“Los cuentos reales, expresión que tal vez se me haya
pegado del gran Abelardo Castillo (`Los mundos reales´) debe su nombre a que la
mayoría de estos cuentos nacieron de historias reales, escuchadas en
conversaciones propias o ajenas, vividas o
transpuestas lo más poéticamente que pude a la palabra escrita”. Tal es
la propuesta del libro de cuentos y relatos Historias
Robadas, El Chimenea y Otros Cuentos Reales de Jorge Dietsch.
La vida es materia de la literatura, pero requiere ser
elaborada literariamente. Algo sucedido, contado, escuchado (a un paciente, o
venido por una vía indirecta), perdura y circula en esa elaboración. Después de
todo, el momento de la oralidad estaba destinado a no desaparecer. La
literatura es esa memoria, ese apresar el momento, fijar la experiencia y
hacerla circular hasta donde sea posible.
Esta oralidad fijada, llevada lo más poéticamente que se puede a la escritura es un postulado tan
central que en las Notas para la gratitud,
en las últimas páginas del libro, se nos cuenta el origen de cada una de las
narraciones y podemos rastrear en ese detalle cuánto hay de sucedido y cuánto
de elaborado.
Registros
El narrador no se limita a contar algo sino a encontrar la
inflexión capaz de plasmar aquella experiencia, la impresión que produce y el
significado que hay en ella. El lenguaje, entonces, cambia y lo hace por medio
de un trabajo estilístico que al menos tiene cuatro variantes: el del lenguaje
en aquello que tiene de simbólico; el diálogo puro; la desaparición del
narrador ante la primacía del hecho en sí mismo y la voz reflexiva y lírica de El chimenea, cuyo textura es propia y
diferente a la de los otros textos.
Cosas imposibles
de ser dichas
Dividido
entonces el libro por registros, en los primeros cuentos el lenguaje trabaja
desde lo alusivo de la palabra, en una economía y precisión de recursos que
pone en primer plano la imagen que se desea plasmar y su significado.
En De la mano, por ejemplo, una niña asiste
al regreso de los soldados sobrevivientes de La Gran Guerra (1914-1918) –entre
los que espera encontrar a su padre- y el narrador lo describe con el menor
despliegue posible de palabras:
Desde el fondo de la
calle los vio aparecer. Venían maltrechos, vendados, con los ojos salidos por
la fiebre y el hambre. Con el fusil al hombro como un peso que llevaban en un
último esfuerzo. Malheridos y enteros. Y pasaban tan cerca que con solo
estirarse podía tocarlos. Pero tuvo la sensación de que eran tan frágiles que
si los tocaba, como un trozo de tierra seca se desmoronarían en pedazos.
Por eso, cuando encontró
su mirada, se metió con cuidado en las filas, de vuelta a casa, como le había
prometido a su madre esa mañana.
(De la mano, en “Historias Robadas”, Edit. MB, Miramar, 2023, pág.
10)
La
palabra expresa en lo que omite y lo que elige decir: la fragilidad, el
desamparo, la atroz incertidumbre (¿volverá, no volverá?). Al hacerlo también,
sin mencionarla expresamente, caracteriza a la guerra como una maquinaria cruel
y absurda que se apropia de las vidas inocentes.
En la historia lo que se plasma es precisamente eso: el
triunfo –por mero azar- de la inocencia y el sentimiento puro.
Los cuentos de este registro están vinculados
precisamente por lo no dicho, por aquello que se alude, lo mismo un vínculo no
confesado (Recuerdos en sepia) como
algo que aconteció en un lugar que hoy es irreconocible, como en Esa esquina que, junto con De la mano son acaso los cuentos más
notables de la serie.
El personaje de Esa
esquina se encuentra de pie en un cruce (en la referencia del final
sabremos que es el de San Juan y Libertad):
Hacía grandes esfuerzos, sobre todo en
los últimos años, para no tener traspiés con su memoria, pero ella le
sorprendía cuando menos imaginaba. Una vez atrapado, no tenía forma de salir.
Menos ahora, que el tiempo le había vuelto débil la voluntad.
-¿Sabía usted, joven, que hace setenta
años había aquí una laguna?- le dijo a un muchacho que pasaba a su lado con
apuro.
El joven lo miró, sorprendido, y atinó
a darle la hora […]
Miró para todos lados buscando alguna
señal, algo que le indicara que esos recuerdos agolpados habían sido reales. Si
descubriera un árbol, pensó, un charco, un pájaro que busque todavía esos
rastros me creerían.
(Esa
esquina, obra citada, pág. 19)
Desde
el comienzo la propuesta contiene los elementos centrales de la narración: la
memoria que conduce a un lugar que pugna por sobrevivir y termina prevaleciendo
sobre el presente; la imposibilidad de compartir esa experiencia con los demás
y la superposición del futuro y del pasado.
Este
último elemento va expandiéndose a lo largo de la narración a grado tal que
será aquello que la resuelva en la
indefinición: en efecto, no sabemos qué sucedió, si es que algo sucedió, con el
personaje.
