jueves, 18 de septiembre de 2025

Los secretos de Pearl Harbor, una búsqueda sin final (Crónicas de un viaje a partir de una historia, una novela y un propósito)


Desde que la escribí, mi novela Las llaves de ese secreto, sobre el ataque a Pearl Harbor, tuvo dos ediciones (la segunda de ellas ampliada). Es la primera vez que siento haberme encontrado con un texto que, a diferencia de los otros, no parece dispuesto a concluir.

La novela, narrada por el personaje imaginario de Peter Welch, que formó parte de la primera comisión investigadora del ataque, se basa en gran medida en el libro El Secreto Final de Pearl Harbor (La contribución de Washington al ataque japonés) del Contralmirante Robert Theobald, que, en su carácter de comandante de la primera flotilla de destructores, estuvo en el ataque del 7 de diciembre de 1941.

 

            Un largo recorrido

            Lo primero fue ver, cuando estaba varado por la pandemia en Lago Puelo, la película ¡Tora! ¡Tora! ¡Tora! e investigar la acción bélica, hasta que la versión de Theobald me reveló una historia muy diferente a la de aquella que sostiene que se trató de un ataque por sorpresa.

            Los mapas de la época, de la base y de la línea de acorazados, (Battlefield row) fueron lo que elegimos para la contratapa y tapa de las ediciones de la novela, eso y las referencias a algunos de los códigos secretos que usaban los japoneses.

            Pearl Harbor sigue siendo una base militar, con una mínima parte a cargo de Parques Nacionales, precisamente la que es posible visitar: incluye dos pabellones dedicados uno a la evolución de las circunstancias políticas que dieron por resultado el ataque y otro al ataque en sí; también el Pacific Fleet Submarine Museum y los distintos memoriales a las víctimas de la agresión armada.

            Cercano al memorial del Arizona está anclado el acorazado Missouri: uno marca el comienzo de la intervención de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial y el otro el final de la contienda, ya que en una de sus cubiertas fue firmada la rendición de Japón el 2 de septiembre de 1945. Al memorial del acorazado Arizona es posible acceder desde la entrada del Parque Nacional por medio de un ferry. Tal como dice la novela, y como pude apreciarlo, cada 20 segundos brota de la nave hundida una gota de aceite que, en sí misma, es capaz de contar una historia.

            Para la visita al acorazado Missouri es necesario llegar por los autobuses del parque, llamados shuttles. Para acceder el Pearl Harbor Aviation Museum, en Ford Island, hay que abordar otro shuttle y pasar por un puesto de control militar. No se permite sacar fotografías en determinadas direcciones, ni circular por la isla salvo en los autobuses. El Pearl Harbor Aviation Museum  incluye al Hangar 79, en el cual se trabajó durante la producción de ¡Tora! ¡Tora! ¡Tora! en el acondicionamiento de vehículos y la construcción de modelos de aviones en fibra de vidrio, para las escenas de los ataques a los aeródromos. Hoy, incluye una exposición de aeronaves y en las ventanas es posible ver los orificios producidos por los disparos de los aviones japoneses.

            Al hacer la aproximación final al aeropuerto, el avión en el que llegaba a Honolulu desde Los Ángeles paso muy cerca de Hickam Field, Ford Island y la entrada al Pearl Harbor National Park y –en un momento tan breve como intenso- pude ver así, por primera vez, la torre de control que aparece en la película, el memorial del Arizona y el acorazado Missouri.

            El viaje desde Los Ángeles a Ohau toma cinco horas y media –los bombarderos B 17 que llegaban desde California a Pearl Harbor tardaban 14 horas y media-. El avión aterrizó a las seis y cuarto de la mañana en el aeropuerto de Honolulu y me llevó unos 40 minutos llegar en taxi al hotel.

            Por el camino pude ver el hermoso paisaje de las formaciones de roca volcánica que tanto aparecen en el filme, mientras el chofer, nativo del lugar, hablaba por teléfono en un idioma incomprensible y pensé que, al tiempo que muchos japoneses se exiliaron aquí desde comienzos del siglo XX, la cultura del lugar, como lo comprobaría luego, se circunscribió a barrios donde no parecen vivir otras personas que los nativos y que son en sí un mundo aparte, que se refleja en gran medida en las personas que viajan en los autobuses.

            Como ya me había pasado en Monterey y Salinas, pese al cansancio y a la noche sin dormir, apenas llegado al hotel dejé mis cosas y me dispuse a tomar el autobús 42 que, una hora y media más tarde, me dejó en Pearl Harbor, donde gran parte de mi novela acontecía.

 

            Cuentas pendientes

            En 2018 hice un viaje de 8.000 millas por Estados Unidos en una Harley Davidson y quería volver a lugares, como el Sequioa National Park que, por haberme sorprendido una nevada a la altura del bosque de árboles gigantes, que están entre 5000 y 6000 pies de altura, no había podido visitar debidamente; esas inacabables y cambiantes extensiones siempre me fascinaron y viajar por ellas es de por sí una experiencia única. Un año más tarde, para los mismos meses, convalecía de la compleja operación por la cual, a tiempo para salvar mi vida, me extrajeron un tumor; desde entonces todo me parece urgente porque uno nunca sabe qué vez podrá ser la última.

            Ahora sumaba algunas cosas más y, como no podía ser de otra manera, el viaje debería terminar en Pearl Harbor para conocer ese lugar que tanto había visto en la pantalla y sobre el cual había escrito una novela que, hasta que no conociera la base, me parecería incompleta.

 

            Versiones y argumentos

            Luego de fichar el libro de Theobald y de pensar largamente en el modo de hacer ingresar al texto ficcional la información más relevante de la investigación del contralmirante y la de Gordon Prange, autor del estudio en el que se basó ¡Tora! ¡Tora! ¡Tora!, para lo que me serví, en gran medida, de diálogos, que a veces fueron tomados literalmente de la película, la novela se deslizó, sin yo poder evitarlo, al problema de la argumentación, que involucra el proceso de descubrimiento de la verdad y a la pregunta acerca de si la versión sostenida de manera oficial es capaz de afrontar las pruebas de la argumentación jurídica (la conclusión necesaria es que no es capaz pero a nadie le interesa que lo sea).

            La experiencia que tuve es que, pese a que esa versión oficial pueda sostenerse a sí misma, sigue siendo la aceptada y toda la información concerniente al ataque se circunscribe a las circunstancias bélicas y no a otras, como que ya antes en la historia (por ejemplo en Fort Sumter, en 1861) Washington lo hubiera hecho posible.

            Pude ver –además de las bombas y los torpedos con timón de madera, aptos para ser lanzados en aguas de poca profundidad: me sorprendió ver lo pequeños que eran-, la máquina Magia, por la cual eran descifrados los mensajes entre Tokio, las embajadas y distintas sedes y personas involucradas en la actividad de espionaje, que aparece en el filme, pero no hay referencias a que los mensajes no llegaran a los comandantes de Hawaii, que desconocían las circunstancias de las tensas relaciones entre Japón y Estados Unidos. Tampoco se menciona al interés de Tokio por conocer las ubicaciones de los buques anclados en Pearl Harbor, los mensajes de destrucción de códigos secretos previos a la agresión, el éxodo de espías ni otras muchas circunstancias.

