jueves, 18 de septiembre de 2025

Este momento


Desde que la escribí, mi novela Las llaves de ese secreto, sobre el ataque a Pearl Harbor, tuvo dos ediciones (la segunda de ellas ampliada). Es la primera vez que siento haberme encontrado con un texto que, a diferencia de los otros, no parece dispuesto a concluir.

La novela, narrada por el personaje imaginario de Peter Welch, que formó parte de la primera comisión investigadora del ataque, se basa en gran medida en el libro El Secreto Final de Pearl Harbor (La contribución de Washington al ataque japonés) del Contralmirante Robert Theobald, que, en su carácter de comandante de la primera flotilla de destructores, estuvo en el ataque del 7 de diciembre de 1941.

 

            Un largo recorrido

            Lo primero fue ver, cuando estaba varado por la pandemia en Lago Puelo, la película ¡Tora! ¡Tora! ¡Tora! e investigar la acción bélica, hasta que la versión de Theobald me reveló una historia muy diferente a la de aquella que sostiene que se trató de un ataque por sorpresa.

            Los mapas de la época, de la base y de la línea de acorazados, (Battlefield row) fueron lo que elegimos para la contratapa y tapa de las ediciones de la novela, eso y las referencias a algunos de los códigos secretos que usaban los japoneses.

            Pearl Harbor sigue siendo una base militar, con una mínima parte a cargo de Parques Nacionales, precisamente la que es posible visitar: incluye dos pabellones dedicados uno a la evolución de las circunstancias políticas que dieron por resultado el ataque y otro al ataque en sí; también el Pacific Fleet Submarine Museum y los distintos memoriales a las víctimas de la agresión armada.

            Cercano al memorial del Arizona está anclado el acorazado Missouri: uno marca el comienzo de la intervención de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial y el otro el final de la contienda, ya que en una de sus cubiertas fue firmada la rendición de Japón el 2 de septiembre de 1945. Al memorial del acorazado Arizona es posible acceder desde la entrada del Parque Nacional por medio de un ferry. Tal como dice la novela, y como pude apreciarlo, cada 20 segundos brota de la nave hundida una gota de aceite que, en sí misma, es capaz de contar una historia.

            Para la visita al acorazado Missouri es necesario llegar por los autobuses del parque, llamados shuttles. Para acceder el Pearl Harbor Aviation Museum, en Ford Island, hay que abordar otro shuttle y pasar por un puesto de control militar. No se permite sacar fotografías en determinadas direcciones, ni circular por la isla salvo en los autobuses. El Pearl Harbor Aviation Museum  incluye al Hangar 79, en el cual se trabajó durante la producción de ¡Tora! ¡Tora! ¡Tora! en el acondicionamiento de vehículos y la construcción de modelos de aviones en fibra de vidrio, para las escenas de los ataques a los aeródromos. Hoy, incluye una exposición de aeronaves y en las ventanas es posible ver los orificios producidos por los disparos de los aviones japoneses.

            Al hacer la aproximación final al aeropuerto, el avión en el que llegaba a Honolulu desde Los Ángeles paso muy cerca de Hickam Field, Ford Island y la entrada al Pearl Harbor National Park y –en un momento tan breve como intenso- pude ver así, por primera vez, la torre de control que aparece en la película, el memorial del Arizona y el acorazado Missouri.

            El viaje desde Los Ángeles a Ohau toma cinco horas y media –los bombarderos B 17 que llegaban desde California a Pearl Harbor tardaban 14 horas y media-. El avión aterrizó a las seis y cuarto de la mañana en el aeropuerto de Honolulu y me llevó unos 40 minutos llegar en taxi al hotel.

            Por el camino pude ver el hermoso paisaje de las formaciones de roca volcánica que tanto aparecen en el filme, mientras el chofer, nativo del lugar, hablaba por teléfono en un idioma incomprensible y pensé que, al tiempo que muchos japoneses se exiliaron aquí desde comienzos del siglo XX, la cultura del lugar, como lo comprobaría luego, se circunscribió a barrios donde no parecen vivir otras personas que los nativos y que son en sí un mundo aparte, que se refleja en gran medida en las personas que viajan en los autobuses.

            Como ya me había pasado en Monterey y Salinas, pese al cansancio y a la noche sin dormir, apenas llegado al hotel dejé mis cosas y me dispuse a tomar el autobús 42 que, una hora y media más tarde, me dejó en Pearl Harbor, donde gran parte de mi novela acontecía.

