Desde que la escribí, mi novela Las llaves de ese secreto, sobre el
ataque a Pearl Harbor, tuvo dos ediciones (la segunda de ellas
ampliada). Es la primera vez que siento haberme encontrado con un texto que, a
diferencia de los otros, no parece dispuesto a concluir.
La novela, narrada por el personaje
imaginario de Peter Welch, que formó parte de la primera comisión investigadora
del ataque, se basa en gran medida en el libro El Secreto Final de Pearl Harbor (La contribución de Washington al ataque
japonés) del Contralmirante Robert Theobald, que, en su carácter de
comandante de la primera flotilla de destructores, estuvo en el ataque del 7 de
diciembre de 1941.
Un
largo recorrido
Lo primero fue ver,
cuando estaba varado por la pandemia en Lago Puelo, la película ¡Tora! ¡Tora! ¡Tora! e investigar la acción bélica, hasta que la versión
de Theobald me reveló una historia muy diferente a la de aquella que sostiene
que se trató de un ataque por sorpresa.
Los
mapas de la época, de la base y de la línea de acorazados, (Battlefield row)
fueron lo que elegimos para la contratapa y tapa de las ediciones de la novela,
eso y las referencias a algunos de los códigos secretos que usaban los
japoneses.
Pearl
Harbor sigue siendo una base militar, con una mínima parte a cargo de Parques
Nacionales, precisamente la que es posible visitar: incluye dos pabellones
dedicados uno a la evolución de las circunstancias políticas que dieron por
resultado el ataque y otro al ataque en sí; también el Pacific Fleet Submarine
Museum y los distintos memoriales a las víctimas de la agresión armada.
Cercano
al memorial del Arizona está anclado el acorazado Missouri: uno
marca el comienzo de la intervención de los Estados Unidos en la Segunda Guerra
Mundial y el otro el final de la contienda, ya que en una de sus cubiertas fue
firmada la rendición de Japón el 2 de septiembre de 1945. Al memorial del
acorazado Arizona es posible acceder desde la entrada del Parque
Nacional por medio de un ferry. Tal como dice la novela, y como pude
apreciarlo, cada 20 segundos brota de la nave hundida una gota de aceite que, en
sí misma, es capaz de contar una historia.
Para
la visita al acorazado Missouri es necesario llegar por los autobuses
del parque, llamados shuttles. Para acceder el Pearl Harbor Aviation
Museum, en Ford Island, hay que abordar otro shuttle y pasar
por un puesto de control militar. No se permite sacar fotografías en
determinadas direcciones, ni circular por la isla salvo en los autobuses. El Pearl
Harbor Aviation Museum incluye al
Hangar 79, en el cual se trabajó durante la producción de ¡Tora! ¡Tora! ¡Tora! en el acondicionamiento de vehículos y la
construcción de modelos de aviones en fibra de vidrio, para las escenas de los
ataques a los aeródromos. Hoy, incluye una exposición de aeronaves y en las
ventanas es posible ver los orificios producidos por los disparos de los
aviones japoneses.
Al
hacer la aproximación final al aeropuerto, el avión en el que llegaba a
Honolulu desde Los Ángeles paso muy cerca de Hickam Field, Ford
Island y la entrada al Pearl Harbor National Park y –en un momento
tan breve como intenso- pude ver así, por primera vez, la torre de control que
aparece en la película, el memorial del Arizona y el acorazado Missouri.
El
viaje desde Los Ángeles a Ohau toma cinco horas y media –los bombarderos B 17
que llegaban desde California a Pearl Harbor tardaban 14 horas y media-.
El avión aterrizó a las seis y cuarto de la mañana en el aeropuerto de Honolulu
y me llevó unos 40 minutos llegar en taxi al hotel.