            Menos todavía se habla de la actividad de las distintas comisiones investigadoras que, a excepción de las de la marina y del ejército (ambas de 1944), se dedicaron a salvar las responsabilidades del gobierno y a destruir evidencias.

             No obstante, me aguardaba una sorpresa.

             

            Idas y vueltas

            Seis menos cuarto de la mañana, mientras espero el shuttle al aeropuerto aparece una joven en el la sala del hotel Travelodge de Los Angeles, es rubia, de grandes ojos claros, menuda y delicada y lleva muchos bolsos y valijas. Me ofrezco a ayudarla. Me cuenta que es polaca y, tras dos meses de viajes por Asia y tres de estudio en Estados Unidos, regresa a su país. Lleva un libro enorme que me sugiere que se dedica a la literatura, pero no, para mi total sorpresa, su área son las matemáticas.

Hay mundos llenos de aventuras, geográficas e intelectuales (capaces de encontrar belleza hasta en cosas como las matemáticas), y unas son acaso tan increíbles como otras. Cómo la envidio. Me hubiera gustado poder tener una juventud de vida aventurera, pero me contento mientras pienso que mi sufrida vida judicial de juventud y madurez me permite ahora, liberado ya de muchas cosas, emprender mi pequeño peregrinaje –o grande si pienso en las once horas de ida y vuelta a Ohau-. En esta etapa de mi vida me siento libre.

El trayecto de autobús hasta el Pearl Harbor National Park –que habré de hacer durante cuatro días- es también por demás interesante: Honolulu me parece una mezcla de la descontrolada Las Vegas y de la zona porteña de Palermo. Alterna extensiones de agua con grandes avenidas, bellísimos espacios verdes y  edificios enormes y extraños que se multiplican en un horizonte inacabable. El ambiente veraniego se mezcla con el desenfreno de muchos visitantes en la zona de las playas de Waikiki y todo es largo, ancho y alto.

            Hace mucho calor. No se puede circular por el Pearl Harbor National Park con nada en la mano y hay que dejar las cosas en un lugar destinado a guardar bolsos, mochilas, morrales y riñoneras.

            El primer día hice un recorrido general y para el segundo contaba con el pasaporte que me daba acceso al acorazado Missouri, al Pearl Harbor Aviation Museum –que visitaría durante dos días seguidos- y al Pacific Fleet Submarine Museum, con una visita al sumergible Bowfin.

            La visita al portaviones Intrepid en Nueva York –con su museo aeronáutico- me había brindado ya la experiencia de estar en un buque de la Segunda Guerra Mundial. Luego de la visita guiada al acorazado Missouri, era posible recorrerlo –y por supuesto, igual que en el Intrepid, perderse en sus entrañas, ya que esos buques son mundos en sí mismos- y contemplar la base de Pearl Harbor desde la línea de acorazados –Battelfield row- que fue uno de los objetos centrales del ataque japonés y una de las cosas que más me interesaba ver.

            En la cubierta donde tuvo lugar la rendición de Japón es posible contemplar copias del documento, con sus firmas, fotografías y una placa conmemorativa. Es muy intensa la impresión de estar en el lugar donde finalmente terminó la Segunda Guerra Mundial, con sus más de cincuenta millones de muertos y sus secuelas imposibles de reparar.

            En esa zona hubo el impacto de un kamikaze en junio de 1945 y hay una amplia exposición dedicada a los numerosísimos ataques suicidas, que incluye las cartas de despedida de los pilotos.

            Llegado a las siete de la mañana, buscando algo para desayunar y habiendo encontrado solo un puesto de salchichas empanadas para comer con la mano, estaba deseoso de ir al Pearl Harbor Aviation Museum, donde sabía que había un buen sitio para comer y podría, finalmente, lavarme mis engrasadas manos, pero no me importaba; en los viajes hay que estar dispuesto a pasar ciertas necesidades que, en el balance final, no cuentan para nada.

 

            Ataque aéreo a Pearl Harbor, esto no es un simulacro”

            La llegada al Pearl Harbor Aviation Museum viene luego de una primera parada en el acorazado Missouri. El lugar es inmenso y sirvió para las operaciones de los aviones que allí se encontraban.

            La antigua torre de control, roja y blanca, se encuentra a unos metros del museo y es posible visitarla. Desde allí se domina toda la base y, especialmente la Battlefield row. Hay dos guías y les comento la fuerte impresión que me produce estar allí después de haber visto tantas veces la película, en una de cuyas secuencias Jason Robards, (que estuvo en el ataque como radiotelegrafista en el crucero Honolulu) en el papel del general Short, comandante de la base, sube por la misma escalera a ese mismo lugar. La guía que lleva la voz cantante me dice que la torre tuvo cambios primero desde 1941 a 1968, en que el rodaje de la película comenzó, y desde 1968 hasta ahora, pero la vista es la misma que podemos apreciar en varias secuencias del filme, al producirse el ataque.

            El acorazado Nevada pudo generar vapor y tratar de salir en pleno ataque, pero al ser sorprendido por la segunda oleada de aviones enemigos y  atacado, fue varado para evitar su hundimiento en la entrada de la base. Le pregunto por los lugares donde estaba anclado y por donde fue varado y me los indica, en este último hay un monolito que recuerda el hecho. En ese momento, el Nevada simbolizó, como la acción de varios pilotos y artilleros, la resistencia a la agresión bélica. La guía cuenta que es esposa de un militar de la base y su versión resulta acorde a ello. También le pregunto por la dirección en que llegaron los aviones japoneses luego de atacar los aeródromos y por el punto en el que se encontraron, en la segunda oleada, con los B 17 que venían de California al mando del mayor Truman Landon. Luego hace una extensa explicación sobre aspectos militares de las operaciones, con especial mención de los minisubmarinos.

            Al llegar en lancha a la Isla para izar la bandera, minutos antes de caer la primera bomba, y ser testigo de ese primer impacto, fue el contralmirante Patrick Bellinger quien, muy cerca de aquí,  hizo la famosa transmisión que recorrió el mundo: “Air raid Pearl Harbor, this is not drill”.

El Crucero General Belgrano

            El piso del pabellón central del Pearl Harbor Aviation Museum es en varias partes un inmenso mapa del pacífico y sus islas. Se llega por un pasillo semicircular que, casi de pronto, nos revela la presencia de algunos de los aviones que hubo entonces: uno de ellos es un Aeronca civil de los que volaban esa mañana, y también de un B 25, hay también un Dauntless y un Wildcat, entre otros

            Me detengo frente a un reluciente Mitsubishi zero y comienzo un largo diálogo con Alvyn, uno de los voluntarios: me cuenta que el avión frente al que nos encontramos no fue de los que atacaron Pearl Harbor, sino que fue traído de las Islas Salomon, en pedazos, tal como se lo encontró, y restaurado, pieza a pieza, hasta quedar en perfectas condiciones de vuelo. Conversamos mucho sobre ese avión, diseñado por un inglés llamado Smith, y por las diferencias con los cazas como el Curtis P 40 que está a pocos metros.