 

            Cuentas pendientes

            En 2018 hice un viaje de 8.000 millas por Estados Unidos en una Harley Davidson y quería volver a lugares, como el Sequioa National Park que, por haberme sorprendido una nevada a la altura del bosque de árboles gigantes, que están entre 5000 y 6000 pies de altura, no había podido visitar debidamente; esas inacabables y cambiantes extensiones siempre me fascinaron y viajar por ellas es de por sí una experiencia única. Un año más tarde, para los mismos meses, convalecía de la compleja operación por la cual, a tiempo para salvar mi vida, me extrajeron un tumor; desde entonces todo me parece urgente porque uno nunca sabe qué vez podrá ser la última.

            Ahora sumaba algunas cosas más y, como no podía ser de otra manera, el viaje debería terminar en Pearl Harbor para conocer ese lugar que tanto había visto en la pantalla y sobre el cual había escrito una novela que, hasta que no conociera la base, me parecería incompleta.

 

            Versiones y argumentos

            Luego de fichar el libro de Theobald y de pensar largamente en el modo de hacer ingresar al texto ficcional la información más relevante de la investigación del contralmirante y la de Gordon Prange, autor del estudio en el que se basó ¡Tora! ¡Tora! ¡Tora!, para lo que me serví, en gran medida, de diálogos, que a veces fueron tomados literalmente de la película, la novela se deslizó, sin yo poder evitarlo, al problema de la argumentación, que involucra el proceso de descubrimiento de la verdad y a la pregunta acerca de si la versión sostenida de manera oficial es capaz de afrontar las pruebas de la argumentación jurídica (la conclusión necesaria es que no es capaz pero a nadie le interesa que lo sea).

            La experiencia que tuve es que, pese a que esa versión oficial pueda sostenerse a sí misma, sigue siendo la aceptada y toda la información concerniente al ataque se circunscribe a las circunstancias bélicas y no a otras, como que ya antes en la historia (por ejemplo en Fort Sumter, en 1861) Washington lo hubiera hecho posible.

            Pude ver –además de las bombas y los torpedos con timón de madera, aptos para ser lanzados en aguas de poca profundidad: me sorprendió ver lo pequeños que eran-, la máquina Magia, por la cual eran descifrados los mensajes entre Tokio, las embajadas y distintas sedes y personas involucradas en la actividad de espionaje, que aparece en el filme, pero no hay referencias a que los mensajes no llegaran a los comandantes de Hawaii, que desconocían las circunstancias de las tensas relaciones entre Japón y Estados Unidos. Tampoco se menciona al interés de Tokio por conocer las ubicaciones de los buques anclados en Pearl Harbor, los mensajes de destrucción de códigos secretos previos a la agresión, el éxodo de espías ni otras muchas circunstancias.

            Menos todavía se habla de la actividad de las distintas comisiones investigadoras que, a excepción de las de la marina y del ejército (ambas de 1944), se dedicaron a salvar las responsabilidades del gobierno y a destruir evidencias.

             No obstante, me aguardaba una sorpresa.

             

            Idas y vueltas

            Seis menos cuarto de la mañana, mientras espero el shuttle al aeropuerto aparece una joven en el la sala del hotel Travelodge de Los Angeles, es rubia, de grandes ojos claros, menuda y delicada y lleva muchos bolsos y valijas. Me ofrezco a ayudarla. Me cuenta que es polaca y, tras dos meses de viajes por Asia y tres de estudio en Estados Unidos, regresa a su país. Lleva un libro enorme que me sugiere que se dedica a la literatura, pero no, para mi total sorpresa, su área son las matemáticas.

Hay mundos llenos de aventuras, geográficas e intelectuales (capaces de encontrar belleza hasta en cosas como las matemáticas), y unas son acaso tan increíbles como otras. Cómo la envidio. Me hubiera gustado poder tener una juventud de vida aventurera, pero me contento mientras pienso que mi sufrida vida judicial de juventud y madurez me permite ahora, liberado ya de muchas cosas, emprender mi pequeño peregrinaje –o grande si pienso en las once horas de ida y vuelta a Ohau-. En esta etapa de mi vida me siento libre.

El trayecto de autobús hasta el Pearl Harbor National Park –que habré de hacer durante cuatro días- es también por demás interesante: Honolulu me parece una mezcla de la descontrolada Las Vegas y de la zona porteña de Palermo. Alterna extensiones de agua con grandes avenidas, bellísimos espacios verdes y  edificios enormes y extraños que se multiplican en un horizonte inacabable. El ambiente veraniego se mezcla con el desenfreno de muchos visitantes en la zona de las playas de Waikiki y todo es largo, ancho y alto.

            Hace mucho calor. No se puede circular por el Pearl Harbor National Park con nada en la mano y hay que dejar las cosas en un lugar destinado a guardar bolsos, mochilas, morrales y riñoneras.

            El primer día hice un recorrido general y para el segundo contaba con el pasaporte que me daba acceso al acorazado Missouri, al Pearl Harbor Aviation Museum –que visitaría durante dos días seguidos- y al Pacific Fleet Submarine Museum, con una visita al sumergible Bowfin.

