Éste es un fragmento de mi libro de ensayo sobre Haroldo Conti que publicará Biblos: aborda sus dos primeras novelas (Sudeste y Alrededor de la Jaula) así como sus cuentos y relatos.
VI. Sudeste:
el tiempo y la fuerza primordial
VI.I a Sudeste (1962), que alude en su título al viento que
significa adversidad en el río, es la
novela inaugural de Haroldo Conti.
La narración es desarrollada sin una estructura
de capítulos; las partes de texto se encuentran separadas por un espacio que
delimita segmentos de la acción o distintas instancias de sucesos.
VI. I. b El Boga es
el personaje central o acaso –en términos de una fuerza que da sentido al mundo
narrado y lleva la acción- el único personaje en sentido estricto.
Nada sabemos de él. Ni siquiera conocemos su
nombre ya que es identificado solamente por medio de un apelativo que
corresponde a un pez. En sentido estricto, es una identidad subsumida en un
pez.
Los personajes de las novelas de Haroldo Conti de
las que nos ocupamos están planteados en
la eternidad de un presente: no hay una remisión al origen (no sabemos quiénes
son, de donde vienen y qué será de ellos) y surgen no como una instancia
independiente sino como elementos de un entorno al cual, sin embargo, nunca
terminan por pertenecer.
La novelística de Haroldo Conti de este período
está signada por la ruptura con lo biográfico, el regionalismo romántico y con
la concepción tradicional del personaje como héroe, virtuoso o alguien que pugna por llevar adelante un
propósito. Este concepto incide también en el de la acción: el personaje carece
de una deliberación a mediano y largo plazo y sólo realiza acciones mínimas de
supervivencia mientras es llevado por una fuerza desconocida.
Podemos afirmar de estos itinerarios que son un
camino de ida del cual no hay regreso posible.
Lo que sucede al personaje obedeciendo a este
designio contradictorio de libertad-fatalidad, como llevado por la corriente
del río, lleva a situaciones y lugares irreversibles. El personaje se siente
libre de abandonar un lugar y explorar otro pero ello obedece no a su propia
deliberación sino a la fatalidad, porque, lo mismo que un pez, está inmerso en
ese mundo.
Existen otros “personajes” que más que instancias
autónomas son hitos en las experiencias y derroteros del Boga en el Delta. Si debiéramos darles una denominación podríamos
caracterizarlos como accionantes
subordinados. Sin embargo, los llamaremos personajes: El viejo, la vieja, el viejo Bastos, el hombrecito, el
perro (que se aparecen cuando el Boga
se instala en la casa en ruinas y posteriormente lo siguen), el largo Fourcade
y aquellos otros que encarnan no la fuerza de la supervivencia sino las del
mal: el hombre y la rubia.
VI. I. c Esta particular concepción de un texto que
simplemente discurre, igual que el río, no obstante nos permite distinguir que
la novela se encuentra “estructurada” en varias partes, marcadas básicamente
por las dos características centrales señaladas del personaje del Boga que mueven la narración pero que en
sí mismas resultan contradictorias: (1) la necesidad imperiosa de partir y (2)
la sumisión fatalista a los designios del río a los cuales no se puede escapar.
Alternativamente, el río representa la
libertad, lo inescrutable y el mal. Este último es el elemento que termina
por imponerse.
VI. I. d De este modo, podemos dividir la novela en: (1)
la vida con el viejo y la vieja; (2) la primera partida hacia un lugar
incierto, jalonado de estaciones (Punta
Morán, el Bajo del Temor, hasta El Sueco)[1]; (3) la pesca como
actividad, la búsqueda del dorado como símbolo y el hallazgo de la casa y del
hombrecito; (4) el hallazgo del Aleluya,
un barco encallado que está muriendo, que encarna el centro de la fuerza
misteriosa que lo impulsa siempre a partir; (4) la aparición del mal bajo la
forma de los hombres que se apropian del barco, (5) el enfrentamiento y 6) El regreso al Aleluya y la muerte.
VI. I e La novela es inaugural en el modo de proponer el
texto: el narrador no intenta presentarnos (ni menos todavía explicar) el mundo
náutico, la pesca, las mareas o los recodos del río como escenario de la obra:
simplemente los da por naturales y conocidos
y se vale de términos necesariamente desconocidos
para el lector. Este par conocido-desconocido, surgido como al pasar, es uno de
los primeros recursos de los que se vale y, tal como surge, es un elemento
tácito pero central en la estética con la que aborda esta novela: como lectores
asistimos a un doble enigma, el iniciático de los términos náuticos y lo que
eso significa en el curso de los hechos.
