Los aniversarios de Julio Cortázar, (el centenario
de su nacimiento el veintiocho de agosto y tres décadas de su
muerte el doce de febrero) significan la oportunidad de reflexionar sobre
algunos de los ejes de la obra de un escritor imposible de ser pensado dentro
de una sola temática o especie narrativa, y que hizo de la literatura un
absoluto.
Sus fechas enmarcan una vida y la
gestación de una obra pero también abren un espacio lleno de preguntas sobre la
función literaria y las acepciones de una producción que va desde el planteo
fantástico al realista, que de algún modo intenta develar al mundo y a las
posibilidades de la escritura, y también tratar de erigirse en un medio de
transformación de ese mundo: pulsión y belleza de las propias palabras; tramas;
motivos; militancia: de la literatura
parece esperarse todo y ella ser una llave capaz de abrir todas las puertas
imaginables, permitiéndonos actuar, entrar o ser testigos de lo que ocurre más
allá.
Cortázar encarna la idea del hecho
literario como un fin y una herramienta de transformación, indagación, juego y
puro placer. Nada en él es nunca definitivo y siempre encontramos una nueva
manera de pensarlo y vivir una obra cuyos aspectos parciales no bastan nunca
para englobarlo como escritor.
Ejes
y tropos
Así como su novelística establece nuevas
formas (cabe la pregunta acerca de lo que haya más allá del puro planteo formal),
sus cuentos y relatos expanden la especie narrativa y lo hacen a partir tanto
de sus constantes como de aquellos rasgos que definen a determinados trabajos y
están presentes sólo en ellos. Como ejemplo de lo último tenemos El
perseguidor (de “Las Armas secretas”) que desde lo “realista” se adentra en
el milagro creador de la música y lo hace fraguando un nivel de discurso (el
del lenguaje neutro de traducción del crítico-narrador). Trabajos eminentemente
realistas son Torito (de “Final del
juego”); La Señorita Cora (de
“Todos los fuegos el fuego”) o Final del
juego (que da título al libro respectivo): la intensidad no viene tanto del
planteo formal como de la propia historia. La suya no es en general una
literatura de personajes pero cuando elige plantear a uno lo hace tan
imaginativa como exhaustivamente, y lo muestra ante una gran y puntual
adversidad. El personaje no parece una fuerza autónoma.
Entre las constantes encontramos: la
elusión de lo fantástico (mostrado no desde su centro sino desde sus
adyacencias) la digresión en el detalle accesorio (una forma de la elusión);
los rasgos de un humor que parece muchas veces desvinculado de lo central y la justeza
de un lenguaje a veces muy preciso y otra más extenso, donde sin embargo nada
deja der ser funcional.
Otra constante es la de la niñez y la
adolescencia como experiencias que rescatan la magia de aquello invisible a la
mirada adulta y guardan para sí un sentido de aventura referido a lo que para
el mundo adulto es un problema. Pero en otros momentos importan la revelación
de la crudeza del mundo (Final del juego;
Los venenos de “Final del juego”; Bestiario,
que da su título al libro respectivo).
La frontera entre lo real y lo
fantástico no es sin embargo muy definida, es tan crepuscular como aquella que
existe entre cordura y locura. Ninguna de ellas son categorías definitivas ni
confiables, parece decirnos.
Acepciones
de lo fantástico
Lo fantástico reside en varios planteos:
(1) la vacilación entre una explicación racional insuficiente para dar cuenta
de algo y la alterativa puramente fantástica (Casa Tomada, de “Bestiario”); (2) el pasaje de una dimensión de la
realidad a otra que deja subsistente la pregunta acerca de la verdadera
realidad (El otro cielo de “Todos los
fuegos el fuego”; Las Puertas del cielo
de “Bestiario”) ; (3) la latencia de mundos remotos, primordiales, que irrumpen
en la actualidad a veces partir de un
objeto, otras, de un sueño y se imponen a lo real (El ídolo de las Cícladas; La Noche boca arriba o Axolotl, todos ellos de “Final del Juego”); (3) la idea de que lo
real es un orden más de probabilidad y que a partir de ciertos elementos,
surgen muestras de otras combinaciones posibles de hechos (Una flor amarilla de “Final del juego”, Las armas secretas, del libro del mismo título); (4) lo fantástico
como experiencia opresiva y kafkiana (Carta
a una senorita en París de “Bestiario”;
Instrucciones para John Howell de “Todos
los fuegos el fuego”).
