Cuando me enteré pensé que tenía que hablar con Bluma.
Los de
Fue en un seminario en el palacio Miramar, en San Sebastián, que me enteré. Había varios panelistas y entre ellos Feierstein, un sociólogo argentino cuyo libro sobre el genocidio era muy citado en los juicios a militares; pero ahora, nos dijo, no eran militares, también iba a ser juzgado un grupo de ultraderecha que había actuado en Mar del Plata antes de la dictadura y que se había insertado en el aparato represivo después.
Sentí de golpe como si hubiera estado atravesado por un eje que me permitía mantener el equilibrio y ahora no sólo me enteraba sino que alguien acababa de quitármelo. Él no podía creer que yo fuera de Mar del Plata y que los hubiera conocido.
Todo me apareció de nuevo en la mente, como si fuera ayer. Mi hermano Iñaki había sido compañero de Bluma –que vivía a dos casas de la nuestra y con quien crecimos juntos- en el breve paso de ella por la facultad de humanidades -salvo su relación conmigo todos los pasos de ella por las cosas habían sido siempre breves- y luego vivieron “un apasionado romance varias veces”. Le salvó la vida pero él no le perdonó que fuera una de ellos.
En esa época
La ida de Iñaki fue el día en que mataron a Piantoni, el líder de
Pocas veces volví a
Iñaki se fue en el auto esa misma tarde a lo de Lito Aramburu, el primo que vivía en Segurola y de ahí a lo de sus hermanos –Perico en Vidal y Martín en Maipú. Eso lo salvó. Creo que nos salvó a todos porque decidimos exiliamos. Nos resultaba imposible convivir con las bandas que iban en autos de los que asomaban caños de armas, con las bombas y las muertes cotidianas y en casa presagiaron que nada bueno iba a pasar. Sólo estábamos acostumbrados a trabajar y el mundo a nuestro alrededor se había vuelto, rápidamente, algo violento e indescifrable de lo que queríamos alejarnos.
Entonces, a los pocos meses vinimos acá donde si bien había etarras al menos no había peronistas. Trabajé con los parientes de Barcelona que tienen restaurantes y luego pude entrar al diario Gara, estudiar, hacer el Master, dar clases en
Pese a todo con Bluma mantuvimos el contacto, es decir, ella lo mantuvo conmigo –llamaba en esos momentos en que o me estaba duchando, o iba a salir a dar un examen o acababa de dormirme- pero nunca hablaba de
Creo que seguí hablando con ella porque pensaba que había vivido todo eso y que necesitaría contarlo, confesarlo; que eso le pesaría en la conciencia y yo necesitaba saber esa versión. Había leído las resoluciones en el Centro de Informática Jurídica de la corte argentina –y la mencionaban a ella, en el episodio de la muerte del diputado en San Juan- pero ahora, a tantos años, cuando eso era cada vez menos entendible, necesitaba que fuera Bluma quien me lo contara.
Entonces –inesperadamente, como siempre- llamó y aproveché que mi esposa Merche estaba en Ávila con los padres para proponerle encontrarnos y me dio el nombre de un Xiringuito muy de moda en Barcelona y quedamos para ese viernes a la noche. Mi hija Maite había vuelto de Dublin, hizo como hacen muchas jóvenes aquí, que van a Inglaterra o a Irlanda, viven en casas de familia, cuidan niños y aprenden el idioma. Decidimos quedarnos dos días en un Citadine en el centro de Barcelona, cerca de las ramblas y aquella mañana ella puso el gps y salimos lentamente en
Habían matado a mucha gente esa noche e Iñaki se había salvado pero ellos habían caído, finalmente, aunque yo no acertaba a entender que eso fueran delitos de lesa humanidad que violaran el Estatuto de Roma o
Luego de las cuatro horas de autovía y de descansar en el hotel fuimos a la playa donde estaba el Lasar del Varador. Mi hija llevaba el pelo de la sien derecha rapado y un tono entre castaño y amarillento. Un largo mechón le caía por el lado izquierdo y yo la veía tan alta, tan crítica y tan observadora que me avergonzaba de cómo había sido yo cuando tenía su edad.