Quizás su primera operación como autor sea ésta:
sumergirnos en algo inusual para nosotros pero natural para los personajes, haciendo que el primer contacto con el
mundo narrado sea la conformación que conduce al arroyo Anguilas
y los términos náuticos: es decir un mundo en el cual el narrador nos interna
de un empujón.
VI.I. f En cuanto al escenario, se trata no de un lugar
donde suceden las cosas sino de un sustrato, suerte de espacio vivo, esquivo y
en alto grado impredecible, que las origina. El Delta es como un organismo sin
límites claros, informe, inaprehensible, cuyas implicancias son siempre
desconocidas y que permanentemente se encuentra al acecho.
La novela, según la postula el autor, consiste en
ese secreto que siempre debe permanecer latiendo sin poder ser revelado. Acerca
de él, todas las explicaciones e ideas resultan insuficientes porque la novela
misma es una suerte de Corazón de las
tinieblas.
VI. I. g El mundo conocido por nosotros no es el único
posible y el que parece imposible es precisamente el que comenzará a
desplegarse delante de nosotros como un mapa del cual no terminamos de conocer
las referencias.
Si en Los
pasos perdidos, de Alejo Carpentier el río y sus recodos contienen una
clave de acceso a un mundo primitivo y al origen de la música; una vía que es
preciso encontrar por medio de una observación muy detenida y sólo ante
determinados estados de la marea, ya que se trata de hallar una rama que indica
la entrada al mundo a la vez mágico, primordial y despiadado donde el personaje
encuentra la inspiración y responde a la pregunta por el sentido y el origen de
la obra de arte; en Sudeste el
sentido parece ser el opuesto: de lo que se trata es de encontrar no la entrada
sino la salida, pero eso es imposible para el personaje.[2]
Los lectores que desconocemos las reglas de ese
mundo queremos salir de él y no sólo eso: que los personajes pudieran salir y
redimirse y ellos no conciben que exista algo de lo que deban salir, porque obedecen
a leyes que para nosotros sólo significan un estado marginal donde sólo imperan
el mal y la fuerza[3].
El del delta y sus habitantes es un mundo
autónomo, con sus propias reglas en un entorno de precariedad y violencia del
que da cuenta un texto lírico que presenta con belleza un mundo desalmado. No
es materia de reflexión sino de supervivencia.
Se trata de un relato itinerante en el cual la
identidad del personaje no importa tanto como el derrotero en sí, uno que no
lleva a ninguna parte. A diferencia de la Odisea
o la Eneida no está animado por el
propósito de un héroe o el espíritu de un lugar (Itaca) o una ciudad (Roma),
sino por una fuerza ciega.
En el relato itinerante no hay unidad en el
espacio y sí hay progresión en el tiempo y es gobernado por secuencias de llegada-impulso-partida-nueva
llegada que coincide con la idea de hacer algo (pescar, cazar nutrias o
arreglar el bote y mejorarlo o acondicionar un refugio) que luego queda trunco.
Las partidas se producen bajo la representación imaginaria de otro lugar al cual
llegar, de pescar el dorado –símbolo de lo inalcanzable- y terminan en la
rendición a la fuerza del río en cuanto representa finalmente el mal.
Sudeste es innovadora en la concepción del personaje, la
acción –o su falta- y el escenario y “tradicional” en la progresión del tiempo:
no existen rupturas ni idas y vueltas sino una sola, simple y sombría
navegación rumbo a la nada.
El “realismo
óptico” [4]en el cual es planteada esa
navegación es el fin en sí mismo: nos revela que ese organismo vivo, sin rostro
y con muchos rostros, sin piedad pero con alma, un alma perversa, y de una
belleza que es posible descifrar, que es el delta, termina siendo lo que impone
su brutal designio.
VI.II
Tiempo/Espacio
Tiempo y espacio trabajan en el texto como algo
no separable; el personaje del Boga tampoco
es escindible de esa ecuación en la cual el todo se presenta como algo
relativo, atravesado y configurado por el tiempo, las estaciones y las mareas.
