Charles Christopher Parker Jr. nació en Kansas City el 29 de agosto de 1920 y murió en Nueva York el
12 de marzo de 1955 (hace cincuenta y ocho años). Probablemente pocos (además de Cleant Eastwood en
su filme Bird) hayan plasmado su
personalidad musical y su propia vida con mayor exactitud y agudeza como Julio
Cortázar en El perseguidor.
Hijo de un actor que abandonó a su esposa cuando
él tenía once años, comenzó a tocar a los trece, se casó a los 16 y fue padre a
los 17. A
los 19 años se fue a Nueva York y trabajó de lavacopas esperando su oportunidad
de tocar. Más tarde volvió a Kansas City donde tocó a partir de la experiencia
que había hecho en Nueva York. De regreso en esa ciudad llegó a tocar en la orquesta de
Earl Hines, en la que conoció a Dizzy Gillespie. Este encuentro fue vital en su
experiencia. Ambos llegaron a ser los
exponentes paradigmáticos del bebop,
una corriente que había comenzado a desarrollarse subterráneamente, en el club Minton´s,
de Harlem, durante apogeo del swing y que sirvió de experimentación y
liberación para los músicos de las armonías predecibles y de la disciplina de
las grandes bandas. Son muy conocidas las alternativas de la vida de Charlie
Parker y su relación con las drogas para mencionarlas.
Improvisación
en un nuevo lenguaje armónico
En su incisivo y poético libro de ensayos Formas frágiles, Pablo Gianera ha ahondado en el concepto de
improvisación, esa forma que partiendo de un elemento va aventurándose hacia algo diferente pero vinculado con el
material inicial, y al mismo tiempo subordinándose a “un atisbo de
organización” desde el cual gana en autonomía (Formas Frágiles, Edit. Debate; pág. 15). No es una creación ex nihilo (de la nada) pero tampoco es
pura organización: se trata de algo que discurre y forma una unidad entre el
punto de partida y el máximo punto en que se distancia de él.
Charlie Parker fue uno de los
intérpretes que más lejos llevó los postulados del bebop, el movimiento jazzístico cuyo lenguaje comenzó a generarse
con Lester Young y Art Tatum, en el cual el concepto de improvisación implica
un complejo sistema de progresión de acordes y una línea discursiva que demanda
rapidez y belleza tímbrica al mismo tiempo. Si tomamos como referencia las
citas de temas (por ejemplo de Cherokee)
que hacía Charlie Parker, se produce luego un cambio en la rapidez y el
desarrollo de la melodía, uno que se opera gradualmente: un tono sirve de
referencia para uno siguiente que a su vez pasa a otro al cual le sirve de
referencia, pero al hacerlo se distancia del punto de partida, aunque de un
modo armónicamente congruente: no hay nada brusco pero la sensación de avance
es vertiginosa, en gran medida por el lenguaje de notas rápidas y por un sentido de avance que suele resolverse
con una nueva cita del elemento inicial.
El esquema hace al marco tonal en el que se mueve
el instrumento solista pero al mismo tiempo lo vincula a los demás, que deben
poder seguirlo dentro de ese mismo marco tonal. Parker afirmó: “Me dí cuenta de
que usando las notas agudas como líneas melódicas y usando correctamente la
progresión armónica podía tocar lo que escuchaba adentro de mí. Entonces nací”.
Pero no es ése su único recurso. Novedad permanente y a la vez unidad en un
esquema de gran sofisticación armónica y rítmica.
La reacción a esta exhuberancia
sonora fue el cool jazz, estética que fue desarrollada a partir de Miles
Davies, con un repertorio limitado de modos y escalas y un fraseo más lento y
centrado en la calidez y la cualidad sonora.
El
perseguidor
Sin pretender llevar a cabo un análisis del relato,
sí es muy importante pensar a la música de Charlie Parker a partir de la
síntesis de algunos de los criterios de percepción de su figura y de su música
que utiliza Cortázar.