Por
el camino pude ver el hermoso paisaje de las formaciones de roca volcánica que
tanto aparecen en el filme, mientras el chofer, nativo del lugar, hablaba por
teléfono en un idioma incomprensible y pensé que, al tiempo que muchos
japoneses se exiliaron aquí desde comienzos del siglo XX, la cultura del lugar,
como lo comprobaría luego, se circunscribió a barrios donde no parecen vivir
otras personas que los nativos y que son en sí un mundo aparte, que se refleja en
gran medida en las personas que viajan en los autobuses.
Como
ya me había pasado en Monterey y Salinas, pese al cansancio y a la noche sin
dormir, apenas llegado al hotel dejé mis cosas y me dispuse a tomar el autobús
42 que, una hora y media más tarde, me dejó en Pearl Harbor, donde gran parte de mi
novela acontecía.
Cuentas
pendientes
En
2018 hice un viaje de 8.000 millas por Estados Unidos en una Harley Davidson
y quería volver a lugares, como el Sequioa National Park que, por
haberme sorprendido una nevada a la altura del bosque de árboles gigantes, que
están entre 5000 y 6000 pies de altura, no había podido visitar debidamente;
esas inacabables y cambiantes extensiones siempre me fascinaron y viajar por
ellas es de por sí una experiencia única. Un año más tarde, para los mismos
meses, convalecía de la compleja operación por la cual, a tiempo para salvar mi
vida, me extrajeron un tumor; desde entonces todo me parece urgente porque uno
nunca sabe qué vez podrá ser la última.
Ahora
sumaba algunas cosas más y, como no podía ser de otra manera, el viaje debería
terminar en Pearl Harbor para conocer ese lugar que tanto había visto en
la pantalla y sobre el cual había escrito una novela que, hasta que no
conociera la base, me parecería incompleta.
Versiones
y argumentos
Luego de fichar el libro
de Theobald y de pensar largamente en el modo de hacer ingresar al texto ficcional
la información más relevante de la investigación del contralmirante y la de
Gordon Prange, autor del estudio en el que se basó ¡Tora! ¡Tora! ¡Tora!, para lo que me serví, en gran medida, de
diálogos, que a veces fueron tomados literalmente de la película, la novela se
deslizó, sin yo poder evitarlo, al problema de la argumentación, que involucra
el proceso de descubrimiento de la verdad y a la pregunta acerca de si la versión
sostenida de manera oficial es capaz de afrontar las pruebas de la
argumentación jurídica (la conclusión necesaria es que no es capaz pero a nadie
le interesa que lo sea).
La
experiencia que tuve es que, pese a que esa versión oficial pueda sostenerse a
sí misma, sigue siendo la aceptada y toda la información concerniente al ataque
se circunscribe a las circunstancias bélicas y no a otras, como que ya antes en
la historia (por ejemplo en Fort Sumter, en 1861) Washington lo hubiera
hecho posible.
Pude
ver –además de las bombas y los torpedos con timón de madera, aptos para ser
lanzados en aguas de poca profundidad: me sorprendió ver lo pequeños que eran-,
la máquina Magia, por la cual eran descifrados los mensajes entre Tokio,
las embajadas y distintas sedes y personas involucradas en la actividad de
espionaje, que aparece en el filme, pero no hay referencias a que los mensajes no
llegaran a los comandantes de Hawaii, que desconocían las circunstancias de las
tensas relaciones entre Japón y Estados Unidos. Tampoco se menciona al interés
de Tokio por conocer las ubicaciones de los buques anclados en Pearl Harbor,
los mensajes de destrucción de códigos secretos previos a la agresión, el éxodo
de espías ni otras muchas circunstancias.
Menos
todavía se habla de la actividad de las distintas comisiones investigadoras
que, a excepción de las de la marina y del ejército (ambas de 1944), se
dedicaron a salvar las responsabilidades del gobierno y a destruir evidencias.
No obstante, me aguardaba una sorpresa.
Idas
y vueltas
Seis
menos cuarto de la mañana, mientras espero el shuttle al aeropuerto
aparece una joven en el la sala del hotel Travelodge de Los Angeles, es rubia,
de grandes ojos claros, menuda y delicada y lleva muchos bolsos y valijas. Me
ofrezco a ayudarla. Me cuenta que es polaca y, tras dos meses de viajes por
Asia y tres de estudio en Estados Unidos, regresa a su país. Lleva un libro
enorme que me sugiere que se dedica a la literatura, pero no, para mi total
sorpresa, su área son las matemáticas.
