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A cien años del comienzo de la Primera Guerra Mundial
El 28 de julio de 1914 Austria declaró la guerra a Serbia, iniciando el primer gran conflicto masivo y tecnológico que incidió en el curso de la historia de la humanidad y alteró el mapa mundial.
Vamos a evocarlo desde el que fue uno de sus documentos más genuinos y representativos: la novela Sin novedad en el frente (1929) de Erich Maria Remarque (1898-1970).
Una cronología fatal
El 21 de mayo de 2013 el historiador Dominique Venner se suicidó en el altar principal de Notre Dame. Lo hizo como protesta ante “los peligros que se alzan para mi patria francesa y europea”. Era un activista y pensador nacionalista de derecha, con una vasta producción entre la que se encuentra el brillante trabajo Nueve asesinatos claves: terror y crímenes políticos en el siglo XX (Atlántida, 1988). Ensaya allí una visión de la historia como resultante de factores azarosos. Dedica su primer capítulo al asesinato de Piotr Stolypin, ministro del zar Nicolás II y el segundo al atentado contra el Archiduque Francisco Fernando, heredero del trono del imperio austrohúngaro, en Sarajevo, el 28 de junio de 1914, ambos muy conectados: de haber vivido Stolypin, de extracción moderada, hubiese incidido en tratar de evitar la movilización de Rusia que terminó por forzar a Austria a declarar la guerra a Serbia, aliada de Rusia, país que intentaba avanzar sobre el poderío del imperio austrohúngaro y llevar a cabo una política expansionista.
Son nacionalistas Serbios (Serbia, como Rusia, es un escenario muy complejo y convulsionado en ese momento) quienes asesinan al archiduque y a su esposa Sofía en un golpe en cuyas alternativas interviene en gran medida el azar. El 7 de julio Rusia, aliada de Serbia, lleva a cabo la primera movilización de tropas. Poincaré, presidente de Francia, en una actitud ambigua, alienta las intenciones belicistas de Rusia. El 23 de julio Austria dirige un ultimátum a Serbia, cuyos términos en principio serían aceptados, hasta que Rusia alienta a Serbia a endurecer su posición y el 30 de julio ordena una movilización general, cuya respuesta forzosa es la movilización de tropas austríacas. Los hechos se encadenan en un juego de malentendidos que hacen fracasar a todas las iniciativas moderadas, hasta que el 28 de julio Austria declara la guerra a Serbia. Inglaterra, a su vez, hace lo propio el 4 de agosto con Alemania, aliada de Austria, al ver amenazada a Bélgica.
La lógica de las alianzas, los intereses expansionistas, y las razones tácticas primó sobre las posibilidades de lograr la paz, y lo hizo sin medir las consecuencias que podía llegar a desencadenar un conflicto de semejante magnitud: “En todas las capitales, en los momentos de los Concejos decisivos, los hombres políticos, generalmente mediocres, cedieron ante los técnicos especialistas”, dice Venner (pág. 53). Así, la Primera Guerra Mundial fue el primer gran conflicto tecnológico donde las razones del mismo aparato bélico primaron sobre el interés humano y la paz.
“Una generación destruida por la guerra”
“Este libro no pretende ser ni una acusación ni una confesión. Sólo intenta informar sobre una generación destruida por la guerra. Totalmente destruida, aunque se salvase de las granadas”, postula Remarque en el epígrafe de la obra.
Lo primero que surge de confrontar un texto y otro -el de Venner y el de Remarque- es el del divorcio absoluto entre dos planos: el de los hechos históricos y las decisiones y la experiencia real, objetiva y subjetiva: el narrador personaje es un soldado. Junto con sus compañeros de curso se ha alistado bajo la influencia del profesor Kantorek y un fervor belicista para el cual quien no se alistara era visto como un cobarde, y como tal, blanco de la repulsa del profesor.
Pero ese discurso, el de los valores inculcados, sólo resiste hasta la primera explosión, el primer ataque o la primera visión de un cadáver: circunstancias que revelan que esos valores en realidad eran falsos y se resquebrajan ante uno: la camaradería, la amistad. La novela es una suerte de crónica de esa amistad y poco a poco se va destruyendo, con cada baja, hasta que no queda nada por vivir: el mundo conocido no existe; tampoco el futuro.