No sólo estos elementos pueden ser
combinados (como en Las armas secretas
donde un mismo hecho transita por personas y tiempos distintos, superponiéndose
en un pasaje de una situación a otra; o en Todos
los fuegos el fuego, donde hechos y situaciones se superponen en el tiempo
narrativo) sino también que se apoyan unos a otros y permiten concebir a lo
fantástico tanto como una herramienta pura y esencialmente literaria o una
dimensión inexplorada de las posibilidades de una experiencia que no se agota
en lo visible. Sin embargo, un texto tan marcadamente alegórico como En la autopista del sur (de “Todos los
fuegos el fuego”) nos dice que Cortázar requiere algo más que lo realista o en
lo fantástico, terrenos donde ha dejado quizás sus obras más inquietantes,
originales y logradas.
Intersección
de tiempos y lugares
Del mismo modo que marca un tiempo, la
intersección cortazariana es también de espacios: los más evidentes son Buenos
Aires y París, ambos vinculados a su vida, pero de un modo diferente: mientras
las descripciones de Buenos Aires tienen una tensión antigua y primordial (“Había
humo entrando del salón contiguo donde comían parrilladas y bailaban rancheras,
el asado y los cigarrillos ponían una nube baja que deformaba las caras…”, Las puertas del cielo, de Bestiario;
cuentos completos I, Alfaguara, 2011, pág. 167) las de París contienen cafés,
vagabundeos y búsquedas (“…ya que podría habérmela encontrado en el Boulevard
Poissonière o en la rue-des-Victories…” El
otro cielo, de “Todos los Fuegos el Fuego”, pág. 624).
Al París de la acción de los cuentos y
relatos podemos contraponer un Buenos Aires que parece antiguo, intenso y
salvaje y que es más que un escenario.
Modelo
para armar
Como pocos escritores, Cortázar ofrece posturas
y estéticas a la cuales podemos afiliarnos: unos enfatizarán su militancia;
otros propuestas como las de Rayuela;
otros la experiencia lúdica. Particularmente prefiero la pureza de la
construcción de sus textos más rigurosos, que al mismo tiempo parecen los más irrepetibles: La puerta condenada (Final del Juego); La noche boca arriba (Final del juego); El ídolo de las Cícladas (Final del
juego) o Las puertas del cielo
(Bestiario).
En estos dos últimos se plantea una
progresión muy cuidada que podemos rastrear hasta el propio comienzo. Muestra a
la vez que cualquier lugar es el escenario posible de lo fantástico: “El humo
era tan espeso que las caras se borroneaban más allá del centro de la pista, de
modo que la zona de las sillas…no se veía
entre los cuerpos interpuestos y la neblina. Tanto como fuiste mío, curiosa la crepitación que le daba al
parlante la voz de Anita, otra vez los bailarines se inmovilizaban (siempre moviéndose) y Celina que estaba
sobre la derecha, saliendo del humo y girando…Celina ahí sin estar…” (Las puertas del Cielo, pág. 16). La
aparición de Celina muerta en el escenario de la milonga es dada luego del
despliegue, a veces casi casual, de elementos narrativos: su nostalgia de
cuando, antes de casarse, trabajaba en el baile de Kassidis; el que nunca
hubiera terminado de amar a Mauro, la sensación de extrañeidad y ajenidad de su
personaje, instancias que van
posibilitando lo fantástico, de cuya acaecencia no caben dudas, ya que ambos
personajes (Mauro y Marcelo) lo advierten al mismo tiempo. Lo fantástico así es
un acto redentor.
En la vertiente realista, la resolución
de Final del juego, al contrario, no
podría ser más desoladora: superada la ilusión, nada parece ser posible para el
personaje de Leticia ante la pérdida de la única magia de un juego que le
concedió una ilusión liberadora inexorablemente destinada a naufragar.
La intersección del tiempo de Cortázar
termina por ser la nuestra propia, esa certeza de que sus textos no son
estáticos, que siempre encontraremos en ellos la curva de la sorpresa, o aquellas otras cosas que, una vez z otra,
vamos a buscar a ellos.
Eduardo Balestena
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