Fabián O. Iriarte
En esta novela, el amor se ha vuelto discurso. A lo largo del texto, el amor no se manifiesta como acontecimiento que puede ser narrado, sino como una proliferación de discursos. Casi todo género discursivo, casi todo tipo textual en que se pueda pensar en unos minutos se halla aquí: poema, informe, novela, canción, ensayo, artículo periodístico, noticia periodística, reseña musical, carta, etc. Pero el género que domina, que constituye el marco de la novela, es el mensaje de correo electrónico, el ubico e-mail. E-mails son escritos, enviados, leídos, respondidos, re-enviados, cortados, mutilados, pegados, y vueltos a enviar, y la novela da cuenta de este tráfico casi incesante. El amor se ha vuelto telegráfico, una grafía a distancia, un vaivén de tele-gramas que producen respuestas, ecos, e inclusive embotellamientos discursivos que producen indecisiones, falsos ordenamientos cronológicos:
De pronto recibió dos mensajes juntos. El título de uno era Imaginaciones o realidades, ¿cuáles elegir? Y el del otro decía Peligro, abrir solamente luego de recibido el anterior mensaje, en caso de no recibirlo, no abrir. (p. 26)
El narrador decide en ocasiones no transcribir los mensajes, sino parafrasearlos o resumirlos, o dejarnos adivinarlos a partir de las respuestas. A veces, como paradoja, este discurso de producción veloz y distribución instantánea se ve demorado en su recepción y lectura:
Sólo tuve tiempo de imprimir el mensaje de ayer y lo puse con mis papeles hasta que hubiese un buen momento para leerlo. No sabe lo que sufrí estando en una cena y cuando debí sacar algo del portafolio, las hojas del mensaje me querían seducir, pero yo, fiel a mi idea de leerlo con intimidad, volteaba hacia otro lado, pero ahí seguían, inquietantes. (p. 17)
El discurso propio a veces se ve contaminado por otros discursos. Algunos mensajes mezclan los códigos y las convenciones de género, y se sustituye el discurso propio por discursos que obedecen a otro léxico, a otra sintaxis, a otras reglas de construcción, por ejemplo, el de la “poesía”: la repetición incremental, la anáfora, las imágenes (pp 51-52, 53-54), la confusión fonológica (“hombre” y “nombre”, significativamente, pp 53-54). Otras veces, se revelan algunas fallas en la naturaleza de esta escritura virtual:
Qué costumbre que tiene de no referirse a lo que le pongo cuando me contesta, pensaba, como si no le importara, como si sólo le importara el propio encantamiento antes que su contenido, pero aun así aquello no parecía poder ser real. (p. 64)
En el intercambio de e-mails, se producen estos quiebres de comunicación, estas rupturas de lo que define el curso de una conversación. Parecería no haber “respuesta”, sólo un solipsismo de escritura. La escritura a veces parece enamorarse de sí misma y fagocitar el propósito de la comunicación con el interlocutor (o los personajes-lectores) para pasar a abarcar todo, a reemplazar el mundo ficcional, a ser el universo de sí misma. El mismo nombre de la protagonista se des-realiza por medio de grafías alternativas: a veces es Ainoa, otras Ahinoa (p. 27), finalmente también Ainoha (p 29):
…piensas en Ahinoa [medita Cuahtemoc reveladoramente], quieres a Ainoa y luego lees a personajes que tienen que ver con la escritura, ergo, es natural que la veas ahí y en todas partes donde te cruce un pensamiento relacionado con su mundo. (p 150, énfasis mío).
¿Cuál es el verdadero personaje? Cuahtemoc parece no estar seguro de su entidad: piensa en una y quiere a otra. El nombre mismo del personaje femenino parece señalar su condición de virtual, de puro discurso: “ahí no”.
Ainoa ha escrito un libro “inaceptable”, que nadie quiere publicar: “Es que nunca terminaba por encajar en nada. Lo que la hacía ser original sin embargo le significaba salirse del molde” (p 11). La novela contiene breves alusiones a su propia estructura, en destellos de comentarios metaliterarios y metalingüísticos, para tratar de explicar la escritura “desencajada”, salida de molde: “Soy graduada en trabajo social, y esta escritura corresponde a mi experiencia como operadora del sistema” (p 11). No podría estar mejor expresado: el sistema produce discurso, y los personajes son operadores de ese sistema productivo.