            Me pregunta de dónde soy y cuando le contesto hace un gesto y me pide que lo siga. Me lleva hasta donde hay un mapa con la ubicación de los buques y me señala el cruiser Phoenix y hace un gesto: “Es nuestro crucero General Belgrano” le digo y asiente. Me traspasa algo semejante a una descarga eléctrica.  Se toma luego el trabajo de buscar en un gran libro una foto del Phoenix navegando a pocos metros del Arizona en llamas, mientras se hundía, para salir en busca de la flota japonesa. Nuestro General Belgrano fue uno de los pocos buques que pudieron dejar la base en busca de la fuerza de ataque; luego, actuó durante toda la Segunda Guerra Mundial en el escenario del pacífico para terminar hundido arteramente por los ingleses cuando navegaba fuera del escenario bélico, en 1982.

            Los hangares aparecen en la película; el ya mencionado Hangar 79  pertenece también al museo y muestra más de aquellos aviones, entre ellos un B-17 derribado en Nueva Guinea y un torpedero Avenger en perfectas condiciones.

            Al día siguiente recorrí el Pacific Fleet Submarine Museum y visité el Bowfin, con todas sus dependencias, lo que permite apreciar las alternativas de la batalla bajo el agua, que permitió el avance de las acciones en el pacífico.

           

            Otra vuelta de tuerca

            Los autobuses en Honolulu no solamente permiten ir y volver sino asomarse a un mundo. Unos son largos y articulados en el medio, con avisos de audio sobre lugares y paradas y el aire acondicionado que tienen todos es un alivio al intenso calor.

            Una de las veces me pasé de largo de la parada del Arizona Memorial y gentilmente el conductor, un robusto hombre moreno, de ojos rasgados, seguramente nativo de Hawaii, me indicó con exactitud las paradas de los autobuses que me llevarían al Pearl Harbor National Park y esperé durante largo tiempo en un barrio muy diferente a la zona de hoteles, uno al lado del otro, y esa visión me dio una perspectiva muy diferente del lugar. Otra me la dieron las personas sin techo que simplemente se suben y circulan en los autobuses, refugiándose del calor, al lado de los turistas que regresamos a la zona de hoteles.

            Las personas nativas tienen rasgos y un habla distintivos y el camino era tan largo que podían apreciarse zonas muy diferentes entre sí, en la inmensa isla de Ohau de la cual yo solo había visto una pequeña parte.

            Dejé el hotel y volví a una última visita, quería comprar algunas cosas y simplemente dejarme estar allí.

            En el lugar dedicado a los libros había la bibliografía esperable en un ámbito como ese: el relato oficial y algunas cosas más. Me detuve en el pequeño volumen Air Raid Pearl Harbor – The attack that stunned the world (primera edición 1971), de Theodore Taylor, pensando que sería el relato de uno de los dos pilotos –Kenneth Taylor y George Welch- que salieron en dos P 40 de Haleiwa Field y que lograron muchos derribos (de hecho, el personaje de mi novela se llama Welch debido a uno de esos pilotos) pero se trataba de otro Taylor.

            Pese a ser un libro no muy extenso la información que contenía era mucha y muy concreta y me permitiría exponer la acción de la novela de una forma diferente, abrirla a una perspectiva que entonces pensé que debería corresponder a un narrador en tercera persona. Sería necesaria así una tercera versión.

            Había llegado a Pearl Harbor para completar una historia y terminaba encontrando otra vía de acceso a ella. Estaba feliz, había hallado algo que no me había propuesto encontrar.

            Volví por última vez al hotel y, ya de noche, llegué al aeropuerto.

                       

            Momentos y momentos

Ya mi viaje había terminado y ahora debería decantar las profundas impresiones que un mes de intensos recorridos por Estados Unidos me habían suscitado.

Poco después del despegue las luces se han apagado. Sé que no voy a poder dormir y que, luego de la llegada a Los Ángeles me espera el vuelo de regreso a Buenos Aires y su conexión en Miami, y luego el inhóspito e insufrible Tienda León a Mar del Plata.

Mi amigo Andrés Santibáñez viajó durante muchos meses por Sudamérica desde Colombia, su país, en una Honda NC 700 como la mía. Recorrió la Argentina, a lo largo y a lo ancho, hasta Tierra del Fuego y me regaló un adhesivo con la leyenda This moment que puse en el parabrisas de mi moto, como si fuera el mascarón de proa de un barco. Es un anuncio, una inspiración y un afán de aventura. Desde entonces me ha acompañado en todos los viajes.

Ni el pasado ni el futuro –dice Andrés- sino ahora: la vida es ahora. Nuestra única certeza es ahora, la mía de este momento es saber que pude alcanzar un anhelo y vivir mi novela hasta donde me fue posible y esta sensación me acompañará siempre, de lo que pasará mañana ya no hay certezas.

Ya cumplí con todo lo demás en la vida y quizás esa sea la suprema enseñanza: ser fieles a nosotros mismos, amar a los demás y vivir el momento, este momento, donde todo está sucediendo. 

 

(a Andrés de Santibáñez)

 

Eduardo Balestena,

15/16 de septiembre de 2025  

martes, 26 de agosto de 2025

Tras los pasos de John Steinbeck


      Concebida desde el imperativo por testimoniar la vida de personas y situaciones, su innata curiosidad por temas que lo apasionaban y por responder a profundos interrogantes filosóficos, la obra de John Steinbeck (Salinas, California, 27 de febrero de 1902- Nueva York, 20 de diciembre de 1968) siguió los pasos de una vida itinerante, aventurera y de sus muchas alternativas.

Desde el retrato de los habitantes de Salinas y Monterey, al diálogo con los guerrilleros zapatistas, al testimonio de la migración de los “Okies” a California, las crónicas del frente en la Segunda Guerra Mundial o a la necesidad de mostrar una visión de los Estados Unidos de su tiempo, su literatura tiene la aptitud de plantear en términos muy sencillos interrogantes muy hondos.

 

Itinerarios

2022, la pandemia comenzaba a ceder y las restricciones iban haciéndose menores y entonces, de pronto, emprendí mi primer viaje en moto a Santa Cruz; llevaba el libro Travels with Charley (in serch of America) (“Viajes con Charley, en busca de América”).

Corría el año 1960; el escritor se planteaba haber escrito sobre muchas cosas, pero que sin embargo existían aspectos de su país que no conocía y había decidido explorarlos en un viaje de diez mil millas en compañía de su perro Charley. Elegía para hacerlo un vehículo autoportante: una flamante camioneta Chevrolet V 6 sobre cuya caja, diseñada exclusivamente para él, iba su vivienda, equipada con todo lo necesario. Llamó al vehículo Rocinante, en homenaje al caballo del Quijote.

El libro me fascinó de forma tal que escribí un largo artículo cruzando episodios de su largo viaje con el mío –diez mil millas contra humildes seis mil kilómetros- y me dije que alguna vez iría a Salinas a ver a Rocinante. En julio/agosto de 2025 los astros se alinearon y en el curso un largo derrotero por Estados Unidos pude cumplir, entre otros, con ese propósito.

 

Salinas

Mis destinos, en esa etapa del viaje, eran el National Steinbeck Center y la casa natal del escritor.

