martes, 27 de julio de 2010

Los nombres


El principal era un hombre muy derecho y retaba a todos los presos. A nosotros también nos retaba porque, a diferencia de él, éramos sólo empleados y nunca habíamos sido lo que se dice gente de acción; pero él sí. No sólo había pertenecido a las fuerzas de seguridad sino también a la agrupación Tacuara, no precisamente dedicada a la cestería.
No era el único en aquellos días iniciales de un juzgado que, como Australia, parecía haber sido fundado por condenados y desterrados de otros sitios.
Hoy vuelven todos aquellos nombres, los de los habeas corpus.
En el juzgado, y en la secretaría, había dos clases de personas: los que mandaban y los que obedecían. Aunque algo esquemáticas a la mirada de hoy, así eran las cosas: el compañero de la unidad básica, la mujer fatal, el noctámbulo, el borracho, obedecían al amigo del general, al amigo del coronel, al yerno del general y al principal, que se había ganado ese lugar luego de una vida llena de aventuras.
Había estado, decía, en tantísimas comisarías de la capital, “cuando no se podía no agarraba nadie pero cuando se podía agarrábamos todos” decía refiriéndose a las regalías que, por distintas protecciones, cobraban gracias a aquel comisario que le había inculcado el concepto de democracia en su versión o todos o ninguno (una mística seguramente perdida). “Yo tengo cinco homicidios, pibe” decía, pero nunca llegó a contar detalladamente ninguno.
Luego eran las hazañas sexuales, aquellas que sobrevinieron cuando vendía enciclopedias de puerta en puerta. Como la de los homicidios, era una hazaña sin documentar; lo cierto es que alegaba que muchas mujeres necesitaban, por decirlo suavemente, su afecto. Será mejor obviar otros detalles de aquella larga épica de Tom Jones.
El principal era enorme, miraba torcido y alzaba el dedo índice antes de empezar sus peroraciones. Su piel de paquidermo estaba hendida de arrugas. Propuso una vez cobrar distintas tarifas por distintas resoluciones. Lo haya hecho o no, en ese, su viaje por el mundo de las causas penales, en el que lo guiaban las clases recibidas en la escuela de policía, había algo que le disgustaba mucho: que la gente viniera con habeas corpus, que preguntara por sus detenidos y que se quejara. Eso, en verdad, mucho no lo hacían: nadie se quejaba, nadie decía nada; todos aceptaban, todos callaban, todos obedecían o al principal o a los que eran como el principal pero más invisibles, por estar más alto o ser más poderosos: esos que nunca se sabia quiénes eran. Una vez un señor dijo “usted sabe lo que es esa gente” (¿sería padre, abuelo, amigo de algún desaparecido?). Para qué. Él le contestó “Yo pertenecí veinticinco años a esa gente” luego de lo cual sobrevino una encendida arenga: la conclusión es que la vida es un camino donde no importa que derroteros describamos, siempre vamos a ir a parar a alguna de esa gente, esté acá o esté allá, sea como el principal o no lo sea. Tiempos y estilos cambian, las reglas del juego no.
Pero si todo aquello le molestaba, lo que decididamente le enfureció fue cuando la gente empezó a traer los habeas corpus con formularios de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Entonces, alzando su dedo, los increpaba diciéndoles “esto a usted alguien se lo hizo”.
El juzgado nunca liberó a nadie con ningún habeas corpus, pero sí se reclamaban las costas.
En aquella época, los argentinos eran derechos y humanos y cuando la comisión entregó su informe pocos se enteraron porque la Argentina había ganado el mundial juvenil con su futbolista estrella.
El principal siguió derroteros como los del país: dejó a los presos y ascendió a un puesto en el que controlaba fondos. Lo demás es fácil de imaginar.
Los mismos nombres que aparecían en los habeas corpus aparecieron en el informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. Para ese entonces el principal ya había salido de la cárcel y era una sombra. La última vez que lo ví caminaba bajo la lluvia con una campera azul como había sido su uniforme. Perdidas su casa y su familia en los pasadizos del tiempo, vivía en un hotel de mala muerte.
A su alrededor, el mundo cayó y se reorganizó, pero en otros términos, en unos que dejaron afuera a los que eran como él, aunque no a aquello a lo que sirvieron.
Hoy, los mismos nombres aparecen en las sentencias donde también aparecen otros, los de los que deben responder, y donde también se puede leer las maneras de dar cuenta de tantos “enemigos”.
El principal se ha perdido en el olvido y los otros, definitivamente se han convertido en el mal, así como se ha convertido en el bien todo aquello que los condena. Antes eran ellos el bien. Sujetos como el principal y los que eran más grandes, invisibles y poderosos. Esa clase de gente era el bien.
El bien y el mal son siempre lo mismo y a la vez cambian, se adaptan a las circunstancias mutables de ese mundo que cae y se reorganiza y que al hacerlo siempre arrastra a inocentes.
Inocentes que mueren, inocentes que purgan lo que hicieron quienes no lo eran, inocentes que reclaman, luchan y cuya vida es la cruzada por sobrellevar a un mundo sin inocencia.
La épica del principal, después de todo, fue en vano.



Eduardo Balestena
http://lapalabrainconclusa-literatura.blogspot.com

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