viernes, 1 de febrero de 2013

El diario


Para nosotros era el abuelo Emilio; para los demás, Don Emilio, a secas.
Era el segundo marido de Mamina, la abuela.
Viuda de José Ramón a los veintinueve años, bella y con tres hijos, pensó que nunca toleraría que alguien que no fuese su padre pudiera levantarle la mano a un hijo suyo y decidió no volver a unirse a nadie hasta que ellos no se hubieran casado, y cumplió. Hizo lo que ningún hombre hace y lo que quizás muchas mujeres no puedan hacer: arreglárselas sola en una época y en unas condiciones muy duras, anteponer sus hijos a toda ocasional pareja y, como buena vasca, lo cumplió. La impronta de ese sufrimiento creo que la marcó para siempre, pero aun le restaba perder a su segundo esposo y a un hijo.
A todo sobrevivió y se fue como había vivido: en silencio, con belleza y elegancia,  sin quejarse, sin pedir ni lamentar nada.
Ahora que lo pienso, el abuelo Emilio era como un agregado a la familia; alguien que no acababa de encajar y que, siempre de malhumor, protestaba por todo y a quien sólo lo alegraban el vino y el truco, donde se revindicaba como un soberano. Recuerdo el Pontiac 38 que trabajaba de taxi parado en la vereda del chalet del Dr. Gil, en Viamonte y entre Almafuerte y Laprida, que cuidaban en invierno. En los veranos se iban a una casilla, en Corrientes y Juan B. Justo. En el terreno había un garaje que habían traído del campo que era como un gran techo curvo de chapas. Al lado había una casa de madera donde vivía Norma, hija del “abuelo Emilio” (nunca se habló de ese matrimonio anterior de él). Decían que también a la casilla la habían traído desde el campo, lentamente, montada sobre ejes y ruedas de carro. De ser así, habrán tardado semanas y la imagen resultante es bellísima: la casa de madera verde con ruedas deslizándose, lentamente tirada por bueyes, en el campo extenso y virgen en los años 30.
El “abuelo” Emilio se ayudaba con distintos trabajos: en un diario en verano, como chofer (de la señorita María Luisa, en un Valiant II verde claro) y, finalmente, repartiendo garrafas en un motofurgón Siambretta. Así lo recuerdo llegando a casa desde que yo era chico y hasta que cumplí los dieciséis años. Mi mamá lo recibía con una ginebrita y ante ella era como si él se convirtiese en otro ser, uno muy diferente a ese otro abuelo de cuando estábamos todos. Con su saco grueso verde oscuro y su poncho llegaba a dejar garrafas llenas y a llevarse las vacías. Se refugiaba, en ese alto con una ginebrita, no sólo de la inclemencia del frío, entiendo ahora, sino de otras. No creo que Mamina haya sido feliz a su lado, al menos no mientras lo conocimos. Quizás antes. La historia aquí plantea el beneficio de la duda: quizás antes ella haya sido feliz con él.
Fue sólo después, cuando murió, que pude enhebrar algo de su historia: él y José Ramón habían estado por comprar un campo cuando mi abuelo murió. Luego él perdió el suyo, primero fundido, como otros chacareros, por los precios de Bunge y Born y luego expropiado para hacer el camino a Miramar. Más tarde intentó otros negocios que fracasaron. Había enviudado y vuelto a casarse y se separó luego de su segunda esposa en aquella época en que no había ley de divorcio vincular. Aquel eterno enojo venía de un eterno desarraigo: el de haber debido abandonar el campo y nunca haber podido regresar.
Cuando murió, en octubre de 1971, fue desocupada la casilla. Mamina se fue a vivir con una de mis tías que conservó algunas de las cosas que había allí: un reloj de péndulo; un grueso banco de madera; un bello recipiente de bronce. Yo me llevé las fotos viejas. Aún las conservo bajo el vidrio de mi escritorio: seres desconocidos que miran desde una eterna niñez o una eterna juventud que ya transcurrió, fijados para siempre en ese instante, único, silencioso y lleno de misterio. Siento que si me deshago de esas fotos habrán desaparecido y habrán muerto para siempre y con ellos ese misterio.