Entonces, esto no es una novela, sino más bien una serie de mensajes que intercambian los dos personajes principales. No sucede demasiado, salvo lo que se cuenta por medio de flashbacks, sobre todo referido a la corrupción del sistema judicial en Mar del Plata y la trampa tendida a la protagonista. En otras palabras, parafraseando a Marshall McLuhan, que afirmaba que “el medio es el mensaje”, aquí la obra es el mensaje (un puro presente que va demorando el futuro), o al revés, los mensajes son la obra:
A diferencia de la suya [comenta Cuahtemoc al principio], yo no tengo una obra, pero gracias a usted, el propio mensaje es una obra que me hace plasmar lo que siento y eso es crearla (p. 13).
En algunas ocasiones, ambos personajes dejan traslucir su admiración por otras escrituras:
Entonces en la mochila o la canasta, al lado del termo del mate, la pastafrola y los libros de Rafael, llevaba a Rulfo o a Puig, de quien le fascinaba el haber tomado como materiales ese lenguaje melodramático de géneros menores, esas frases de películas de clase b. (p 141).
Cuahtemoc, por su parte, expresa su nostálgico deseo de escribir una obra, un tipo de texto que sea más reconocible como “literario”:
Me despertaste las ganas de hacer una película, es decir, escribir un guión de cine (!) algún día quizá, sobre una historia sencilla donde la cámara se pose sobre cada objeto y lleve la historia hacia dentro del objeto mismo” (p 144).
Casi un programa para llevar al cine los principios del nouveau roman. Un objetivismo del que Cuahtemoc está muy lejos, como lo prueban sus numerosos e-mails.
No estoy seguro, entonces, de que se trate de una novela de amor. El amor de lejos es un amor fácil, ya que no es real. Es una serie de palabras, o en este caso, de señales de un sistema binario de unos y ceros (1-0) que se convierten en palabras. El amor verdadero es el que pasa la prueba de la cercanía, de la rutina, de lo físico, de la repetición, del desencuentro. La diferencia entre hablar y escribir (“necesidad de hablar”, p. 14) es la diferencia entre contacto y distancia, diferencia que a menudo se olvida: “Los mensajes empezaron a fluir, extrañamente. Estados, preferencias, momentos de solitaria y probablemente ficticia intimidad entre desconocidos” (p 14, énfasis mío). El contacto con el corpus escrito no es el contacto entre cuerpos, aunque ambos sean ansiados y prefigurados. A pesar de que varias experiencias de sexo de Ainoa están descriptas detalladamente, el contacto con su “amor lejano” se demora hasta el final.
Pero si el contacto sexual sucede en pocas ocasiones, en cambio el contacto textual es el rasgo más notable, en todas las formas imaginables. El texto está invadido (incluso se diría, hecho casi en su totalidad) por lo que los teóricos de la literatura (entre ellos, Gérard Genette) denominan intertextualidad: alusiones y citas, cuando no directamente plagios.
Los epígrafes, de varia procedencia, enmarcan cada capítulo. Pero además, el mismo discurso (el discurrir) novelístico se ve interrumpido, invadido, cruzado, por discursos ajenos, a veces incluso en medio de una carta de amor: “Y salió: un tema: el tiempo. Te lo pegaré”, exclama Cuahtemoc en medio de un mensaje, y a continuación leemos el resumen de un artículo de Antonio Muñoz Molina sobre los nombres de los meses del año (pp 128-131). “Pegar” es aquí la traducción de cut and paste, los dos comandos seguramente más usados de los procesadores de texto, que permiten infinitos traslados de palabras, oraciones, párrafos, textos enteros de un documento a otro.
La cercanía, la proximidad e inmediatez de los textos trasladados es paradójicamente la prueba más concreta de la lejanía progresiva y virtualmente infinita de su procedencia. Esta cualidad llega a impregnar el discurso de los mismos protagonistas: ¿quién “habla” en los mensajes de Ainoa? ¿En los de Cuahtemoc? En este segundo caso, el autor despliega su habilidad para remedar ventrílocuamente el dialecto mexicano, no solamente en el sentido más obvio del léxico y la sintaxis, sino en el más complejo del sociolecto, es decir, todos aquello referente a la diferencias entre la cultura argentina (y más específicamente todavía, de Mar del Plata) y la mexicana.
Entonces, ¿de qué se trata? Nada menos que de la imaginación, sobre la cual hay varios pasajes en la novela. Es esta facultad la que vuelve (o parece volver, que es lo mismo para los personajes) real lo irreal:
Lo mejor de la noche y de los sueños, que en ella se construyen o se tejen es que, a plena luz del sol, pueden tener iridiscencias que acompañan. (p 15).
Son esas iridiscencias, esos brillos que se adivinan tras las palabras, lo que Amores de lejos ha rescatado, para resaltar lo otro que existe más allá del sufrimiento, de las trampas, de la desilusión, del sentimiento de lejanía.