El título alude doblemente al narrador (un crítico
musical) y Johnny Carter, el personaje del saxofonista (inspirado en Charlie
Parker): el primero pretende captar la esencia de un creador, hacerlo un objeto
de indagación y sacar un provecho de él; el segundo busca plasmar algo que le
resulta inaccesible: la música en su sentido más puro.
Cortázar establece varias metáforas de este
proceso: (1) la del virtuosismo; (2) la del tiempo; (3) la de la máscara.
El virtuosismo en la línea de improvisación, en la
progresión armónica y en la unidad del todo es un resultado sin fisuras para el
oyente; pero para el músico es algo que no alcanza a expresar su ideal sonoro;
es lo que logra de una búsqueda siempre insuficiente. Va más allá de la forma
pero se siente lejos de obtener algo que intuye y que, justamente, carece de
forma: “…No es cuestión de más música o de menos música, es otra cosa…por
ejemplo, es la diferencia entre que Bee haya muerto y que esté viva. Lo que yo
toco es Bee muerta…Y por eso a veces pisoteo el saxo y la gente cree que se me ha ido la mano en la bebida…”
(Julio Cortázar, El perseguidor, de
“Las Armas Secretas”, Cuentos Completos I, Alfaguara, 2011, pág. 275).
La metáfora del tiempo podría ser expresada con dos
imágenes del relato: (1) la del ascensor:
Comenzamos una frase en un ascensor y cuando la terminamos hemos llegado al
piso 32. Ya no estamos en el mismo lugar y apenas hemos concluido una frase; y
(2) la del metro: largas escenas de la vida del saxofonista son evocadas por él en el transcurso de dos
estaciones de metro, un espacio de pocos minutos. Llevado por ese fluir se
olvida del instrumento bajo el asiento (escena que evoca a su vez circunstancias
en las que Parker perdía el instrumento, como sucedió con un saxo Selmer, o lo
empeñaba). La música es tiempo pero sustrae del tiempo. Contiene su propio
transcurso y su propio espacio: una improvisación pude ser breve en el lapso
que abarca, pero intensa y móvil ya que avanza, no vuelve a transitar por el
mismo lugar y depara, en pocos minutos, sensaciones nuevas y a la vez una gran
distancia con su punto de partida y con las sensaciones del mundo exterior.
La metáfora de la máscara es doble: por un lado el
virtuosismo enmascara a la música sin forma que el creador desea plasmar y nos
hace sólo reparar en ese virtuosismo, como si no pudiera haber nada más allá de
él. Por otro, a diferencia del resto de los personajes, Johnny Carter-Charlie
Parker vive sin una piel en la que proteger su exacerbada sensibilidad. No es
que él sea su música sino que es aquello que no puede alcanzar de su música. No
tiene una máscara aceptable que ofrecer a los demás; él es su rostro
descarnado, el de la autodestrucción y la eterna búsqueda.
El epígrafe elegido por Cortázar es de un poema de
Dylan Thomas: “Oh, dame una máscara” y lo ubica como las últimas palabras del
personaje cuando muere. Una máscara que proteja, una que constituya el rostro
aceptable de la estabilidad, de la cordura, del amor y del cuidado. Charlie
Parker quizás careció de ese rostro y nos puso, descarnadamente, tanto su
música como la fragilidad de su vida y nos legó este dilema con la salvedad de
que el artista fue frágil en su vida pero no en su forma.
Cortázar confiere a sus dos personajes dos
lenguajes distintos. Los dos son artificiosos e impostados. Ninguno explica a
la música y de eso parece tratarse el relato: de aquello que confluye en una
zona común pero que es en realidad inexplicable, irreproducible: la fugacidad y
al absoluto del instante de hacer música desde una zona de claridad y a la vez
de destrucción; hacerla desde ese lugar único e inexpresable.
Charlie Parker, parece decirnos Cortázar, no puede
reducirse a ninguna explicación extramusical, él simplemente fue una
encarnación, una de las más absolutas, de la música, una que careció de
máscaras y se expuso tan bella como crudamente.
Eduardo
Balestena
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