Salí de Three Rivers, el pequeño pueblo a la entrada del Sequioa National Park y Kings Canyon, que había recorrido durante varios días y cubrí las más de doscientas millas hasta Monterey; las distancias son muy largas y el tránsito por las autovías muy intenso, pero el manejo es mucho más distendido que en nuestras rutas. Cerca de Monterey había un gran embotellamiento que me demoró bastante y allí comencé a sentir cierto cansancio, pero apenas llegado y registrado en el hotel salí rumbo a Salinas.

A medida que me aproximaba la emoción era mayor. Una tranquila calle de casas victorianas y dos anchas avenidas con antiguos edificios, que brillaban con el mismo esplendor que cuando fueron construidos, me salió al paso y de pronto, allí estaba el National Steinbeck Center. Le dije a la persona que me atendió sobre mi interés por entrevistar a algún voluntario del centro y hablar sobre la obra de Steinbeck y que había escrito dos mensajes al centro que no habían sido respondidos y me dio la dirección electrónica de la archivista, a quien escribí ese mismo día.

El recorrido comienza con una película documental sobre el escritor y sigue en otro pabellón donde no solo es posible ver sus manuscritos y objetos personales sino también los afiches de las películas basadas en sus novelas o aquellas otras cuyo guión escribió. Su relación con  el cine fue muy extensa y uno de los elementos decisivos en su consagración.

Allí estaba una réplica de un vagón de ferrocarril con una pantalla donde eran proyectadas escenas de East of Eden (“Al este del edén”, 1954), de Elia Kazan, sobre la novela (1952) que el escritor consideró una de sus obras más importantes.

En otro recodo, una pantalla proyectaba escenas de The Grapes of Wrath (Viñas de Ira, 1940) de John Ford.

Caminé algo más y de pronto allí estaba Rocinante, tras un vidrio y el gran mapa de ese viaje, desde Nueva York, a Maine y luego a la costa oeste, para seguir hacia el sur. Estaba ilustrado con escenas de las situaciones narradas en el libro. Entré en una suerte de trance que me hizo estar largo rato allí y perder la noción del tiempo. En una pantalla, Henry Fonda leía fragmentos del libro, que iban desde el contacto con los migrantes canadienses para la cosecha de papas en Maine a las enormes carreteras y a la descripción de un país donde ya todo era estandarizado y masivo y los grandes supermercados avanzaban sobre las pequeñas tiendas.

Pensé en aquella vida, con trabajos duros primero, en Nueva York y luego su regreso a Salinas y su consagración –en gran medida gracias al apoyo de su padre, que le facilitó una cabaña de fin de semana de la familia para que pudiera vivir y escribir y apoyo económico- hasta la consagración que le llegó con Tortilla Flat primero y con otra obras, como  Of Mice and Men (“De ratones y de hombres”) después. Su madre, una maestra irlandesa, lo acercó a los relatos legendarios como el del Rey Arturo, que tanto lo apasionaron en los que acaso esté la raíz de esa necesidad de contar una historia con una enseñanza, o narrar algo que es a la vez  ordinario y trascendente.

Travels with Charley me acompaña de nuevo en este otro viaje y el video pasa una escena del libro –el encuentro con los migrantes canadienses en un bosque- que estaba leyendo la noche anterior: el mágico contacto casi sin palabras con aquellas personas que cada temporada cruzaban la frontera para ese duro trabajo.

De pronto ya ha transcurrido gran parte de la tarde y estoy muy cansado. Recorro el resto y la maravillosa biblioteca del Centro.

He visto a Rocinante, ya puedo volver y descansar. Voy al estacionamiento en busca de la Dodge Hornet con la que vinimos viajando primero con mi hijo desde San Francisco y ahora, desde Los Ángeles,  yo solo. Volveré mañana domingo y abrigo la esperanza de que la archivista me reciba el lunes, pese a que el centro esté cerrado.

A la salida caminé un par de cuadras hasta la casa de 1897 en que John Steinbeck nació, el 27 de febrero de 1902. Su padre, un respetado contador y administrador pudo dar a su familia un muy buen pasar y él y su esposa alentar a sus hijos, brindándoles una cuidada educación en la cual la música y la literatura tenían un papel central.

 

Un peregrinaje literario

Después de deambular por la costa de Monterey y el faro en el cual una vez estuvo Robert Louis Stevenson vuelvo a Salinas a la hora en que el National Steinbeck Center abre sus puertas y ahora sí, comienzo a recorrerlo con todo detenimiento.

Luego de su libro In Doubious battle,(“En dudosa batalla”) sobre una huelga de los trabajadores de la factoría de Cannery Row, que estableció su fama como un escritor serio, George West, editor del San Francisco News le pidió recopilar historias de la “Dust bowl migration”, la migración del polvo: aquella en que entre 300.000 y 500.000 granjeros, la mayoría de Oklahoma, víctimas de las tormentas de polvo que diezmaron sus cultivos y de la pobreza, llegaron masivamente a California entre 1935 y 1938 en busca de trabajo. Eran alojados en campos creados por una agencia del New Deal, la política implementada por Roosevelt.

Tom Collins, el encargado de Wheatpatch Camp, uno de aquellos campos, sería un personaje clave en la vida de Steinbeck, quien allí recopiló historias de vida que no solo le permitieron documentar aquella migración, sino ser la base de su gran novela The Grapes of Wrath (“Viñas de Ira”,1939). Tom Collins se convertiría en el personaje de Jim Rawley en la novela. Tanto John Steinbeck como Tom Collins, lucharon por organizar a los granjeros en sindicatos, defenderlos de los abusos de que eran objeto y tratar de que se independizaran obteniendo tierras.

Tom Collins, que aportó  a la novela –que ganó el premio Pulitzer- no solo historias sino también el espíritu de injusticia, fue asesor de la película que, según Darryl Zanuck, su productor, solo refleja una parte de la crudeza de esa migración.

Una vez estrenada, Collins fue a “Los Gatos”, la casa de Steinbeck quien, acabado de separarse de Caroll -su primera esposa, que fue quien sugirió el nombre de la novela y mecanografió los manuscritos- pero encontró la casa vacía. Steinbeck había dejado atrás el drama de los “Okies” y él y Collins ya nunca más volverían a encontrarse.

Me quedo frente a la pantalla que, además de lecturas de partes de la novela,  exhibe fragmentos de la película de John Ford.

Solo estamos un matrimonio y yo. Tenemos más o menos la misma edad y de pronto, mientras con un tono sensible hablan en voz baja, el hombre comienza a sollozar, primero quedamente y luego con más intensidad,  sacudido por una inmensa pena y su esposa lo calma. Imagino entonces que  los padres o abuelos de él pudieron haber sido parte de aquella migración y que sus relatos estarían desde siempre fijos en su memoria y en su vida. Me quedo inmóvil, sin saber qué hacer y, un rato más tarde siguen su camino hasta donde está Rocinante.

De pronto coincidimos delante de la inmaculada Chevrolet de John Steinbeck y, venciendo mi timidez, les pido que me saquen una foto frente a Rocinante; acceden gustosos y entonces sí, comenzamos a hablar, primero sobre las distintas partes de Travels... En un momento, Helen me confiesa que aquello vivido por los granjeros de Oklahoma ha emocionado mucho a Stephen, su esposo, que vivió aquella expulsión por parte de los dueños de la tierra ante la ejecución de las hipotecas como una enorme injusticia.