Hay mundos llenos de
aventuras, geográficas e intelectuales (capaces de encontrar belleza hasta en
cosas como las matemáticas), y unas son acaso tan increíbles como otras. Cómo
la envidio. Me hubiera gustado poder tener una juventud de vida aventurera,
pero me contento mientras pienso que mi sufrida vida judicial de juventud y
madurez me permite ahora, liberado ya de muchas cosas, emprender mi pequeño
peregrinaje –o grande si pienso en las once horas de ida y vuelta a Ohau-. En
esta etapa de mi vida me siento libre.
El trayecto de autobús
hasta el Pearl Harbor National Park –que habré de hacer durante cuatro
días- es también por demás interesante: Honolulu me parece una mezcla de la
descontrolada Las Vegas y de la zona porteña de Palermo. Alterna extensiones
de agua con grandes avenidas, bellísimos espacios verdes y edificios enormes y extraños que se
multiplican en un horizonte inacabable. El ambiente veraniego se mezcla con el
desenfreno de muchos visitantes en la zona de las playas de Waikiki y todo es
largo, ancho y alto.
Hace
mucho calor. No se puede circular por el Pearl Harbor National Park con
nada en la mano y hay que dejar las cosas en un lugar destinado a guardar
bolsos, mochilas, morrales y riñoneras.
El
primer día hice un recorrido general y para el segundo contaba con el pasaporte
que me daba acceso al acorazado Missouri, al Pearl Harbor Aviation
Museum –que visitaría durante dos días seguidos- y al Pacific Fleet Submarine
Museum, con una visita al sumergible Bowfin.
La
visita al portaviones Intrepid en Nueva York –con su museo aeronáutico-
me había brindado ya la experiencia de estar en un buque de la Segunda Guerra
Mundial. Luego de la visita guiada al acorazado Missouri, era posible
recorrerlo –y por supuesto, igual que en el Intrepid, perderse en sus
entrañas, ya que esos buques son mundos en sí mismos- y contemplar la base de Pearl
Harbor desde la línea de acorazados –Battelfield row- que fue uno de
los objetos centrales del ataque japonés y una de las cosas que más me
interesaba ver.
En
la cubierta donde tuvo lugar la rendición de Japón es posible contemplar copias
del documento, con sus firmas, fotografías y una placa conmemorativa. Es muy
intensa la impresión de estar en el lugar donde finalmente terminó la Segunda
Guerra Mundial, con sus más de cincuenta millones de muertos y sus secuelas
imposibles de reparar.
En
esa zona hubo el impacto de un kamikaze en junio de 1945 y hay una
amplia exposición dedicada a los numerosísimos ataques suicidas, que incluye
las cartas de despedida de los pilotos.
Llegado
a las siete de la mañana, buscando algo para desayunar y habiendo encontrado
solo un puesto de salchichas empanadas para comer con la mano, estaba deseoso
de ir al Pearl Harbor Aviation Museum, donde sabía que había un buen
sitio para comer y podría, finalmente, lavarme mis engrasadas manos, pero no me
importaba; en los viajes hay que estar dispuesto a pasar ciertas necesidades
que, en el balance final, no cuentan para nada.
“Ataque
aéreo a Pearl Harbor, esto no es un simulacro”
La llegada al Pearl Harbor Aviation
Museum viene luego de una primera parada en el acorazado Missouri.
El lugar es inmenso y sirvió para las operaciones de los aviones que allí se
encontraban.