            La visita al portaviones Intrepid en Nueva York –con su museo aeronáutico- me había brindado ya la experiencia de estar en un buque de la Segunda Guerra Mundial. Luego de la visita guiada al acorazado Missouri, era posible recorrerlo –y por supuesto, igual que en el Intrepid, perderse en sus entrañas, ya que esos buques son mundos en sí mismos- y contemplar la base de Pearl Harbor desde la línea de acorazados –Battelfield row- que fue uno de los objetos centrales del ataque japonés y una de las cosas que más me interesaba ver.

            En la cubierta donde tuvo lugar la rendición de Japón es posible contemplar copias del documento, con sus firmas, fotografías y una placa conmemorativa. Es muy intensa la impresión de estar en el lugar donde finalmente terminó la Segunda Guerra Mundial, con sus más de cincuenta millones de muertos y sus secuelas imposibles de reparar.

            En esa zona hubo el impacto de un kamikaze en junio de 1945 y hay una amplia exposición dedicada a los numerosísimos ataques suicidas, que incluye las cartas de despedida de los pilotos.

            Llegado a las siete de la mañana, buscando algo para desayunar y habiendo encontrado solo un puesto de salchichas empanadas para comer con la mano, estaba deseoso de ir al Pearl Harbor Aviation Museum, donde sabía que había un buen sitio para comer y podría, finalmente, lavarme mis engrasadas manos, pero no me importaba; en los viajes hay que estar dispuesto a pasar ciertas necesidades que, en el balance final, no cuentan para nada.

 

            Ataque aéreo a Pearl Harbor, esto no es un simulacro”

            La llegada al Pearl Harbor Aviation Museum viene luego de una primera parada en el acorazado Missouri. El lugar es inmenso y sirvió para las operaciones de los aviones que allí se encontraban.

            La antigua torre de control, roja y blanca, se encuentra a unos metros del museo y es posible visitarla. Desde allí se domina toda la base y, especialmente la Battlefield row. Hay dos guías y les comento la fuerte impresión que me produce estar allí después de haber visto tantas veces la película, en una de cuyas secuencias Jason Robards, (que estuvo en el ataque como radiotelegrafista en el crucero Honolulu) en el papel del general Short, comandante de la base, sube por la misma escalera a ese mismo lugar. La guía que lleva la voz cantante me dice que la torre tuvo cambios primero desde 1941 a 1968, en que el rodaje de la película comenzó, y desde 1968 hasta ahora, pero la vista es la misma que podemos apreciar en varias secuencias del filme, al producirse el ataque.

            El acorazado Nevada pudo generar vapor y tratar de salir en pleno ataque, pero al ser sorprendido por la segunda oleada de aviones enemigos y  atacado, fue varado para evitar su hundimiento en la entrada de la base. Le pregunto por los lugares donde estaba anclado y por donde fue varado y me los indica, en este último hay un monolito que recuerda el hecho. En ese momento, el Nevada simbolizó, como la acción de varios pilotos y artilleros, la resistencia a la agresión bélica. La guía cuenta que es esposa de un militar de la base y su versión resulta acorde a ello. También le pregunto por la dirección en que llegaron los aviones japoneses luego de atacar los aeródromos y por el punto en el que se encontraron, en la segunda oleada, con los B 17 que venían de California al mando del mayor Truman Landon. Luego hace una extensa explicación sobre aspectos militares de las operaciones, con especial mención de los minisubmarinos.

            Al llegar en lancha a la Isla para izar la bandera, minutos antes de caer la primera bomba, y ser testigo de ese primer impacto, fue el contralmirante Patrick Bellinger quien, muy cerca de aquí,  hizo la famosa transmisión que recorrió el mundo: “Air raid Pearl Harbor, this is not drill”.

El Crucero General Belgrano

            El piso del pabellón central del Pearl Harbor Aviation Museum es en varias partes un inmenso mapa del pacífico y sus islas. Se llega por un pasillo semicircular que, casi de pronto, nos revela la presencia de algunos de los aviones que hubo entonces: uno de ellos es un Aeronca civil de los que volaban esa mañana, y también de un B 25, hay también un Dauntless y un Wildcat, entre otros

            Me detengo frente a un reluciente Mitsubishi zero y comienzo un largo diálogo con Alvyn, uno de los voluntarios: me cuenta que el avión frente al que nos encontramos no fue de los que atacaron Pearl Harbor, sino que fue traído de las Islas Salomon, en pedazos, tal como se lo encontró, y restaurado, pieza a pieza, hasta quedar en perfectas condiciones de vuelo. Conversamos mucho sobre ese avión, diseñado por un inglés llamado Smith, y por las diferencias con los cazas como el Curtis P 40 que está a pocos metros.