La charla va y viene por distintas obras de Steinbeck hasta que él, ya animado, me dice que en Moss Landing, a unas veinte millas de allí, está anclado en un muelle The Western Flyer el barco pesquero en que el escritor y su amigo Ed Ricketts hicieron el viaje por el Mar de Cortés, que da título al libro que refiere ese viaje oceanográfico. La fundación del mismo nombre, restauró completamente el barco y, como si eso fuera poco, hay un lugar cercano, The Sea Harvest, donde es posible comer los mejores mariscos de la región.

Les agradezco y les prometo ir allí apenas salga del National Steinbeck Center. Nos despedimos y al hacerlo Helen dice que el nuestro es un peregrinaje literario, lo cual es muy cierto. El peregrinaje nos lleva a seguir los pasos del escritor pero también las historias que fijó en la memoria colectiva por medio de su literatura.

 

The Western Flyer y Cannery Row  

Si gran parte de Monterey es totalmente masiva y turística Moss Landing es un conjunto de muelles de pescadores, un lugar de intenso trabajo con distintos establecimientos relativos a la industria y allí, en un solitario muelle privado está The Western Flyer , blanco e inmaculado.

Ed Ricketts, el gran amigo de John Steinbeck, era un oceanógrafo y filósofo y en él se basó uno de los personajes de The Cannery Row. Su vida no fue nada fácil y terminó trágicamente en 1948 cuando sufrió un accidente fatal; ello devastó a Steinbeck, quien, cuando el laboratorio de Ricketts fue destruido por el fuego, ya escritor consagrado, financió la construcción de un nuevo laboratorio. Aquel viaje de 1940 es un testimonio de todo aquello.

Me acerco de a poco y veo a una mujer trabajando en el barco y pese a ser un muelle privado me aproximo cautelosamente. De pronto me mira de manera inquisitiva y nada cortés, tomo el concepto de Helen y le digo que se trata de un peregrinaje literario. Emite una especia de gruñido y sigue en su tarea sin invitarme a subir a bordo; me pregunto que si el buque tiene un valor histórico y no se encuentra destinado a la pesca qué trabajo puede estar haciendo la mujer allí, al mismo tiempo en que reflexiono acerca de que ni en el National Steinbeck Center ni en el muelle parece interesarles el peregrinaje de un más que oscuro y entusiasta escritor argentino que llegó hasta allí por amor a la literatura e imagino que de estar en este lugar, la actitud de Steinbeck habría sido muy distinta a la de ellos y comenzaría por preguntarme la historia de mi vida.

Las ostras empanadas de The Sea Harvest me quitaron el sabor amargo.

 El Aqcuarium de Monterey está justamente en The Cannery Row, el mismo escenario de la novela. De la década de 1930 solo quedan algunos edificios y restos de maquinarias de aquella envasadora que, durante décadas, trabajó sin descanso día y noche, hasta que las sardinas, su recurso central, dejaron de llegar a la bahía de Monterey.

Hoy, una estatua de John Steinbeck y los personajes de su novela, tienen un lugar central en lo que se convirtió en un atestado un paseo de turistas.

           

La casa y las zonas azules

El lunes, mi último día en Monterey y ya habiendo perdido toda esperanza de obtener una respuesta de la archivista del National Steinbeck Center y con el centro cerrado, volví a Salinas a visitar la casa natal del escritor y la tienda de regalos.

En la tienda no solo hay fotografías e imágenes –del escritor, de su familia, de Salinas-  sino primeras ediciones de sus obras, las más conocidas y las otras, así como una réplica a escala de la casa que al artista que la hizo le tomó 17 años construir: varias paredes pueden ser abiertas para ver interiores construidos al detalle.

La conversación con las damas que atienden el lugar es muy amable y enriquecedora. Una de ellas me muestra el mapa de los escenarios de las obras y la foto de los manuscritos que Steinbeck escribía con una marca especial de lápices –cuyo trazo no se corría- con una goma en el extremo que podía deslizarse hacia afuera a medida que se gastaba. Era el único modo en que escribía y, tal como lo dice en Travels…siempre llevaba un gran surtido de hojas y cuando se le acababan escribía aun en los bordes de los diarios o en cualquier papel que encontrara a mano. Luego su esposa Caroll pasaba los manuscritos a máquina.

Cuando me despido, una de ellas me muestra el menú del restaurante y me recomienda qué pedir.  

 Con ansiedad espero entrar en la casa. Al morir los padres de John Steinbeck en la década del treinta, la casa fue vendida pero en 1971, The Valley Guild , una asociación integrada por ocho mujeres con conciencia social , que compartían el interés por cocinar con la producción del Valle de Salinas, presididas por Betty Gheen, compró la casa, con el aporte de personas de la diócesis, para convertirla, restaurada a su esplendor original, en el centro del refinado trabajo culinario del grupo; a juzgar por los precios, tal actividad no tiene otro fin de lucro que el de mantener la casa y dicha actividad en sí misma.

También las damas que la atienden son muy amables y me detallan la disposición de las habitaciones, del lugar en el que John y su hermana recibían lecciones de piano y del living de la familia, en el cual se destaca una famosa fotografía que John tomó en 1919 con una cámara que era activada con retardo,  “la primera selfie” dice la señora, antes de sacarme una fotografía en ese mismo lugar.

   Una de las damas me cuenta que trabajan con ingredientes cultivados en la zona, de manera natural y conforme al Blue Zone Proyect, entonces entiendo de que se trata y le menciono haber visto la miniserie en la que Dan Buettner recorre distintos lugares del mundo donde las personas son muy longevas –The Blue Zones- y estudia sus actividades y hábitos alimentarios. Hacemos una breve síntesis de esos lugares y me confirma que su actividad forma parte de ese proyecto de las zonas azules que ha sido implementado en distintos lugares de Estados Unidos.

El pequeño ramo de flores de la mesa se recorta contra la ventana de una saliente de la casa, es esa atmósfera calma y placentera la imagen que me llevo de esta visita a la casa en que John Steinbeck nació y en cuya biblioteca hizo sus primeras lecturas.

Cuando cubrí la distancia entre Moss Landing y Monterey el navegador me llevó no por la autovía sino por extensos campos y viñedos y pensé que aquel paisaje sería el mismo de “Los Okies” y John Steinbeck; me llevaba esa imagen, una cantidad de libros que había comprado y que ostentaban el sello del lugar y la conversación con damas que, desinteresadamente, me brindaron todo aquello que deseaba saber y todo aquello que sentí al estar en ese lugar.

En 1962 le fue otorgado a John Steinbeck el Premio Nobel de literatura por su compromiso en defensa de los valores éticos –por su novela The Winter of Discontent (“El invierno del descontento”)- y de la injusticia social. Sin embargo, en su país fue objeto de crítica por no encarnar ese optimismo norteamericano y en parte por el final de The Graps of Wrath, (“Viñas de Ira”, considerado escandaloso y nunca volvió a escribir una literatura de personajes, de ficción o no ficción.

De la vida itinerante y aventurera de John Steinbeck había podido asomarme solo a los primeros pasos y eso para mí ya era una gran conquista (una vida enorme, itinerante y aventurera contra otra pequeña, anhelante, deshauciada, sin esperanzas ni recompensas).       