La
antigua torre de control, roja y blanca, se encuentra a unos metros del museo y
es posible visitarla. Desde allí se domina toda la base y, especialmente la Battlefield
row. Hay dos guías y les comento la fuerte impresión que me produce estar
allí después de haber visto tantas veces la película, en una de cuyas
secuencias Jason Robards, (que estuvo en el ataque como radiotelegrafista en el
crucero Honolulu) en el papel del general Short, comandante de la base,
sube por la misma escalera a ese mismo lugar. La guía que lleva la voz cantante
me dice que la torre tuvo cambios primero desde 1941 a 1968, en que el rodaje
de la película comenzó, y desde 1968 hasta ahora, pero la vista es la misma que
podemos apreciar en varias secuencias del filme, al producirse el ataque.
El
acorazado Nevada pudo generar vapor y tratar de salir en pleno ataque,
pero al ser sorprendido por la segunda oleada de aviones enemigos y atacado, fue varado para evitar su
hundimiento en la entrada de la base. Le pregunto por los lugares donde estaba
anclado y por donde fue varado y me los indica, en este último hay un monolito
que recuerda el hecho. En ese momento, el Nevada simbolizó, como la
acción de varios pilotos y artilleros, la resistencia a la agresión bélica. La
guía cuenta que es esposa de un militar de la base y su versión resulta acorde
a ello. También le pregunto por la dirección en que llegaron los aviones
japoneses luego de atacar los aeródromos y por el punto en el que se
encontraron, en la segunda oleada, con los B 17 que venían de California al
mando del mayor Truman Landon. Luego hace una extensa explicación sobre
aspectos militares de las operaciones, con especial mención de los
minisubmarinos.
Al
llegar en lancha a la Isla para izar la bandera, minutos antes de caer la
primera bomba, y ser testigo de ese primer impacto, fue el contralmirante
Patrick Bellinger quien, muy cerca de aquí, hizo la famosa transmisión que recorrió el
mundo: “Air raid Pearl Harbor, this is not drill”.
El Crucero General Belgrano
El piso del pabellón
central del Pearl Harbor Aviation Museum es en varias partes un
inmenso mapa del pacífico y sus islas. Se llega por un pasillo semicircular
que, casi de pronto, nos revela la presencia de algunos de los aviones que hubo
entonces: uno de ellos es un Aeronca civil de los que volaban esa mañana, y también de
un B 25, hay también un Dauntless y un Wildcat, entre otros
Me
detengo frente a un reluciente Mitsubishi zero y comienzo un largo
diálogo con Alvyn, uno de los voluntarios: me cuenta que el avión frente al que
nos encontramos no fue de los que atacaron Pearl Harbor, sino que fue
traído de las Islas Salomon, en pedazos, tal como se lo encontró, y
restaurado, pieza a pieza, hasta quedar en perfectas condiciones de vuelo.
Conversamos mucho sobre ese avión, diseñado por un inglés llamado Smith, y por
las diferencias con los cazas como el Curtis P 40 que está a pocos metros.
Me
pregunta de dónde soy y cuando le contesto hace un gesto y me pide que lo siga.
Me lleva hasta donde hay un mapa con la ubicación de los buques y me señala el cruiser
Phoenix y hace un gesto: “Es nuestro crucero General Belgrano” le digo y
asiente. Me traspasa algo semejante a una descarga eléctrica. Se toma luego el trabajo de buscar en un gran
libro una foto del Phoenix navegando a pocos metros del Arizona
en llamas, mientras se hundía, para salir en busca de la flota japonesa.
Nuestro General Belgrano fue uno de los pocos buques que pudieron dejar la base
en busca de la fuerza de ataque; luego, actuó durante toda la Segunda Guerra
Mundial en el escenario del pacífico para terminar hundido arteramente por los
ingleses cuando navegaba fuera del escenario bélico, en 1982.
Los
hangares aparecen en la película; el ya mencionado Hangar 79 pertenece también al museo y muestra más de
aquellos aviones, entre ellos un B-17 derribado en Nueva Guinea y un torpedero Avenger
en perfectas condiciones.
Al
día siguiente recorrí el Pacific Fleet Submarine Museum y visité el Bowfin, con todas sus dependencias,
lo que permite apreciar las alternativas de la batalla bajo el agua, que
permitió el avance de las acciones en el pacífico.