Podemos entender al primero de los elementos
mencionados como el devenir en el cual los hechos introducidos por la narración
son presentados y discurren. El segundo es el ámbito físico en el cual la
disposición –temporal y espacial- se abre, presenta los hechos y éstos son
resueltos.
A poco que lo analicemos, hay dos modos de
plasmar el tiempo y el espacio: el del narrador y el del personaje.
La sensación que se presenta con referencia al
tiempo doble: (a) todo parece inmóvil y eterno; quieto, detenido y (b) al mismo
tiempo, en medio de esa sensación de eternidad, las cosas cambian a veces
repentinamente, generando la impresión de que aquello que parecía quieto es
igual de cambiante y peligroso (ya que los cambios se encaminan casi siempre
hacia un peligro nuevo).
VI.II a En orden al abordaje del problema de la
naturaleza y la función narrativa del tiempo sigo a Enrique Anderson Imbert.[5]
En lo que nos resulta de interés para reflexionar
sobre el referido elemento en esta novela, lo primero que indica este autor es
que utilizamos la misma palabra “tiempo” para referirnos a los procesos físicos
como a los psíquicos y que, en este contexto, el término temporalidad es más preciso. Los filósofos metafísicos griegos
formularon la idea del cambio y el devenir, que es la raíz de la experiencia
humana.
La vivencia del tiempo es irracional: el pasado
ya no es; el futuro no es todavía y el presente tiende a no ser:
[…] el pasado es un presente abolido y el futuro
es un presente esperado. (pág.258)
Pensamos
entonces que de manera distinta a la experiencia perceptiva humana el río
parece ser indicativo del principio de la inmovilidad de Parménides. Durante el
siglo XVII y XVIII la edad de la razón introdujo básicamente dos concepciones
nuevas: (1) según el racionalismo (Descartes, Leibniz, Spinoza) el tiempo es
sólo una característica de los fenómenos; la temporalidad de los fenómenos es
atribuible a la experiencia humana; (2) según el empirismo (Locke, Berkeley,
Hume) sólo experimentamos una sucesión de impresiones e ideas. El tiempo es
algo que experimentamos[6].
Para Anderson Imbert (259: 1979) Kant superó esta
dualidad al considerar al tiempo como una forma de la sensibilidad. No podemos
percibir y configurar algo que esté fuera de nuestra conciencia. Son sus
“formas a priori” las que configuran a aquello que percibimos y hace posible la
experiencia:
Las categorías sin contenido intuitivo son vacías; los datos empíricos
sin categoría son ciegos. (pág.259).
El conocimiento no es una recepción pasiva sino
una elaboración, la de algo que antecede a la experiencia.
De este modo:
El tiempo es la forma de la intuición de los hechos subjetivos, pero
también de los objetivos. ¿Por qué? Porque la percepción de los objetos
exteriores a nosotros ordenados en forma del espacio) ocurre en nuestra
intimidad (que es ordenada en forma de tiempo). El Tiempo, pues, comprende al
Espacio. La forma del tiempo relaciona una multiplicidad de percepciones, las
ordena y afirma la unidad del espíritu humano. (pág.259).
De las concepciones surgidas durante el siglo XX
–a las que enumera- es dable destacar la de Henry Bergson: el tiempo real es
una sucesión percibida y vivida por una conciencia, es una duración individual,
íntima, continua, indivisible y la de Edmund Husserl: el presente, que huye
hacia el pasado es retenido por la conciencia, que nos permiten reconocer el
pasado.
VI.II b. Esta breve referencia a la revisión del maestro
Anderson Imbert a las teorías sobre el tiempo nos permite advertir que a
diferencia de otras narraciones no existe un tiempo lineal, o fragmentado en
raccontos, sino distintas acepciones de tiempo que se reflejan en diferentes
instancias de la novela y que trabajan simultáneamente. El Boga pertenece a algo: un
espacio y un transcurso determinados en los cuales su vida se inscribe y de los
cuales forma parte. La forma en que ello es enunciado y el personaje lo percibe
es uno de los elementos más distintivos de la novela: el tiempo es ciclos,
recuerdos, riesgos, imperativo de partir, días bochornosos en el bote y más
tarde la clara conciencia del final.
A partir de estas ideas nos resulta posible
advertir varios planos: (1) el del tiempo que parece detenido, referente al río, el cielo y las islas, de los
cuales surge una sensación de eternidad; (2) el de los ciclos de las
cosas; (3) el del personaje, atento a
sus llamados internos a desplazarse; (4) el lineal y cíclico de las acciones y
(5) el de las referencias sobre barcos, motores y la casa.
