Fabián Iriarte es un poeta y educador muy
reconocido en el ámbito literario y en el académico. Doctorado en Humanidades
por la universidad de Texas, en Dallas, ha alcanzado al mismo tiempo que el nivel
más alto de una formación académica una amplia experiencia docente como
formador. También ha llevado a cabo un trabajo incesante en la
escritura del que dan cuenta, en los últimos años y sin mencionar a todas sus obras
anteriores, tanto libros como la antología Usos
de la imaginación (poesía de los latinos en EEUU) (edición bilingüe- EUDEM,
2008) en selección y traducción conjunta con Lisa Rose Bradford; La mudanza (Gogol Ediciones 2009); Cuentas por saldar (Ediciones en Danza,
2010) y los recientes Las confesiones
(Huesos de Jibia, 2012) y La Caja P (Ediciones
del Dock, 2012) ambos en muy cuidadas ediciones. De éstos últimos nos
ocuparemos brevemente. Asimismo recibió el premio Saint Exupèry, en 1987, con
una estadía en París: no son referencias gratuitas sino etapas en un incesante
devenir creativo.
Tradición y enunciación
El discurso lírico hecho en la
intertextualidad, en la exploración de idiomas y lenguajes ha producido una voz
hecha de tradición y a la vez distanciamiento, de erotismo, velado y de
indagación de lo no dicho que es realmente única. Nada se sustrae al lenguaje
poético pero este lenguaje es minucioso, indirecto, elige muy bien sus
referencias y es pulsional a la vez que erudito.
Pero algo ha sucedido en estos dos últimos
libros, los más intensos y aforísticos. Quizás podrían ser simbolizados con la imagen de los ideogramas:
unidades de conceptos tan delicados como directos y completos en sí mismo,
igual que pequeños universos, que involucran nuevas operaciones con el
lenguaje. Algo nuevo aparece en ellos, una intensidad que se desplaza del
erotismo y la literatura –como modo de sentir y de decir- a la vida y a la
muerte. Toda su estética parece volcada a esta nueva función. El lenguaje ya no
es una tradición sino el contenido de una tradición: “Cambió la perspectiva. (O
cambiamos nosotros…”Algunas obras pueden herir la susceptibilidad del
espectador” pero algunas veces hay que dejarse herir) (Conversación con Sara Cohen “Las confesiones”). La utilización de
una frase de la cultura popular tiene una contracara, es necesario dejarse
herir, atravesar la experiencia y aceptar lo que nos deje. A la vez, pareciera
que toda experiencia será dolorosa.
La tradición escrita no es una referencia
vacía sino algo perdurable, ella responde y expresa a las grandes y eternas
preguntas; pero aquí hay un desplazamiento hacia lo íntimo, son las grandes
preguntas pero también el giro inesperado; la cita está en función de algo:
“una sola palabra bastará para traducirme” (Nicole
de paseo a orillas del río, Las Confesiones).
El poeta va más allá de su propia estética,
pone a la tradición a funcionar en el contexto nuevo de la propia intimidad y
sirve para eso. Se expande, perpetúa y
legitima porque contiene, en su generalidad, a todas las particularidades.
El futuro consumado
Pero quizás lo diferente se encuentre en la
acepción más intensa e intuitiva del lenguaje: ciertas metáforas y a veces sólo
escenas (como si no fuese necesario ninguna elaboración y sólo bastara describir algo): “Ese niño que
andaba en triciclo/en la casa de su abuela/rayando las baldosas del piso de
rombos negros y blancos/como en las pinturas flamencas,//ese niño algo
regordete y sin preocupaciones,/con su sonrisa ancha y limpia…/Mucho más tarde
leería a Proust, se acostaría con un hombre/ a los 17 años, buscaría el amor en
el lugar equivocado,/le prohibirían seguir andando sin preocupaciones” (Catleya, Las Confesiones): dos términos
estructuran el poema: “ese niño que andaba en triciclo” y “le prohibirían seguir
andando sin preocupaciones” entre los cuales algo aludido sucede. Lo lírico es
dar cuenta de ese proceso en que las cosas mutan y van de la abierta
posibilidad al agotamiento de la posibilidad y lo hace como si alguien –o algo
innombrable lo ordenara; pero lo hace desde la alusión, velada, indirecta, inaccesible.
