viernes, 4 de febrero de 2011

Libros y mercaderes


En 1999 firmé un contrato de edición con Fabiola Aldana y Alfonso Mallo, encargados de la edición y distribución de un libro.
Me había llevado siete años poder editarlo.
Hace días recibí un llamado informándome de que en un garage había once cajas con esos libros, que debían haber sido vendidos y distribuidos, tal como lo estipulaba el contrato.
En lugar de eso, estuvieron tirados en un garaje durante once años. Es una diferencia demasiado grande; es la que testimonia el valor que tienen las cosas para un lector y para un escritor y el que tienen para un editor.
Ese número de libros conforma -de haberse cumplido con las estipulaciones del contrato- una gran parte de la tirada.
No supe nada de esto hasta ahora, cuando alguien me dijo que debía apresurarme a recogerlos como el trasto que son para quienes los hicieron.
Ocuparme yo, tratar de venderlos, me dijo.
No soy bueno en eso, no soy vendedor de libros sino escritor.
Cuantas ilusiones entraña un libro, y que inexpresable es la dicha cuando finalmente podemos verlo publicado. Cuantos desvelos quedan atrás (¿quedan atrás?). Cuantas nuevas miradas se abren a eso, que es parte de nuestra vida cuando lo hemos escrito con la sangre.
Un libro es una época, es un dolor que pide salir, es palabras, formas, lucha, es finalmente el testimonio de lo que fue una vida. Cada libro es algo que no se repite.
Es eso y también un trasto.

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