La narración se articula en dos grandes ejes: el objetivismo descarnado y el lirismo. Por momentos es un retrato, por momentos son sensaciones auditivas, olfativas: “Nuevos silbidos. Rápidamente me encojo; escudriño con las manos donde resguardarme, toco algo a mi izquierda. Me aprieto contra esto que cede. Gimo; se abre la tierra; truena en mis oídos el aire en presión; me arrastro bajo esto que cede, lo pongo sobre mí…Es madera, es tela; me tapa, sirve para taparme; me resguarda pobremente para los cascos de metralla que vuelan hacia abajo. Abro los ojos. Mis dedos agarran una manga, un brazo…Mi mano sigue palpando astillas de madera. Me doy cuenta ahora de que estamos en el cementerio” (Sin novedad en el frente, Edit, Dédalo. Buenos Aires, 1965, pág. 50). El fuego de artillería abierto sobre un cementerio significa “una segunda muerte” para quienes, enterrados allí, sirven de protección a los vivos.
En otros es poesía pura: “Para nadie es la tierra tanto como para el soldado. Si el soldado se abraza a ella largo tiempo, fuertemente; si hinca en la tierra hondamente su cara, sus miembros, transido del pánico que inspira el fuego, entonces la tierra es su único amigo, es su hermano, es su madre. El soldado encierra sus gritos y su miedo en el corazón de aquel silencio, en aquel recinto acogedor. La tierra abraza al soldado y lo devuelve luego para que viva y avance otros diez segundos. Y vuelve a recogerlo, a veces para siempre” (pág. 42).
Las referencias de tiempo y lugar son secundarias: inferimos que el narrador se encuentra en Francia; el tiempo también aparece desde lo subjetivo antes que desde la clara referencia de fechas: nada de eso importa demasiado: “todas las guerras son la guerra, a secas” (señala Marco Denevi enVariación del perro).
La experiencia del extrañamiento
“Ya no somos juventud…De nuestra vida. Teníamos dieciocho años, empezábamos a amar el mundo, la vida…y la primera granada que explotó dio en medio de nuestro corazón. Estamos al margen de toda actividad, de toda aspiración, del progreso. No, ya no creemos en eso. Sólo creemos en la guerra” (pág. 63). No hay nada para quienes aún no comenzaron a vivir y ya han experimentado un horror del cual es imposible volver, uno que reduce toda dimensión humana al puro instinto. Lo mismo sucede durante un permiso en el cual vuelve a su casa. No puede compartir ese horror porque es indecible y todo ese mundo le resulta ajeno: “Respiro con calma y me digo ´estás en tu casa, estás en tu casa´. Pero no puedo alejar de mí cierta inquietud. Aún no puedo acomodarme a todo” (pág.109).
“No habla de su madre, de sus hermanos; nada dice, seguramente ya dejó todo eso tras sí. Ahora está solo, con su vida pequeñita de diecinueve años, llorando porque tiene que dejarla” (pág.27): la extensa secuencia de la muerte de Kemmerich, un compañero de curso, frágil y esmirriado, es un símbolo en sí misma de la despiadada sinrazón de la guerra.
Apenas publicada en 1929 la novela prevaleció por su enorme fuerza, por su sensibilidad, por su lucidez descarnada y más tarde le valdría el exilio a Erich María Remarque, escritor refinado, poeta, ex soldado, y sería quemada en el holocausto de libros del nazismo, ese que hoy recuerda un monumento sencillo y subterráneo frente a la biblioteca de Berlín.
Es la totalidad y la intimidad de la guerra: la totalidad porque expresa su sinsentido, el mismo que con otras palabras plantea Venner ; sus sensaciones y esas muertes pequeñas, inútiles, insignificantes para la maquinaria insaciable; y también íntima por esos momentos sustraídos al horror: el asar un ganso en un cobertizo, el procurarse algo para después compartirlo, el apoyarse en alguien cuya presencia siempre será momentánea.
El postulado de Remarque logró constituir un enorme documento, genuino, incontrovertible, humilde y a la vez ambicioso en su intención de dejar constancia de esa guerra ciega, mecánica y devastadora que le tocó vivir.
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