Ahí estaba Bluma, más gorda, más arrugada, al lado de un catalán alto y lleno de hendeduras en su flaco rostro; parecía sacado de una vieja banda de rock. “Oye tío, que guapa está tu hija” largó y rápidamente la conversación derivó hacia las comidas, los restaurantes y las módicas anécdotas cotidianas. Bluma hablaba en porteño usando palabras y giros españoles y volvió loca a la camarera preguntándole mil veces los detalles de las patatas bravas, los calamars mediterrani; la taula perni iberic gla; la amainada poma i fortmage y mil cosas más.
Maite había quedado al lado de ella y podía observarlas a las dos. Viendo a mi hija tan idéntica a mi abuela me parecía que nunca nos habíamos ido del país vasco y que
Le descerrajé “Viste lo que pasó” – “…qué pasó” contestó torciendo la cabeza y mirando la carta por centésima vez. “Que están todos presos” y le mencione uno por uno. “Pues chico, algo me dijo la esposa de…de quién…”. Todo eso parecía pasarle muy lejos. Se distraía enseguida con el catalán recordando lo que habían comido la semana anterior o la otra y yo cargaba de nuevo con la noche del cinco por uno: “No te acordás de Flipper” “Quién” “El que fue a matar al diputado en San Juan” “Algo, sí, creo que hubo un viaje a San Juan” “¿Salvador mató a los floristas?” “Ah pero yo estoy separada de él. Él me dejó” “Fue socio de Shocklender” “De quién” (yo pensé que en toda la etapa de Salvador en los servicios del Ejército, en las agencias de investigación y traficando drogas ella había estado a su lado).
Mi hija la miraba a ella y me miraba a mí y de pronto hizo un gesto que lo resumió todo, igual que Gromit, el perro de Wallace y Gromit, que es el más sabio y sólo habla en gestos: movió su mano derecha hacia arriba, arqueó las cejas, y meneó la cabeza apretando los labios y yo pensaba cómo pude ser tan ingenuo. En otros momentos ponía sus cejas en línea y entrecerraba los ojos y miraba a Bluma. Otras veces copiaba mis gestos desesperados, arqueando las cejas y levantando la cabeza como si dijera “pero acordáte”. Era inútil. Lo único que parecía haber en su vida eran patatas bravas. Eso sí, me hablaba de la gente del barrio, de cuando éramos chicos (e inocentes) y de eso se acordaba.
Durante todo este tiempo me daba vueltas incesantemente que Bluma había sido testigo de cada una de esas muertes y que tendría esa versión esperando para contármela, porque por algo había seguido llamándome. Una versión que no tenían ni los jueces ni las víctimas; que me daría las “razones” de todo eso, pero ahora me daba cuenta de que ella o era futilidad y vacío y todo le daba lo mismo, ocupada como estaba en disfrutar de cada comida ahora que las hacía regularmente, o no quería hablar de eso, y supe que me iba a quedar para siempre con esa duda.
También pensé en todos los muertos de aquella noche y de aquel año 1975, que habían sido asesinados por gente para la cual matarlos era salvar a la humanidad, pero que ahora ella no se acordaba ni de que había participado de sus muertes y menos aun de quienes eran, mientras que ellos ya no están en el mundo sino muertos desde hace 37 años y son esas fotos en blanco y negro de seres muy lejanos de una época inabordable que al momento de la foto ignoraban su destino trágico; un destino que es futuro para el rostro de la foto pero que desde hace muchísimo es pasado para todos los que vivimos. Ya nadie podría contar la historia. Mi hija, que leía mis pensamientos movió en una negativa silenciosa su cabeza: ella era ajena a aquella maldad pero podía descifrarla mejor que yo. Finalmente nos despedimos y caminamos por la playa hacia el estacionamiento. Sobrevino ese alivio que a uno le llega cuando deja de escuchar las imbecilidades que ha tenido que escuchar por varias horas y puede quedarse en silencio. Sentí la suave y firme herradura del brazo de Maite en mi espalda. Me di vuelta y pude verlos, en esa noche transparente, en la mesa del Xiringuito hablando como si nada.
“Trabit suaquemque voluptas” dice Marquerite Yourcenar: Cada uno tiene su camino. El de sus víctimas había sido morir de una manera despiadada e inútil, el mío era entender, el suyo quizás fuera sobrevivir, o simplemente mantener a sus muertos bien enterrados y pensar qué deben llevar las patatas bravas o los calamars mediterrani.
Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar
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