O “`Uno, dos, tres, cuatro, cinco…’ La muerte ya estaba allí, pero yo no lo sabía” (Jugando a las escondidas, Las
confesiones). La tradición, sin embargo, es incapaz de hacernos ver eso que no
sabíamos y es necesario decirlo directamente: la vida –y la poseía- es aquello
que aguardaba para saltarnos pero cuya existencia nunca íbamos a poder
adivinar.
Asumir
lo que no se pede nombrar
El último de ellos –que produce tanto
deslumbramiento como escozor, tanta maravilla como asombro- implica varias operaciones. La más evidente
es colocar al cáncer –una variedad de lo innombrable, de lo indecible, de lo
inevitable- como objeto poético y atreverse a hablar de él y darle palabras.
Otra es colocar al lenguaje médico en el ámbito enunciativo y al hacerlo
desplazarlo de su función y al mismo tiempo revelarla. Palabras específicas,
que se autoabastecen –nada las atraviesa, conmueve o vincula con algo positivo-
y a la vez son vagas; humanas y a la vez inhumanas (hablan de un ser como de un
accidente geográfico); precisas y al mismo tiempo imprecisas: no se sabe que
producirán, ni cuándo ni cómo. Sí instalan una presencia tan imperativa como
terrorífica: “La lectura no es fácil. Las palabras son malvadas. La confusión
se ramifica” (Diagnóstico carcinoma).
Los poemas son directos, en apariencia sencillos
pero en ellos se producen operaciones complejas y sutiles que construyen su
efecto: “Las habitaciones tenían números./Ciento dos, ciento tres, ciento cuatro…/Ciento
cuatro./Pero otras futuras muertas/ya estaban acostadas en sus lechos” (Cambio de habitaciones): Los números
conforman la precisión del anonimato. Lo que está y no sabemos que está es uno
de los ejes de la serie. La libertad y la vida ya están signadas por eso que
ignoramos: “El camino ya estaba completo,/ya habías llegado a su fin, pero yo/ no
lo sabía” (El camino). No importa el
tiempo por venir, el ciclo se reanudará y aquellas que hoy viven ignorándolo yacerán
en esos lechos con números anónimos. El destino es el anonimato del número, la
fatalidad de la muerte. El futuro ya está consumado, el futuro ya está muerto (“las
futuras muertas”) aunque ello todavía no suceda.
El poema
también se cierra en sí mismo. Al hacerlo parece renunciar a la necesidad de
expansión de las sensaciones hacia un mundo que es descubierto, que podría ser
la finalidad por excelencia de un poema y, por el contrario, convertirse en
oscuridad, una designada por imágenes sino por una descripción despojada: “
Pocos días antes/de que entren dos enfermeras a la habitación nro. 104,/ para
ponerte en una bolsa y correr el cierre/relámpago//hasta tapar tu vientre, tus
pechos, tu cuello, tu mentón, tu nariz,/ tus ojos, tu frente,//hasta
encerrarte, por orden de esa señora cruel,/en su negra bolsa,//las sienes se
retraen, como si el cuerpo solo/ presintiera el vacío de la razón, //el viento
sin significado/del pensamiento” (La
bolsa negra).
El cuerpo es negado paulatinamente: por la muerte,
por el cubrir sus partes luego de la
muerte como una cortina que cayera sorpresivamente sobre el espacio en el cual
hasta hace poco transcurría una vida y una historia. Aun así, muerto, presiente
el vacío de la razón (¿que es el asalto de la enfermedad sobre la vida sino el
vacío de la razón y la pregunta acerca del por qué?). La imagen de ese cuerpo
muerto que sin embargo presiente a la vez se universaliza y vincula al viento
sin significado del pensamiento.
Una bolsa negra es un objeto poético despiadado:
la violencia de las imágenes está en que no son imágenes, son sólo la
enumeración de cosas que no pueden ser más opuestas a la vida y que al lado de
la vida aparecen como toscas.
Fabián Iriarte ha ido más allá de su lenguaje.
Tuvo que pagar un precio muy alto. Pero supo hacer del dolor más grande un
mundo de sentido poderoso y único.
En la película Provicence
(Alain Resnais, 1977) John Gielgud era un viejo escritor. Señalaba “Dicen que
mi estilo no tiene sensibilidad. Necios. El estilo es la sensibilidad”.
El poeta ha hecho de lo literario –y de las
diversas lenguas que maneja- un universo poético que es también el idioma de su
sensibilidad. Ha traspasado sin embargo esa frontera y encontrado un estilo
nuevo, uno que también es una sensibilidad, acaso la más descarnada.
Eduardo
Balestena
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