la presentación de un
mundo oculto, donde quienes acechan buscando a alguien deben ocultarse de los
policías que hacen la ronda, entonces “Sólo las ascuas de sus cigarrillos, unas
imperceptibles luciérnagas, animadas de tanto en tanto y nerviosas en la
oscuridad…¡La inmovilidad de la estatua parece haber contagiado a la plaza!.
Pero inmediatamente, como azuzadas por una música mágica, un llamado misterioso
al que no pudieran resistirse, las luciérnagas saltaron de sus gradas…”
(pág.37). Los personajes, invisibles, apenas entrevistos, se metamorfosean con la
plaza y se convierten en luces. Mucho después, sin embargo, en la alta noche y
en las calles cercanas al puerto “No quedaba una luciérnaga…a esa hora el amor
había ocurrido ya” (pág.60).
La brasa de una alegría (imposible
de sostener, como el propio dolor) es la otra cara de la soledad: “Las horas desoladas son las
más largas y, sin embargo, de esas horas está hecha la vida” (pág.73), y sirven
para evocar a un gran escritor, capaz de trascender en la forma, la temática
que eligió y por la cual se lo reconoce.
Eduardo
Balestena
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