Cerraba esa etapa –o quizás acababa de abrirla- y al día siguiente me aguardaba otra, pero, más allá de cualquier consideración, había podido ver a Rocinante.

    

 

Eduardo Balestena           





   

jueves, 3 de julio de 2025

Libro de viaje


 

Cuando yo era muy joven y sentía ansiedad de estar en otra parte, los mayores me aseguraban  que la mayoría de edad curaría esa picazón. Cuando alcancé la mayoría de edad, el remedio prescripto fue la madurez. En la madurez me aseguraron que la vejez aplacaría mi fiebre […] Nada ha funcionado […] El estruendo de un avión, un motor calentándose, aun el golpeteo de cascos con herradura sobre adoquines provoca ese antiguo escozor, la boca seca y los ojos vacíos […] Temo que la enfermedad sea incurable.

            John Steinbeck, Viajes con Charley En busca de Norteamérica.

 

Para hacer un viaje de descubrimiento hay que llevar sólo lo esencial, despojarse de todo peso inútil pero tener lo necesario. El zafarrancho de aligeramiento es la actitud del viajero. Con más razón si lo que va a alistar es una moto. 

Tan necesario como la ropa abrigada, los mapas de ruta, el traje impermeable o los guantes, son los libros que llevaremos en una gaveta en la cual lo más importante es la decisión de elegir qué contendrá.

Desde hace mucho tengo la ambición de llegar hasta Tierra del Fuego en la moto, pero no quise aventurarme tan lejos en un recorrido de gran exigencia –vientos, distancias, rigor del clima-  sin haber llegado antes al menos hasta algún punto de Santa Cruz, nuestra provincia más austral. Ese propósito y el de expandir en algo mis límites, ya que los puntos más al sur que había conocido hasta ahora habían sido Esquel, Trevelin y el Parque Nacional Los Alerces, en Chubut, hizo que decidiera a ir a Los Antiguos, en la parte norte de la provincia de Santa Cruz.

Fue un hermoso viaje de casi seis mil kilómetros que resultó distinto de otros, en gran medida por algunas personas que conocí pero, más que nada, por el libro que abrió mi percepción a lo que realmente significa un viaje y que fue mi compañero inseparable a lo largo de esos nueve subyugantes días: Viajes con Charley, en busca de Norteamérica, de John Steinbeck.

 

John Steinbeck

Escritor, corresponsal de guerra, Premio Nobel de Literatura, el autor de Las uvas de la ira de pronto se da cuenta de que ha escrito mucho sobre Norteamérica pero que no la conoce enteramente, o que conoce otra, la de sus recuerdos y decide emprender un viaje a través de su territorio. A tal fin se hace construir un vehículo acorde: una casilla con todo lo necesario para una vida ambulante, fijada sobre la caja de una pick up GMC V 6. Bautiza a su vehículo Rocinante como el caballo del Quijote.

Charley, su perro de aguas lo acompañará y habrá de vivir sus mismas aventuras, será su confidente, la voz de su conciencia a veces, su amigo entrañable siempre.

Así el texto fija su lugar: será una obra conjunta referida a las experiencias de ambos; veremos por qué. Un perro es una mirada siempre atenta e importante que dice muchas cosas. Eso es lo primero. Lo segundo es que deja de ser un escritor famoso –nunca ante nadie se presentará como tal- y hará a un lado su experiencia de vida, su bagaje, sus anécdotas, para abrirse hacia los demás. Como buen escritor es una suerte de recipiente que recibe y una conciencia que analiza y su actitud es la de la humildad.

Tres rasgos priman en esta actitud: el sentido del humor, la agudeza y el respeto a los demás, que se manifiesta por la necesidad de conocer sus historias y todo lo que tienen para decir.

            Ello en cuanto a su actitud esencial, que le permite referirse a sus grandes preocupaciones: las personas y sus vidas; la masificación de la sociedad; el medio ambiente y la necesidad de vivir la vida como una eterna aventura itinerante, solitaria a veces, comunitaria otras, pero siempre profunda, honesta y sincera.

           

La travesía de la lectura

Perito Moreno está cerca de los Antiguos y las cabañas La Serena, el lugar de turismo de estancia en el que me alojaba estaba entre esos dos lugares: una cabaña amplia a la orilla del Lago Buenos Aires. Me tomó tres días llegar hasta allí desde Mar del Plata, al final del primero llegué a San Antonio Oeste y al final del segundo a Comodoro Rivadavia. Ya entrando a Santa Cruz el paisaje cambia: se hace más desértico y las distancias entre un punto y otro son mayores.

Entre Comodoro Rivadavia y Caleta Olivia el camino era costero, con una perspectiva del mar y un mar que yo no conocía, pese a ser el mismo Océano Atlántico a cuyas orillas está mi ciudad: otro el color, diferente la costa, con esas formaciones rocosas bajas y claras, tan distintas a las Sierras de Balcarce que están cerca de Mar del Plata.

 Luego de las bifurcaciones y de las ciudades la ruta era ancha y amable y la moto se deslizaba lenta y pacíficamente por el camino suave. De pronto el Lago Buenos Aires apareció en el marco de las montañas y de ese aire cristalino, quieto y celeste.

Hice mi primer paseo a Los Antiguos y a la tarde volví a la cabaña y con la vista del lago tomé el libro y comencé la lectura.

 

Una mañana brillante

Charley, sostiene el escritor, tiene el poder de leer la mente y de adivinar la proximidad de un viaje cuya partida, a medida que el amor de su familia y la comodidad de su casa ejercían una fuerza más y más poderosa de atracción, se acercaba.

Finalmente, emprende su marcha en la mañana brillante del Día del Trabajo; sin muchas despedidas se encamina hacia el norte porque desea ir a Maine.

Conversa con un joven en el ferry de Shelter Island, quien ante la visión de un submarino le comenta que navega en uno de ellos; el autor los percibe como una permanente amenaza a la paz y recuerda aquellos que acechaban a los barcos de tropas durante la guerra.

            Luego son los paisajes de Nueva Inglaterra y los habitantes, las más de las veces bastante reacios al diálogo  (a quienes describe con mucha gracia) pero, de los muchos encuentros, un momento mágico sucede  en Maine. Fue con los trabajadores migrantes canadienses que anualmente cruzan la frontera para un trabajo estacional y Charley fue el embajador acreditado para hacer un primer contacto con ellos.

           

Noches estrelladas

La tarde apacible iba declinando a medida que mi lectura avanzaba y avanzaba: los encuentros del escritor, sus diálogos, las situaciones graciosas y sus reflexiones, Charley y su lenguaje de “Fj, fj”, interjección que usaba para decir diferentes cosas según la situación de que se tratara. No es que el perro sea humanizado  sino valorado como perro en las aptitudes que suele tener un perro y no un humano.

A las nueve de la noche los huéspedes de las cabañas cenamos en un comedor con paredes y piso de madera que crujía amablemente con cada paso, ante el crepitante fuego del hogar, allí, en medio del campo. En una biblioteca alcancé a ver la versión en un tomo de la obra de Osvaldo Bayer sobre las huelgas patagónicas y al día siguiente estuve cera de Gobernador Gregores, antes llamado Cañadón León, donde tuvo lugar gran parte de los fusilamientos de la huelga rural de 1921, la segunda luego de la de 1920. Pero el pollo al disco y el vino Malbec me hicieron pensar en cosas diferentes a las huelgas de la Patagonia y la charla se animó.