Otra
vuelta de tuerca
Los autobuses en Honolulu
no solamente permiten ir y volver sino asomarse a un mundo. Unos son largos y
articulados en el medio, con avisos de audio sobre lugares y paradas y el aire
acondicionado que tienen todos es un alivio al intenso calor.
Una
de las veces me pasé de largo de la parada del Arizona Memorial y
gentilmente el conductor, un robusto hombre moreno, de ojos rasgados, seguramente
nativo de Hawaii, me indicó con exactitud las paradas de los autobuses que me
llevarían al Pearl Harbor National Park y esperé durante largo tiempo en
un barrio muy diferente a la zona de hoteles, uno al lado del otro, y esa
visión me dio una perspectiva muy diferente del lugar. Otra me la dieron las
personas sin techo que simplemente se suben y circulan en los autobuses,
refugiándose del calor, al lado de los turistas que regresamos a la zona de
hoteles.
Las
personas nativas tienen rasgos y un habla distintivos y el camino era tan largo
que podían apreciarse zonas muy diferentes entre sí, en la inmensa isla de Ohau
de la cual yo solo había visto una pequeña parte.
Dejé
el hotel y volví a una última visita, quería comprar algunas cosas y
simplemente dejarme estar allí.
En
el lugar dedicado a los libros había la bibliografía esperable en un ámbito
como ese: el relato oficial y algunas cosas más. Me detuve en el pequeño volumen
Air
Raid Pearl Harbor – The attack that stunned the world (primera edición 1971), de Theodore Taylor, pensando que sería el relato de uno de los dos
pilotos –Kenneth Taylor y George Welch- que salieron en dos P 40 de Haleiwa
Field y que lograron muchos derribos (de hecho, el personaje de mi novela
se llama Welch debido a uno de esos pilotos) pero se trataba de otro Taylor.
Pese
a ser un libro no muy extenso la información que contenía era mucha y muy
concreta y me permitiría exponer la acción de la novela de una forma diferente,
abrirla a una perspectiva que entonces pensé que debería corresponder a un
narrador en tercera persona. Sería necesaria así una tercera versión.
Había
llegado a Pearl Harbor para completar una historia y terminaba
encontrando otra vía de acceso a ella. Estaba feliz, había hallado algo que no
me había propuesto encontrar.
Volví
por última vez al hotel y, ya de noche, llegué al aeropuerto.
Momentos y momentos
Ya mi viaje había
terminado y ahora debería decantar las profundas impresiones que un mes de
intensos recorridos por Estados Unidos me habían suscitado.
Poco después del despegue
las luces se han apagado. Sé que no voy a poder dormir y que, luego de la
llegada a Los Ángeles me espera el vuelo de regreso a Buenos Aires y su
conexión en Miami, y luego el inhóspito e insufrible Tienda León a Mar del
Plata.
Mi amigo Andrés Santibáñez
viajó durante muchos meses por Sudamérica desde Colombia, su país, en una Honda
NC 700 como la mía. Recorrió la Argentina, a lo largo y a lo ancho, hasta
Tierra del Fuego y me regaló un adhesivo con la leyenda This moment que
puse en el parabrisas de mi moto, como si fuera el mascarón de proa de un
barco. Es un anuncio, una inspiración y un afán de aventura. Desde entonces me
ha acompañado en todos los viajes.
Ni el pasado ni el futuro
–dice Andrés- sino ahora: la vida es ahora. Nuestra única certeza es ahora, la
mía de este momento es saber que pude alcanzar un anhelo y vivir mi novela
hasta donde me fue posible y esta sensación me acompañará siempre, de lo que
pasará mañana ya no hay certezas.
Ya cumplí con todo lo
demás en la vida y quizás esa sea la suprema enseñanza: ser fieles a nosotros
mismos, amar a los demás y vivir el momento, este momento, donde todo está
sucediendo.
(a Andrés de Santibáñez)
Eduardo Balestena,
15/16 de septiembre de 2025