Para nosotros era el abuelo Emilio; para los
demás, Don Emilio, a secas.
Era el segundo marido de Mamina, la abuela.
Viuda de José Ramón a los veintinueve años, bella
y con tres hijos, pensó que nunca toleraría que alguien que no fuese su padre
pudiera levantarle la mano a un hijo suyo y decidió no volver a unirse a nadie
hasta que ellos no se hubieran casado, y cumplió. Hizo lo que ningún hombre
hace y lo que quizás muchas mujeres no puedan hacer: arreglárselas sola en una
época y en unas condiciones muy duras, anteponer sus hijos a toda ocasional
pareja y, como buena vasca, lo cumplió. La impronta de ese sufrimiento creo que
la marcó para siempre, pero aun le restaba perder a su segundo esposo y a un
hijo.
A todo sobrevivió y se fue como había vivido: en
silencio, con belleza y elegancia, sin
quejarse, sin pedir ni lamentar nada.
Ahora que lo pienso, el abuelo Emilio era como un
agregado a la familia; alguien que no acababa de encajar y que, siempre de
malhumor, protestaba por todo y a quien sólo lo alegraban el vino y el truco,
donde se revindicaba como un soberano. Recuerdo el Pontiac 38 que trabajaba de
taxi parado en la vereda del chalet del Dr. Gil, en Viamonte y entre Almafuerte
y Laprida, que cuidaban en invierno. En los veranos se iban a una casilla, en
Corrientes y Juan B. Justo. En el terreno había un garaje que habían traído del
campo que era como un gran techo curvo de chapas. Al lado había una casa de
madera donde vivía Norma, hija del “abuelo Emilio” (nunca se habló de ese
matrimonio anterior de él). Decían que también a la casilla la habían traído desde el campo,
lentamente, montada sobre ejes y ruedas de carro. De ser así, habrán tardado
semanas y la imagen resultante es bellísima: la casa de madera verde con ruedas
deslizándose, lentamente tirada por bueyes, en el campo extenso y virgen en los
años 30.
El “abuelo” Emilio se ayudaba con distintos
trabajos: en un diario en verano, como chofer (de la señorita María Luisa, en un Valiant II verde claro) y, finalmente, repartiendo
garrafas en un motofurgón Siambretta. Así lo recuerdo llegando a casa desde que
yo era chico y hasta que cumplí los dieciséis años. Mi mamá lo recibía con una ginebrita y ante ella era como si él se
convirtiese en otro ser, uno muy diferente a ese otro abuelo de cuando
estábamos todos. Con su saco grueso verde oscuro y su poncho llegaba a dejar garrafas llenas
y a llevarse las vacías. Se refugiaba, en ese alto con una ginebrita, no sólo
de la inclemencia del frío, entiendo ahora, sino de otras. No creo que Mamina
haya sido feliz a su lado, al menos no mientras lo conocimos. Quizás antes. La
historia aquí plantea el beneficio de la duda: quizás antes ella haya sido
feliz con él.
Fue sólo después, cuando murió, que pude enhebrar algo
de su historia: él y José Ramón habían estado por comprar un campo cuando mi
abuelo murió. Luego él perdió el suyo, primero fundido, como otros chacareros,
por los precios de Bunge y Born y luego expropiado para hacer el camino a
Miramar. Más tarde intentó otros negocios que fracasaron. Había enviudado y
vuelto a casarse y se separó luego de su segunda esposa en aquella época en que
no había ley de divorcio vincular. Aquel eterno enojo venía de un eterno
desarraigo: el de haber debido abandonar el campo y nunca haber podido
regresar.
Cuando murió, en octubre de 1971, fue desocupada
la casilla. Mamina se fue a vivir con una de mis tías que conservó algunas de
las cosas que había allí: un reloj de péndulo; un grueso banco de madera; un bello
recipiente de bronce. Yo me llevé las fotos viejas. Aún las conservo bajo el
vidrio de mi escritorio: seres desconocidos que miran desde una eterna niñez o
una eterna juventud que ya transcurrió, fijados para siempre en ese instante, único,
silencioso y lleno de misterio. Siento que si me deshago de esas fotos habrán
desaparecido y habrán muerto para siempre y con ellos ese misterio.