Dormí con la cortina descorrida que me permitía ver el lago cuya luminosidad cambiaba con el avance de la noche. En la noche incipiente no era posible verlo pero más tarde resurgía como una plateada luz bajo un cielo donde infinidad de estrellas decían su silencioso  mensaje. El grupo electrógeno era apagado a la una de la madrugada y la energía no volvía sino hasta las veinte del día siguiente y mientras había luz era necesario leer y leer.

La mañana siguiente quise aventurarme hasta la cueva de las manos, donde hombres y mujeres prehistóricos dejaron para siempre su mensaje, pero, deliberadamente o no, en la ruta, un policía me dijo que ese no era el camino y debí desandarlo hasta Perito Moreno, para retomarlo luego. Sin embargo, una vez encontrado el rumbo no pude llegar a mi destino porque ni la moto ni yo éramos aptos para el duro sendero de ripio, con bordes pronunciados (serrucho) y debí contentarme con surcar esas rutas donde, aunque no con el rigor que suele tener,  el viento daba de costado y nos hacía inclinar a la moto y a mí para compensar su incidencia y poder seguir la marcha. Era absolutamente feliz.

Ya avanzada la tarde volví al libro.   

 

Gente curtida

            Los canadienses que trabajaban en la recolección de papas eran gente curtida que  viajaba y acampaba en clanes; el escritor y Charley se detuvieron al borde de un lago, cerca de ellos. De pronto comenzó a llegarles el aroma de la sopa que los acampantes preparaban en las cercanías: un aroma conocido y amable y pudo verlos a lo lejos, con su porte humilde y elegante y se preguntó cómo entablar contacto con ellos; para cumplir con ese cometido envió a Charley como embajador y luego fue a buscarlo para que no “molestara a sus vecinos”, entonces los invitó a Rocinante a beber café luego de cenar.

            Pese a ser francófonos hablaban un inglés muy puro y fluido, según pudo comprobar en la visita a Rocinante: gente respetuosa, amable y formal que cruzaba, año a año a Estados Unidos para ganarse un dinero extra. Después de jornadas de soledad, decía, le hizo muy bien poder estar rodeado de personas  tan cálidas y amigables como prudentes y les convidó con un “brandy muy viejo y venerable”.

            Luego de dos vueltas dijo “con las pocas gotas divididas de esa tercera ronda entró en Rocinante una triunfal magia humana que puede bendecir una casa…o una camioneta, llegado el caso: nueve personas reunidas en total silencio y las nueve partes formando un todo tan ciertamente como mis brazos y piernas forman parte de mí, separadas e inseparables. Rocinante adquirió un fulgor que nunca perdió del todo.”

            Pero la magia no debía prolongarse pues dejaría de ser magia y también en silencio, los invitados volvieron a su campamento iluminados en la noche por una lámpara de hojalata llevada por el patriarca.

            El escritor se acurrucó para dormir un rato hasta que Charley lo miró a la cara y dijo “Ftt”, para despertarlo y decidió partir muy temprano, dejando a la vista de sus huéspedes de la noche anterior la botella vacía con un cartel: Enfant de France. Mort pour la Patrie.

            Reflexiona que en un viaje como el suyo hay tanto para ver y tan diferente que todo se agita en su interior y que esa actitud es muy distinta a la de aquellos que se ciñen a un mapa sólo para llega de un punto a otro sin realmente terminar por conocer nada.

 

El sendero de las pinturas

Luego del primer día la superficie del lago Buenos Aires no volvió a estar lisa y calma como ese espejo que era la primera mañana, sino rizada con copas blanquecinas en el borde superior de las olas y el viento sonaba en las copas de los árboles.

En el camino a Gregores encontré el Parque Provincial del Sendero de las Pinturas, donde la coloración de los cerros va variando en tonos ocre, rojizo y del color de la arena. Recorrí lo que los caminos de ripio de grandes piedras sueltas me permitieron en una soledad donde las hondonadas y cerros bajos se extendían sobre el horizonte.

Esa tarde releí la persecución de la patrulla del capitán Elbio  Carlos Anaya de los huelguistas, ya en desbandada, cuya retaguardia encontró en Cañadón León. Anaya no sólo nunca fue juzgado por asesinar a trabajadores indefensos sino que fue ministro en dos gobiernos; luego volví a John Steinbeck. Su relato va de la anécdota pura, los lugares, las montañas, las Cataratas del Niágara o  las grandes extensiones, sus campamentos a las orillas de algún lago o un río o en medio de un bosque y los caminantes que allí encuentra y con quienes dialoga, a sus preocupaciones, sus observaciones, la Norteamérica añorada y la otra, la de la miseria.

 

Aldeas, ciudades, carreteras.

El empeño de conocer es frustrado por las grandes carreteras que debe tomar, fijando durante largos kilómetros la vista en el camión que lleva adelante, del largo de media cuadra y el Thunderbird que circula detrás y que aparece en el espejo retrovisor, mientras a los lados se extienden más camiones, una mezcladora de cemento y un tránsito frenético. Desea salir. Lo consigue. Llega a un sendero y un policía lo obliga a volver a la autopista.  Las señales camineras le gritan: “¡No pare! Prohibido detenerse. Mantenga la velocidad” mientras camiones largos como barcos pasan rugiendo y levantando un viento que parecía un puñetazo.

Las pequeñas aldeas, reflexiona, desaparecen ante las grandes ciudades y en todas partes aparecen lugares de comidas donde es posible encontrar cualquier cosa que se desee, pero todas tienen el mismo sabor. Ya los sabores, la individualidad de las cosas, de sus colores, no importa, sólo importa que estén allí en anaqueles, al alcance de la mano: “el nuevo americano encuentra su desafío y su amor en calles atosigadas por el tránsito, en cielos sucios de smog, sofocados por los ácidos e la industria” dice.

Montañas de chatarra le hacen reflexionar en la basura que cada ser humano produce en una sociedad masificada y en lo rápido que se desecha todo. En 1960 tal pensamiento es de avanzada: una vida centrada en el consumo sin considerar lo que este produce es insostenible.

Para verlo hace falta la actitud de un viajero, que a la vez que inmerso en lo que ve, es capaz de verlo dese afuera y advertir cosas que otros no advierten.

 

Hacia Trevelin

La encargada de La Serena y su esposo era gente amable y curtida de la zona, una que no tenía secretos para ellos ya que conocían cada recodo, cada camino y todas las bellezas de la región.

La noche anterior sólo quedamos en el comedor una joven médica y yo. Ella viajaba desde Caleta Olivia con dos perros: uno añoso y con problemas de salud otro un cachorrito de caniche de 40 días. Era hematóloga, especializada en oncología pero no quería hablar de su práctica profesional sino de sus planes y tuvimos una larga conversación.

María, la encargada, me despidió a la mañana siguiente con un beso: fue extraño, ya nadie da besos ni abrazos luego de la pandemia o en un intervalo de ella; no sabemos la naturaleza de esto que vivimos: si es el puro mañana, superador de la pandemia o un simple receso: ya se perdió toda certeza acerca de la posibilidad de vivir, enfermar o morir.