Si
bien el narrador declara que se trata de historias oídas, robadas, o tomadas
prestadas a otros, son algo más que eso: constituyen la materia de un trabajo
estilístico gobernado por una idea: el rescate de aquello que se aleja.
Queda
la duda acerca de si el autor utiliza esos materiales para una obra gobernada
por leyes puramente literarias o si es capaz de plasmar un resultado literario
a partir de aquella experiencia que tomó como punto de partida.
Aquella mañana […] había visto
alejarse a otra niña, mucho tiempo atrás. Casi en el mismo lugar, a orillas de
la laguna, después de que él le dijera que le gustaba. Roja de vergüenza, la
muchacha corrió por el borde sin detenerse ni mirar atrás, sin tropezar
siquiera con los matorrales de colas de zorro y junco que crecían alrededor.
(Esa
esquina, pág. 21)
En el final, como fragmentos, escenas del presente
interrumpen el recuerdo, que sin embargo prevalece y cierra la historia. Salvo
eso, ignoramos lo que en verdad sucedió con el personaje y ese es el efecto del
cuento. El narrador nos induce a creer en un final que no deseamos aceptar y
buscamos otras posibilidades que nos permitan rescatar al personaje:
El semáforo dejó de jugar con las
luces y se apagó definitivamente. Desapareció bajo el agua.
El miraba recostado contra el muro.
Los autos dejaron de pasar. Sentía crecer las plantas […]
Sintió que Diana lo llamaba. De lejos
le decía que a ella también le gustaba.
(Esa
esquina, pp. 22/23)
Diálogos
Hay varias funciones del diálogo: como modo de plantear la acción (Un buen tipo), de desarrollar una situación insólita (Solo quedaron cenizas o Madres eran las de antes). De este modo,
el diálogo aparece asociado a situaciones graciosas, inimaginables –como pedir
rescate por las cenizas de un familiar- o curiosas pero posibles (Diálogo de sordos):
-Sí,
soy yo el médico
-Hola doctor, habla la
hermana de su paciente. De Elida, Elida Sánchez.
-Ah, sí, y ¿qué anda
pasando?
-Está con un problemita.
Tiene un dolor. En la barriga, creo.
-Sería mejor que ella me
lo explicara. ¿Puedo hablar con ella?
-No, doctor, ¿no lo recuerda? Mi
hermana es sorda (Usted puede hablar pero ella no lo va a escuchar) […]
-Y ella, ¿qué señas le hace?
-La panza, se señala la panza. Arriba
-¿Arriba a la derecha?
-¿Derecha de quién?
-Suya
-¿Mía o de ella?
(Diálogo
de sordos, ob. cit., pp. 67/68)
Concisión, rapidez,
efectividad, la maestría de su manejo lo hace el único instrumento posible.
Con
un registro diferente, las anécdotas de la última parte nos indican que nada
hay ajeno a la literatura.
El Chimenea y Pedro Salvadores
“Doña
Conce, hace muchos años, me contó la historia de un familiar suyo que en España,
fue ocultado por los habitantes del pueblo…para evitar que lo enviaran a la
guerra. Creo que se trataba de la última guerra Carlista…en una de esas
chimeneas enormes que había entonces en las casas” señala el autor en el
epígrafe de esta extensa narración, que guarda estrecha semejanza con la de
Pedro Salvadores, de Borges, en “Elogio de la sombra.”
A lo
largo de las doce secciones en que se divide, el texto es una reflexión lírica
acerca del absurdo de la guerra, y la propia condición del confinado:
Así hemos seguido viviendo, Así
estamos unos fuera otros dentro de estas honduras que nos asustan. Así estoy
yo, en este pozo que soy yo mismo, por fuera y por dentro, a la espera no sé de
qué, tal vez de algo que salte o que vibre y nos señale que por allí puede
estar la respuesta o la pregunta, porque es este asunto no sabemos siquiera la
pregunta. Ahí sí que intuimos que hay
algo, algo que no tiene respuesta pero no sabemos siquiera a qué.
(El
chimenea, ob. cit., pág. 108)
Un punto de partida remoto
es a la vez un universal capaz de expresar la fragilidad de una condición que
nos indica que, de uno u otro modo, todos estamos encerrados por algo que
sucede más allá de nuestro entendimiento pero que nos oprime fuertemente, como
lo señala Borges: “Como todas las cosas, el destino de Pedro Salvadores nos
parece un símbolo de algo que estamos a punto de comprender.” (Jorge Luís
Borges, Pedro Salvadores, “Elogio de
la Sombra”, 1969, Obras completas, Emecé, 1977, pág. 995)
Jorge
Dietsch ha dicho que es un médico que escribe, definición que deberíamos
reformular en un nuevo enunciado: es un escritor que es médico o un médico que
es escritor, ya que en esa relación no es posible determinar cuál de los
términos debe ir primero.
Algo es cierto, una instancia se nutre de la otra y el
amor a la profesión se manifiesta como amor a la literatura y, como en este
libro, al rescate de aquello que merece ser materia de esa literatura.
Eduardo Balestena
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