En esta novela, el amor se ha vuelto discurso. A lo largo del texto, el amor no se manifiesta como acontecimiento que puede ser narrado, sino como una proliferación de discursos. Casi todo género discursivo, casi todo tipo textual en que se pueda pensar en unos minutos se halla aquí: poema, informe, novela, canción, ensayo, artículo periodístico, noticia periodística, reseña musical, carta, etc. Pero el género que domina, que constituye el marco de la novela, es el mensaje de correo electrónico, el ubico e-mail. E-mails son escritos, enviados, leídos, respondidos, re-enviados, cortados, mutilados, pegados, y vueltos a enviar, y la novela da cuenta de este tráfico casi incesante. El amor se ha vuelto telegráfico, una grafía a distancia, un vaivén de tele-gramas que producen respuestas, ecos, e inclusive embotellamientos discursivos que producen indecisiones, falsos ordenamientos cronológicos:
De pronto recibió dos mensajes juntos. El título de uno era Imaginaciones o realidades, ¿cuáles elegir? Y el del otro decía Peligro, abrir solamente luego de recibido el anterior mensaje, en caso de no recibirlo, no abrir. (p. 26)
El narrador decide en ocasiones no transcribir los mensajes, sino parafrasearlos o resumirlos, o dejarnos adivinarlos a partir de las respuestas. A veces, como paradoja, este discurso de producción veloz y distribución instantánea se ve demorado en su recepción y lectura:
Sólo tuve tiempo de imprimir el mensaje de ayer y lo puse con mis papeles hasta que hubiese un buen momento para leerlo. No sabe lo que sufrí estando en una cena y cuando debí sacar algo del portafolio, las hojas del mensaje me querían seducir, pero yo, fiel a mi idea de leerlo con intimidad, volteaba hacia otro lado, pero ahí seguían, inquietantes. (p. 17)
El discurso propio a veces se ve contaminado por otros discursos. Algunos mensajes mezclan los códigos y las convenciones de género, y se sustituye el discurso propio por discursos que obedecen a otro léxico, a otra sintaxis, a otras reglas de construcción, por ejemplo, el de la “poesía”: la repetición incremental, la anáfora, las imágenes (pp 51-52, 53-54), la confusión fonológica (“hombre” y “nombre”, significativamente, pp 53-54). Otras veces, se revelan algunas fallas en la naturaleza de esta escritura virtual:
Qué costumbre que tiene de no referirse a lo que le pongo cuando me contesta, pensaba, como si no le importara, como si sólo le importara el propio encantamiento antes que su contenido, pero aun así aquello no parecía poder ser real. (p. 64)
En el intercambio de e-mails, se producen estos quiebres de comunicación, estas rupturas de lo que define el curso de una conversación. Parecería no haber “respuesta”, sólo un solipsismo de escritura. La escritura a veces parece enamorarse de sí misma y fagocitar el propósito de la comunicación con el interlocutor (o los personajes-lectores) para pasar a abarcar todo, a reemplazar el mundo ficcional, a ser el universo de sí misma. El mismo nombre de la protagonista se des-realiza por medio de grafías alternativas: a veces es Ainoa, otras Ahinoa (p. 27), finalmente también Ainoha (p 29):
…piensas en Ahinoa [medita Cuahtemoc reveladoramente], quieres a Ainoa y luego lees a personajes que tienen que ver con la escritura, ergo, es natural que la veas ahí y en todas partes donde te cruce un pensamiento relacionado con su mundo. (p 150, énfasis mío).
¿Cuál es el verdadero personaje? Cuahtemoc parece no estar seguro de su entidad: piensa en una y quiere a otra. El nombre mismo del personaje femenino parece señalar su condición de virtual, de puro discurso: “ahí no”.
Ainoa ha escrito un libro “inaceptable”, que nadie quiere publicar: “Es que nunca terminaba por encajar en nada. Lo que la hacía ser original sin embargo le significaba salirse del molde” (p 11). La novela contiene breves alusiones a su propia estructura, en destellos de comentarios metaliterarios y metalingüísticos, para tratar de explicar la escritura “desencajada”, salida de molde: “Soy graduada en trabajo social, y esta escritura corresponde a mi experiencia como operadora del sistema” (p 11). No podría estar mejor expresado: el sistema produce discurso, y los personajes son operadores de ese sistema productivo.
