viernes, 22 de marzo de 2013

El estilo como sensibilidad



Fabián Iriarte es un poeta y educador muy reconocido en el ámbito literario y en el académico. Doctorado en Humanidades por la universidad de Texas, en Dallas, ha alcanzado al mismo tiempo que el nivel más alto de una formación académica una amplia experiencia docente como formador. También ha llevado a cabo un trabajo incesante en la escritura del que dan cuenta, en los últimos años y sin mencionar a todas sus obras anteriores, tanto libros como la antología Usos de la imaginación (poesía de los latinos en EEUU) (edición bilingüe-  EUDEM,  2008) en selección y traducción conjunta con Lisa Rose Bradford; La mudanza (Gogol Ediciones 2009); Cuentas por saldar (Ediciones en Danza, 2010) y los recientes Las confesiones (Huesos de Jibia, 2012) y La Caja P (Ediciones del Dock, 2012) ambos en muy cuidadas ediciones. De éstos últimos nos ocuparemos brevemente. Asimismo recibió el premio Saint Exupèry, en 1987, con una estadía en París: no son referencias gratuitas sino etapas en un incesante devenir creativo.
Tradición y enunciación
El discurso lírico hecho en la intertextualidad, en la exploración de idiomas y lenguajes ha producido una voz hecha de tradición y a la vez distanciamiento, de erotismo, velado y de indagación de lo no dicho que es realmente única. Nada se sustrae al lenguaje poético pero este lenguaje es minucioso, indirecto, elige muy bien sus referencias y es pulsional a la vez que erudito.
Pero algo ha sucedido en estos dos últimos libros, los más intensos y aforísticos. Quizás podrían ser  simbolizados con la imagen de los ideogramas: unidades de conceptos tan delicados como directos y completos en sí mismo, igual que pequeños universos, que involucran nuevas operaciones con el lenguaje. Algo nuevo aparece en ellos, una intensidad que se desplaza del erotismo y la literatura –como modo de sentir y de decir- a la vida y a la muerte. Toda su estética parece volcada a esta nueva función. El lenguaje ya no es una tradición sino el contenido de una tradición: “Cambió la perspectiva. (O cambiamos nosotros…”Algunas obras pueden herir la susceptibilidad del espectador” pero algunas veces hay que dejarse herir) (Conversación con Sara Cohen “Las confesiones”). La utilización de una frase de la cultura popular tiene una contracara, es necesario dejarse herir, atravesar la experiencia y aceptar lo que nos deje. A la vez, pareciera que toda experiencia será dolorosa.
La tradición escrita no es una referencia vacía sino algo perdurable, ella responde y expresa a las grandes y eternas preguntas; pero aquí hay un desplazamiento hacia lo íntimo, son las grandes preguntas pero también el giro inesperado; la cita está en función de algo: “una sola palabra bastará para traducirme” (Nicole de paseo a orillas del río, Las Confesiones).
El poeta va más allá de su propia estética, pone a la tradición a funcionar en el contexto nuevo de la propia intimidad y sirve para eso. Se expande,  perpetúa y legitima porque contiene, en su generalidad, a todas las particularidades.
El futuro consumado
Pero quizás lo diferente se encuentre en la acepción más intensa e intuitiva del lenguaje: ciertas metáforas y a veces sólo escenas (como si no fuese necesario ninguna elaboración  y sólo bastara describir algo): “Ese niño que andaba en triciclo/en la casa de su abuela/rayando las baldosas del piso de rombos negros y blancos/como en las pinturas flamencas,//ese niño algo regordete y sin preocupaciones,/con su sonrisa ancha y limpia…/Mucho más tarde leería a Proust, se acostaría con un hombre/ a los 17 años, buscaría el amor en el lugar equivocado,/le prohibirían seguir andando sin preocupaciones” (Catleya, Las Confesiones): dos términos estructuran el poema: “ese niño que andaba en triciclo” y “le prohibirían seguir andando sin preocupaciones” entre los cuales algo aludido sucede. Lo lírico es dar cuenta de ese proceso en que las cosas mutan y van de la abierta posibilidad al agotamiento de la posibilidad y lo hace como si alguien –o algo innombrable lo ordenara; pero lo hace desde la alusión, velada, indirecta, inaccesible.
O “`Uno, dos, tres, cuatro, cinco…’ La  muerte ya estaba allí, pero yo no lo sabía” (Jugando a las escondidas, Las confesiones). La tradición, sin embargo, es incapaz de hacernos ver eso que no sabíamos y es necesario decirlo directamente: la vida –y la poseía- es aquello que aguardaba para saltarnos pero cuya existencia nunca íbamos a poder adivinar.