Podemos establecer una relación de cada uno de
estos ítems con las teorías expuestas por el maestro Anderson Imbert.
VI.II. c (1)
La novela comienza con este tiempo que parece
detenido pero que transcurre sujeto a leyes propias. De este modo, el mundo
narrado se nos presenta como un discurrir:
Entre el Pajarito y el río abierto, curvándose bruscamente hacia el
norte, primero más y más angosto, casi hasta la mitad, luego abriéndose y
contorneándose suavemente hasta la desembocadura, serpea, adulto en las
primeras islas, el arroyo Anguilas. Después de la última curva, el río abierto
aparece de pronto, rizado por el viento. A pesar de su inmensidad, allí las
aguas son poco profundas. Desde la desembocadura del San Antonio hasta la
desembocadura del Luján es todo un banco. El Anguilas vuelca en la mitad de ese
banco, entre una llanura de juncos. Según se mire, el paraje resulta desolado y
en un día gris, de mucho viento, sobrecoge a cualquiera. (Haroldo Conti, Sudeste, pag.7. Emece, Buenos Aires,
2015)
El
salto al vacío, de la nada al texto, no está marcado por la aparición de un
personaje que lleva a cabo acciones sino por un pasaje descriptivo que otorga
al tiempo un relieve: lleva tiempo
reconocer los accidentes de un paisaje que no es el mismo en un día claro que
en uno gris: el narrador nos dice que ese paisaje es cambiante según el
momento: el protagonismo del espacio y del tiempo
muestran un mundo y ese mundo que muestran es enigmático y desolado y requiere
de muchas miradas para poder ser reconocido.
La primera impresión que recibimos es la de eternidad
e inmovilidad: parece un escenario bochornoso y estático:
El río se extiende ancho y silencioso, y sobre los bancos parece más
desolado. (pág. 22).
El narrador nos indica que esa desolación puede
ser todavía mayor que aquella que está mostrándonos.
Una hora del día era igual a otra hora del día. Entre la mañana y la
tarde no existían diferencias apreciables. La noche los alcanzaba rápidamente,
sin los matices ni el largo preludio del verano. (pág. 170)
Invierno y verano son opuestos pero tienen en
común que el transcurso parece detenido.
Estamos en el primer plano del tiempo (1) que
podemos también tomar como el círculo exterior dentro del cual se encuentran
los demás círculos de este sistema temporal concéntrico:
Aquí ya anochece. No así en el río abierto que acaba de abandonar. El
río abierto está ahí atrás, como a mil años. (pág.70).
El río es ese organismo donde todo fluye y contra
el que todo se enfrenta y está como a mil años, es el primer círculo en el cual
las cosas suceden sin que alcancen a perturbarlo.
Todo allí es un accidente que dura
un momento mientras el río continúa su fluir.
Sin embargo, la quietud suscita otra
impresión: la de que todo es eterno y desierto.
Sintió el silencio y la humedad y algo después esa especie de rumor que
brota de los lugares mucho tiempo deshabitados. Todo eso brotaba de las
penumbras del monte en el medio mismo de estas islas y le salía al encuentro, y
hasta ahora era lo único que se había sobrepuesto al rumor del agua y al viento
que soplaba desde el río. (Haroldo Conti, ob. cit., pág.83)
En este mundo, que Carpentier
llamaría de falsa apariencia, todo lo que parece estático y eterno en realidad
fluye y está en acecho y el paisaje no es descubierto sino que sale al
encuentro como si se tratase de un ser vivo.
[1]
Se trata de referencias desconocidas para la mayor parte de los lectores, lo
cual subraya el carácter itinerante del relato y su navegación hacia algo cada
vez más incierto.
[2]
“De pronto, me despierta un grito del Adelantado: `¡ Ahí está la puerta!` Había
a dos metros de nosotros, un tronco igual a todos los demás: ni más ancho, ni
más escamoso. Pero en su corteza se estampaba una señal semejante a tres letras
V superpuestas verticalmente, de tal modo que una penetraba dentro de la
otra….Junto a ese árbol se abría un pasadizo abovedado, tan estrecho, tan bajo,
que me pareció imposible meter la curiara por ahí. Y, sin embargo, nuestra
embarcación se introdujo en ese angosto túnel…” (Alejo Carpentier, Los pasos perdidos, Cap. IV, parte 19,
pág. 207, Edit. Losada, Buenos Aires, 2005).