Entonces, esto no es una novela, sino más bien una serie de mensajes que intercambian los dos personajes principales. No sucede demasiado, salvo lo que se cuenta por medio de flashbacks, sobre todo referido a la corrupción del sistema judicial en Mar del Plata y la trampa tendida a la protagonista. En otras palabras, parafraseando a Marshall McLuhan, que afirmaba que “el medio es el mensaje”, aquí la obra es el mensaje (un puro presente que va demorando el futuro), o al revés, los mensajes son la obra:
A diferencia de la suya [comenta Cuahtemoc al principio], yo no tengo una obra, pero gracias a usted, el propio mensaje es una obra que me hace plasmar lo que siento y eso es crearla (p. 13).
En algunas ocasiones, ambos personajes dejan traslucir su admiración por otras escrituras:
Entonces en la mochila o la canasta, al lado del termo del mate, la pastafrola y los libros de Rafael, llevaba a Rulfo o a Puig, de quien le fascinaba el haber tomado como materiales ese lenguaje melodramático de géneros menores, esas frases de películas de clase b. (p 141).
Cuahtemoc, por su parte, expresa su nostálgico deseo de escribir una obra, un tipo de texto que sea más reconocible como “literario”:
Me despertaste las ganas de hacer una película, es decir, escribir un guión de cine (!) algún día quizá, sobre una historia sencilla donde la cámara se pose sobre cada objeto y lleve la historia hacia dentro del objeto mismo” (p 144).
Casi un programa para llevar al cine los principios del nouveau roman. Un objetivismo del que Cuahtemoc está muy lejos, como lo prueban sus numerosos e-mails.
No estoy seguro, entonces, de que se trate de una novela de amor. El amor de lejos es un amor fácil, ya que no es real. Es una serie de palabras, o en este caso, de señales de un sistema binario de unos y ceros (1-0) que se convierten en palabras. El amor verdadero es el que pasa la prueba de la cercanía, de la rutina, de lo físico, de la repetición, del desencuentro. La diferencia entre hablar y escribir (“necesidad de hablar”, p. 14) es la diferencia entre contacto y distancia, diferencia que a menudo se olvida: “Los mensajes empezaron a fluir, extrañamente. Estados, preferencias, momentos de solitaria y probablemente ficticia intimidad entre desconocidos” (p 14, énfasis mío). El contacto con el corpus escrito no es el contacto entre cuerpos, aunque ambos sean ansiados y prefigurados. A pesar de que varias experiencias de sexo de Ainoa están descriptas detalladamente, el contacto con su “amor lejano” se demora hasta el final.
Pero si el contacto sexual sucede en pocas ocasiones, en cambio el contacto textual es el rasgo más notable, en todas las formas imaginables. El texto está invadido (incluso se diría, hecho casi en su totalidad) por lo que los teóricos de la literatura (entre ellos, Gérard Genette) denominan intertextualidad: alusiones y citas, cuando no directamente plagios.
Los epígrafes, de varia procedencia, enmarcan cada capítulo. Pero además, el mismo discurso (el discurrir) novelístico se ve interrumpido, invadido, cruzado, por discursos ajenos, a veces incluso en medio de una carta de amor: “Y salió: un tema: el tiempo. Te lo pegaré”, exclama Cuahtemoc en medio de un mensaje, y a continuación leemos el resumen de un artículo de Antonio Muñoz Molina sobre los nombres de los meses del año (pp 128-131). “Pegar” es aquí la traducción de cut and paste, los dos comandos seguramente más usados de los procesadores de texto, que permiten infinitos traslados de palabras, oraciones, párrafos, textos enteros de un documento a otro.
La cercanía, la proximidad e inmediatez de los textos trasladados es paradójicamente la prueba más concreta de la lejanía progresiva y virtualmente infinita de su procedencia. Esta cualidad llega a impregnar el discurso de los mismos protagonistas: ¿quién “habla” en los mensajes de Ainoa? ¿En los de Cuahtemoc? En este segundo caso, el autor despliega su habilidad para remedar ventrílocuamente el dialecto mexicano, no solamente en el sentido más obvio del léxico y la sintaxis, sino en el más complejo del sociolecto, es decir, todos aquello referente a la diferencias entre la cultura argentina (y más específicamente todavía, de Mar del Plata) y la mexicana.
Entonces, ¿de qué se trata? Nada menos que de la imaginación, sobre la cual hay varios pasajes en la novela. Es esta facultad la que vuelve (o parece volver, que es lo mismo para los personajes) real lo irreal:
Lo mejor de la noche y de los sueños, que en ella se construyen o se tejen es que, a plena luz del sol, pueden tener iridiscencias que acompañan. (p 15).
Son esas iridiscencias, esos brillos que se adivinan tras las palabras, lo que Amores de lejos ha rescatado, para resaltar lo otro que existe más allá del sufrimiento, de las trampas, de la desilusión, del sentimiento de lejanía.
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