También había otras: el abuelo Emilio en Mendoza, joven, con el Chevrolet 36 (él siempre recordaba al Chevrolet 36 de dos puertas), con niños, en paisajes lejanos de una vida desconocida para nosotros. Desde pequeños lo habíamos visto como un hombre de edad, grueso y huraño. Pero había tenido otra vida. ¿Qué habría podido suceder en esa otra vida? ¿Eso legitimaba ese eterno malhumor o ese trato brusco para con Mamina cuando, desde la remota y fantástica Mendoza, que era para él una especie de territorio mitológico y encantado, llegaba su hijo Osvaldo, el exitoso contador público nacional y perito partidor?
Todos esos rastros del pasado surgían ahora, firmes y silenciosos; instalaban otra visión de la historia, una en la que el abuelo Emilio se transmutaba en otra persona, más joven e impenetrable. Él, después de todo, igual que mi mamá, había sido un náufrago y por eso ella lo entendía.
Fue entre aquellas fotos que encontré, además de una suya a los diecinueve años, una que no se parecía en nada al ser que habíamos conocido (¿lo habíamos conocido?) un diario que había llevado y una tarjeta postal: un hombre soñaba con una mujer con vestido de encaje y sombrero blanco. En el reverso había escrito: “17-10-15 Señorita Corina Noya haber si no me olvida y me escribe. Las saludo resp”. “Lejos de ti, de noche en mi retiro/ es cuando estoy más cerca de ti/Porque tu imagen en el sueño miro bañada de pureza junto a mí/Lejos de ti, mi frente está abatida; /Lejos de ti, mujer, no soy feliz;/Lejos de ti, no quiero ni la vida, que vivir no es vivir lejos de ti. Emilio”. Que habrá sentido ella al recibirlo. Habrá contestado. Qué se habrían dicho antes. Como habrá seguido la historia.
El diario consistía en unas pocas hojas de papel cuadriculado. Llegado de España (él era español y no vasco como mi abuelo) a trabajar al campo había visto de pronto, como una aparición, a la hija del dueño. La describía como eso: una aparición, la de alguien con una aureola de irrealidad. Todas sus sensaciones estaban allí: intensas, íntimas, silenciosas, sólo confiadas al papel. Día tras día. Semana tras semana. Pronto ella se transformó en el centro de su vida y planteaba aquellas visiones y aquellas esperas directamente, sin rodeos, sin retóricas, con una hondura que nunca hubiera podido reconocer en ese otro hombre en que se transformaría después. De pronto, la escritura cesaba, abruptamente.
Vagas pistas, como el nombre (Corina Noya) en la tarjeta postal y algunos otros nombres que venían en hebras dispersas y sobrevivientes de ese remoto pasado permitían concluir que su historia de amor había tenido final feliz, que él, después de todo, había podido llegar a casarse con Corina Noya pero que ella había muerto. Cuándo. Cómo: nunca lo sabré.
Las pistas permitían suponer que él, perdido el campo, perdido el posible socio, se había ido a Mendoza y allí se había casado pero que, al cabo del tiempo, había debido separarse.
Habrá sido entonces que decidió volver sobre la otra pista, la de Mamina, la bella viuda de su amigo y regresar a una Mar del Plata que aunque cercana a él no era el campo donde había vivido. Tampoco sabré nunca si fue es lo que lo impulsó. No sé si es necesario saberlo.
Quizás esa vida errante buscando restaurar ese desarraigo haya terminado por hacer de él ese hombre que, parcial y superficialmente, habíamos conocido.
Seguramente el abuelo Emilio hubiera tenido muchas cosas para contar pero no había nadie pare escucharlo. O puede que hubiera preferido guardar silencio.
El diario permitía abrir aquella historia pero no cerrarla y terminaba por decirme   que nada es lo que parece, que la distancia entre un chacarero y un repartidor de garrafas quizás haya sido demasiado grande, tanto como el amor que lo inspiró a escribir ese diario.
El amor todo lo puede. Puede convertir a un ser en otro, puede llevarnos al centro de su historia, a sus palabras íntimas, a sus sueños íntimos y también a lo más crudo territorio del silencio y el olvido.



             



Eduardo Balestena


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