Detengámonos en este punto:
la navegación es el medio por el cual el personaje de Carpentier emprende un
viaje por la selva y se interna en otro mundo, uno que es primordial y donde
imperan los impulsos y las acciones y en el que encuentra la vida y la música
primitiva y todo lo de primitivo que hay en él. Se trata de un mundo de
incitaciones, sensualidad y descubrimiento que lo lleva a un origen soterrado
por la civilización. El amor físico es igual de fuerte que el viaje al interior
de la música.
El de Haroldo Conti es un
mundo también primitivo pero violento; también gobernado por la acción pero por
parte de hombres tan marginales como desalmados. En ninguno de ellos está la
respuesta al interrogante esencial y los dos son una especie de laberinto
misterioso que los personajes deben atravesar.
[3]
Un fragmento de Carpentier es revelador en orden a esta idea. Hay mundos que
son pensados, a otros solamente se pertenece, lo cual marca la diferencia entre
ser de allí y no serlo. El Boga:
observa al mundo más allá del río pero no pertenece a él y es capaz de
descifrar los signos del mundo del río, pero tampoco termina de pertenecer a
él: “La verdad, la agobiadora verdad –lo comprendo yo ahora- es que las gentes
de estas lejanías nunca ha creído en mí. Fui un ser prestado. Rosario misma
debe haberme visto como un Visitador, incapaz de permanecer indefinidamente en
el Valle del Tiempo Detenido. Recuerdo ahora la rara mirada que me dirigía,
cuando me veía escribir febrilmente, durante días enteros, allí donde escribir
no respondía a necesidad alguna. Los mundos nuevos tienen que ser vividos antes
que explicados. Quienes aquí viven no lo hacen por convicción intelectual; creen
simplemente, que la vida es ésta y no otra.” (Alejo Carpentier, ob. cit.,
pág.353). La pertenencia está pensada en la falta de la representación de otro
mundo posible o deseable.
[4]
Tomo el término del rico estudio preliminar de Lourdes Carriedo en su edición
de la novela La modificación, de
Michel Butor (Cátedra, Madrid, 1988). Es necesario hacer la salvedad acerca de
que si bien tal concepto es aplicado al objetivismo francés, resulta válido
para designar la percepción de la luz y los paisajes en las novelas de Haroldo
Conti, cuyo lirismo parte de percibir y plasmar paisajes reales y conferirles
un trabajo central en la construcción del universo narrado que se apoya,
precisamente, en observaciones realistas, certeras y reconocibles cuyas posibilidades
estéticas explora y agota en el magistral uso que hace de la metáfora. En esto
también se vincula, salvando las diferencias, a Michel Butor.
Vitor Manuel Aguiar e Silva
señaló en Teoría de la Literatura
(Gredos, Madrid, 1982, pág.239): ”Generalmente, el novelista francés tiene
estudios superiores, es inteligente, lee a Heidegger, aprecia a Mozart, y sus
personajes participan de su cultura, de
sus gustos y de su inteligencia. De ahí que la novela francesa revele
propensión incontenida al análisis psicológico. Por el contrario, los grandes
novelistas norteamericanos de nuestros días han tenido una vida dura y una
formación bastante accidentada: Faulkner fue mecánico, pintor de paredes,
carpintero; Caldwell, motorista, futbolista,
cocinero…No nos asombra que sus personajes sean rudos y groseros”. Del
mismo modo una novela (La modificación)
se encuentra concebida y escrita en una clave intelectual, existencial y
cultural mientras que las novelas de Haroldo Conti están escritas desde una
urgencia: por captar, por decir, por establecer un discurso nuevo donde todo lo
que se debe mostrar se vea más claramente, se difunda, se haga tan urgente como
su necesidad de escribir.
[5]
Teoría y Técnica del Cuento, Cap. 15
“Tiempo y Literatura”, pág. 257; Ediciones Marymar, Buenos Aires, 1979
[6]
Ello resulta muy claro en numerosos pasajes de la novela respecto al Boga, su personaje central: el tiempo es
experimenta en cuanto a los ciclos, a lo que demandan o las sensaciones que
producen en el personaje.
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