Tomé la ruta abierta, desierta, promisoria, hacia río Mayo: un amigo me había advertido que recibiría el empuje del viento desde el flanco izquierdo de la moto y que debería inclinarme para compensar su intensidad y mantenerme en el centro de la ruta para evitar caer a la banquina en caso de que hubiera fuertes ráfagas. De pronto, el brusco golpe del aire desplaza algo la rueda delantera y la moto parece como a punto de ser izada en esa corriente, entonces hay que desacelerar para que la tenida sea más firme, así afianzada la máquina por su propio peso en la desaceleración, y aguardar a que acabe el embate, cuidando de mantener la moto derecha respecto a la ruta, pero el viento no era tan intenso como puede llegar a serlo en esos lugares y sólo bastaba ir con cuidado.

Pensaba en las personas que había conocido: tres compañeros de ruta en San Antonio Oeste, que viajaban en Indian y Yamaha y de cuyas vidas itinerantes, lo mismo que sus viajes, conocí algunas circunstancias y con quienes me hubiera gustado seguir de no haber tenido el viaje pautado. Nos separamos en un cruce de rutas: ellos iban a Puerto Pirámides y yo a Comodoro Rivadavia, rumbo a Los Antiguos. O aquellos otros a quienes encontré, en una Honda como la mía, dos Benelli TRK y una Kawasaki Versys, en Pico Truncado y que me dijeron que de no dirigirse a Neuquen me hubieran acompañado con gusto hasta los Antiguos y me pregunté si en el futuro no podría hacer algún viaje, o al menos alguna etapa con ellos. Son todas posibilidades, todos planes que a la hora de ser realizados terminan en un viaje en solitario que es algo así como una experiencia interior y exterior a la vez.

La ruta se abría y mi felicidad era total. Sabía que mi hogar me esperaba, me esperaban los míos y mis cosas y que yo iba regresando a mi mundo, así, enriquecido.

Río Mayo era un pueblo muy pequeño y en la creencia de que el siguiente estaba próximo no cargué combustible y seguí por la ruta, abierta, incitante, interminable y surcarla era esa felicidad intima que solo viene de ahí, que es distinta a las otras felicidades, las compartidas.  Sin embargo Gobernador Costa, el siguiente pueblo, no aparecía en el horizonte. Reprogramé el GPS y me faltaban 160 kilómetros. Con lo que me quedaba de combustible y el depósito auxiliar podría llegar, pero preferí desandar el camino y volver a Río Mayo.    

 

Soledad y eternidad

            Asombro, descubrimiento, recuerdo, son las actitudes del viaje. En un momento John Steinbeck recuerda que como cuidador de un sitio en los inviernos del Lago Tahoe advierte que con la soledad se van perdiendo el vocabulario, la necesidad de hablar y las emociones y que nuestra experiencia se hace en la comunicación, aunque debamos reflexionar sobre ella en soledad.

            En un hotel de Chicago lee, en una habitación sin arreglar que conserva las huellas recientes de su último morador, las pistas de la vida de alguien a quien llama Harry el solitario que, en viaje de negocios, ha estado allí con una mujer, a la que bautiza Lucille, al parecer una profesional. Concluye que ella no ha dormido con él y que él ha terminado de beber la botella vacía de whisky solitariamente, entonces siente pena por Harry.

Más adelante, en otro episodio, se encuentra con un actor ambulante que va por el país en un auto con un remolque y organiza espectáculos en los pueblos. Un perro le ayuda en sus rutinas pero antes de que pueda saber más él se retira ya que el mayor truco del actor es saber hacer su salida y dejar flotando una sensación de misterio.

            Hace luego un largo capítulo sobre los hogares móviles, aquello que han elegido vivir en un remolque y analiza sus vidas.

            Los enormes espacios abiertos alternan en su visión con las formas de vida; son muchas e insospechadas.

            Ante los pinos gigantes de Oregon queda hechizado por la sensación de enigma y respeto que irradian. Tienen el misterio de los helechos desaparecidos hace un millón de años –se dice- y muestran en su corteza huellas de tormentas que se desencadenaron siglos atrás y llevan su propia luz y su propia sombra, con sus ramas más bajas alzándose a cincuenta metros del suelo, es imposible verlos en su real dimensión.

            En California se encuentra con sus viejos amigos y camaradas y advierte que sus vidas y el pueblo han cambiado, que al irse había dejado como una foto  de él, que no respondía a la realidad y que, sin decirlo, ellos en realidad deseaban que se fuera para que volviese a ocupar el lugar fijo que tenía en su memoria y piensa: “nunca puedes volver a tu lugar porque ha desaparecido”.

            Dice eso pero la descripción poética de su Salinas natal es de lo mejor del libro.

            Queremos volver a algo que no existe o que existe en la medida en que no podamos volver, porque es sólo recuerdo.

           

Un regreso esperado 

            Un viaje empieza mucho antes de partir y termina mucho antes de volver, piensa.

Trevelin y al día siguiente Río Colorado fueron mis últimas etapas. Las hice lenta y amablemente y en Río Colorado un hombre se acercó, quiso comprarme la moto, me contó la historia de su vida y quedamos en contacto.

La ruta era muy diferente a la de 2020, cuando debí volver desde Chubut a mi casa en una sola etapa luego de haber quedado varado por la cuarentena. Un permiso del poder ejecutivo me permitió regresar pero en 48 horas y sin detenerme durante los 1650 kilómetros que separan Lago Puelo de Mar del Plata, en la misma moto, mi compañera de aventuras igual que Rocinante lo era para John Steinbeck.  Ahora en cambio el viaje acontecía como algo para disfrutar en sí mismo  –como el venerable brandy de John Steinbeck- : el placer de la liberad y del espacio, el poder ir, venir, detenerme y hablar con la gente.

El escritor dice que su viaje terminó en Adigton, en Virginia y que luego de allí sólo le restaba volver a su casa lo antes posible.

De su extenso viaje de 16 mil kilómetros dejó un testimonio agudo, consciente de su relatividad: Era tan sólo lo que él veía y percibía y no estaba seguro de poder responder a la pregunta de cómo es Norteamérica, ya que otro podía ver las mismas cosas de otra manera. Su testimonio es, además de agudo y divertido, desgarrador en muchos momentos: por ejemplo al abordar extensamente el problema racial en el Sur de Estados Unidos.

            Viajamos buscando algo que aquello que vivimos todos los días no nos ha podido dar y nos damos cuenta de que lo que dejamos guarda todas las cosas que un viaje no nos puede dar.

            Viajar es descubrir otros lugares pero a la vez nuestro propio centro, por eso deseamos ambas cosas: aventurarnos y regresar y al hacerlo somos y no somos los mismos.

            Con otro libro hubiera tenido otro viaje, uno quizás parecido a los anteriores. Ahora, luego de la cuarentena, inoculado de la sed de descubrir y disfrutar de la libertad que encontraba en páginas que devoraba día a día y noche a noche, todo era distinto.

            Mi esposa me esperaba en casa. Entré la moto al garage, la calcé en su  bastidor y me despojé de mis ropas de ruta: como dijo John Steinbeck: “y así fue como el viajero regresó a casa”.

 

 

Eduardo Balestena