Asumir lo que no se pede nombrar 
La Caja P  se compone de de cinco capítulos: I Todos los males y los vicios sueltos; II) El breve pájaro de la esperanza; III) Nuevas aperturas; IV) Paradigma cero y otros poemas; V) El visitante inesperado.
El último de ellos –que produce tanto deslumbramiento como escozor, tanta maravilla como asombro-  implica varias operaciones. La más evidente es colocar al cáncer –una variedad de lo innombrable, de lo indecible, de lo inevitable- como objeto poético y atreverse a hablar de él y darle palabras. Otra es colocar al lenguaje médico en el ámbito enunciativo y al hacerlo desplazarlo de su función y al mismo tiempo revelarla. Palabras específicas, que se autoabastecen –nada las atraviesa, conmueve o vincula con algo positivo- y a la vez son vagas; humanas y a la vez inhumanas (hablan de un ser como de un accidente geográfico); precisas y al mismo tiempo imprecisas: no se sabe que producirán, ni cuándo ni cómo. Sí instalan una presencia tan imperativa como terrorífica: “La lectura no es fácil. Las palabras son malvadas. La confusión se ramifica” (Diagnóstico carcinoma).
Los poemas son directos, en apariencia sencillos pero en ellos se producen operaciones complejas y sutiles que construyen su efecto: “Las habitaciones tenían números./Ciento  dos, ciento tres, ciento cuatro…/Ciento cuatro./Pero otras futuras muertas/ya estaban acostadas en sus lechos” (Cambio de habitaciones): Los números conforman la precisión del anonimato. Lo que está y no sabemos que está es uno de los ejes de la serie. La libertad y la vida ya están signadas por eso que ignoramos: “El camino ya estaba completo,/ya habías llegado a su fin, pero yo/ no lo sabía” (El camino). No importa el tiempo por venir, el ciclo se reanudará y aquellas que hoy viven ignorándolo yacerán en esos lechos con números anónimos. El destino es el anonimato del número, la fatalidad de la muerte. El futuro ya está consumado, el futuro ya está muerto (“las futuras muertas”) aunque ello todavía no suceda.
 El poema también se cierra en sí mismo. Al hacerlo parece renunciar a la necesidad de expansión de las sensaciones hacia un mundo que es descubierto, que podría ser la finalidad por excelencia de un poema y, por el contrario, convertirse en oscuridad, una designada por imágenes sino por una descripción despojada: “ Pocos días antes/de que entren dos enfermeras a la habitación nro. 104,/ para ponerte en una bolsa y correr el cierre/relámpago//hasta tapar tu vientre, tus pechos, tu cuello, tu mentón, tu nariz,/ tus ojos, tu frente,//hasta encerrarte, por orden de esa señora cruel,/en su negra bolsa,//las sienes se retraen, como si el cuerpo solo/ presintiera el vacío de la razón, //el viento sin significado/del pensamiento” (La bolsa negra).
El cuerpo es negado paulatinamente: por la muerte, por el cubrir sus partes luego  de la muerte como una cortina que cayera sorpresivamente sobre el espacio en el cual hasta hace poco transcurría una vida y una historia. Aun así, muerto, presiente el vacío de la razón (¿que es el asalto de la enfermedad sobre la vida sino el vacío de la razón y la pregunta acerca del por qué?). La imagen de ese cuerpo muerto que sin embargo presiente a la vez se universaliza y vincula al viento sin significado del pensamiento.
Una bolsa negra es un objeto poético despiadado: la violencia de las imágenes está en que no son imágenes, son sólo la enumeración de cosas que no pueden ser más opuestas a la vida y que al lado de la vida aparecen como toscas.
Fabián Iriarte ha ido más allá de su lenguaje. Tuvo que pagar un precio muy alto. Pero supo hacer del dolor más grande un mundo de sentido poderoso y único.
En la película Provicence (Alain Resnais, 1977) John Gielgud era un viejo escritor. Señalaba “Dicen que mi estilo no tiene sensibilidad. Necios. El estilo es la sensibilidad”.
El poeta ha hecho de lo literario –y de las diversas lenguas que maneja- un universo poético que es también el idioma de su sensibilidad. Ha traspasado sin embargo esa frontera y encontrado un estilo nuevo, uno que también es una sensibilidad, acaso la más descarnada. 



Eduardo Balestena


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