También había otras: el abuelo Emilio en Mendoza,
joven, con el Chevrolet 36 (él siempre recordaba al Chevrolet 36 de dos puertas), con niños, en paisajes lejanos de una vida
desconocida para nosotros. Desde pequeños lo habíamos visto como un hombre de
edad, grueso y huraño. Pero había tenido otra vida. ¿Qué habría podido suceder
en esa otra vida? ¿Eso legitimaba ese eterno malhumor o ese trato brusco para
con Mamina cuando, desde la remota y fantástica Mendoza, que era para él una
especie de territorio mitológico y encantado, llegaba su hijo Osvaldo, el exitoso
contador público nacional y perito partidor?
Todos esos rastros del pasado surgían ahora,
firmes y silenciosos; instalaban otra visión de la historia, una en la que el
abuelo Emilio se transmutaba en otra persona, más joven e impenetrable. Él,
después de todo, igual que mi mamá, había sido un náufrago y por eso ella lo
entendía.
Fue entre aquellas fotos que encontré, además de
una suya a los diecinueve años, una que no se parecía en nada al ser que
habíamos conocido (¿lo habíamos conocido?) un diario que había llevado y una
tarjeta postal: un hombre soñaba con una mujer con vestido de encaje y sombrero blanco. En el reverso había escrito: “17-10-15 Señorita Corina Noya haber si no
me olvida y me escribe. Las saludo resp”. “Lejos de ti, de noche en mi retiro/
es cuando estoy más cerca de ti/Porque tu imagen en el sueño miro bañada de
pureza junto a mí/Lejos de ti, mi frente está abatida; /Lejos de ti, mujer, no soy feliz;/Lejos de ti, no quiero ni la vida, que vivir no es vivir lejos de ti.
Emilio”. Que habrá sentido ella al recibirlo. Habrá contestado. Qué se habrían
dicho antes. Como habrá seguido la historia.
El diario consistía en unas pocas hojas de papel
cuadriculado. Llegado de España (él era español y no vasco como mi abuelo) a
trabajar al campo había visto de pronto, como una aparición, a la hija del
dueño. La describía como eso: una aparición, la de alguien con una aureola de
irrealidad. Todas sus sensaciones estaban allí: intensas, íntimas, silenciosas,
sólo confiadas al papel. Día tras día. Semana tras semana. Pronto ella se
transformó en el centro de su vida y planteaba aquellas visiones y aquellas
esperas directamente, sin rodeos, sin retóricas, con una hondura que nunca
hubiera podido reconocer en ese otro hombre en que se transformaría después. De
pronto, la escritura cesaba, abruptamente.
Vagas pistas, como el nombre (Corina Noya) en la
tarjeta postal y algunos otros nombres que venían en hebras dispersas y
sobrevivientes de ese remoto pasado permitían concluir que su historia de amor
había tenido final feliz, que él, después de todo, había podido llegar a
casarse con Corina Noya pero que ella había muerto. Cuándo. Cómo: nunca lo
sabré.
Las pistas permitían suponer que él, perdido el
campo, perdido el posible socio, se había ido a Mendoza y allí se había casado
pero que, al cabo del tiempo, había debido separarse.
Habrá sido entonces que decidió volver sobre la
otra pista, la de Mamina, la bella viuda de su amigo y regresar a una Mar del
Plata que aunque cercana a él no era el campo donde había vivido. Tampoco sabré
nunca si fue es lo que lo impulsó. No sé si es necesario saberlo.
Quizás esa vida errante buscando restaurar ese
desarraigo haya terminado por hacer de él ese hombre que, parcial y
superficialmente, habíamos conocido.
Seguramente el abuelo Emilio hubiera tenido muchas
cosas para contar pero no había nadie pare escucharlo. O puede que hubiera preferido guardar silencio.
El diario permitía abrir aquella historia pero no
cerrarla y terminaba por decirme que
nada es lo que parece, que la distancia entre un chacarero y un repartidor de
garrafas quizás haya sido demasiado grande, tanto como el amor que lo inspiró a
escribir ese diario.
El amor todo lo puede. Puede convertir a un ser en
otro, puede llevarnos al centro de su historia, a sus palabras íntimas, a sus
sueños íntimos y también a lo más crudo territorio del silencio y el olvido.
Eduardo
Balestena
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