            Me pregunta de dónde soy y cuando le contesto hace un gesto y me pide que lo siga. Me lleva hasta donde hay un mapa con la ubicación de los buques y me señala el cruiser Phoenix y hace un gesto: “Es nuestro crucero General Belgrano” le digo y asiente. Me traspasa algo semejante a una descarga eléctrica.  Se toma luego el trabajo de buscar en un gran libro una foto del Phoenix navegando a pocos metros del Arizona en llamas, mientras se hundía, para salir en busca de la flota japonesa. Nuestro General Belgrano fue uno de los pocos buques que pudieron dejar la base en busca de la fuerza de ataque; luego, actuó durante toda la Segunda Guerra Mundial en el escenario del pacífico para terminar hundido arteramente por los ingleses cuando navegaba fuera del escenario bélico, en 1982.

            Los hangares aparecen en la película; el ya mencionado Hangar 79  pertenece también al museo y muestra más de aquellos aviones, entre ellos un B-17 derribado en Nueva Guinea y un torpedero Avenger en perfectas condiciones.

            Al día siguiente recorrí el Pacific Fleet Submarine Museum y visité el Bowfin, con todas sus dependencias, lo que permite apreciar las alternativas de la batalla bajo el agua, que permitió el avance de las acciones en el pacífico.

           

            Otra vuelta de tuerca

            Los autobuses en Honolulu no solamente permiten ir y volver sino asomarse a un mundo. Unos son largos y articulados en el medio, con avisos de audio sobre lugares y paradas y el aire acondicionado que tienen todos es un alivio al intenso calor.

            Una de las veces me pasé de largo de la parada del Arizona Memorial y gentilmente el conductor, un robusto hombre moreno, de ojos rasgados, seguramente nativo de Hawaii, me indicó con exactitud las paradas de los autobuses que me llevarían al Pearl Harbor National Park y esperé durante largo tiempo en un barrio muy diferente a la zona de hoteles, uno al lado del otro, y esa visión me dio una perspectiva muy diferente del lugar. Otra me la dieron las personas sin techo que simplemente se suben y circulan en los autobuses, refugiándose del calor, al lado de los turistas que regresamos a la zona de hoteles.

            Las personas nativas tienen rasgos y un habla distintivos y el camino era tan largo que podían apreciarse zonas muy diferentes entre sí, en la inmensa isla de Ohau de la cual yo solo había visto una pequeña parte.

            Dejé el hotel y volví a una última visita, quería comprar algunas cosas y simplemente dejarme estar allí.

            En el lugar dedicado a los libros había la bibliografía esperable en un ámbito como ese: el relato oficial y algunas cosas más. Me detuve en el pequeño volumen Air Raid Pearl Harbor – The attack that stunned the world (primera edición 1971), de Theodore Taylor, pensando que sería el relato de uno de los dos pilotos –Kenneth Taylor y George Welch- que salieron en dos P 40 de Haleiwa Field y que lograron muchos derribos (de hecho, el personaje de mi novela se llama Welch debido a uno de esos pilotos) pero se trataba de otro Taylor.

            Pese a ser un libro no muy extenso la información que contenía era mucha y muy concreta y me permitiría exponer la acción de la novela de una forma diferente, abrirla a una perspectiva que entonces pensé que debería corresponder a un narrador en tercera persona. Sería necesaria así una tercera versión.

            Había llegado a Pearl Harbor para completar una historia y terminaba encontrando otra vía de acceso a ella. Estaba feliz, había hallado algo que no me había propuesto encontrar.

            Volví por última vez al hotel y, ya de noche, llegué al aeropuerto.

                       

            Momentos y momentos

Ya mi viaje había terminado y ahora debería decantar las profundas impresiones que un mes de intensos recorridos por Estados Unidos me habían suscitado.

Poco después del despegue las luces se han apagado. Sé que no voy a poder dormir y que, luego de la llegada a Los Ángeles me espera el vuelo de regreso a Buenos Aires y su conexión en Miami, y luego el inhóspito e insufrible Tienda León a Mar del Plata.

Mi amigo Andrés Santibáñez viajó durante muchos meses por Sudamérica desde Colombia, su país, en una Honda NC 700 como la mía. Recorrió la Argentina, a lo largo y a lo ancho, hasta Tierra del Fuego y me regaló un adhesivo con la leyenda This moment que puse en el parabrisas de mi moto, como si fuera el mascarón de proa de un barco. Es un anuncio, una inspiración y un afán de aventura. Desde entonces me ha acompañado en todos los viajes.

Ni el pasado ni el futuro –dice Andrés- sino ahora: la vida es ahora. Nuestra única certeza es ahora, la mía de este momento es saber que pude alcanzar un anhelo y vivir mi novela hasta donde me fue posible y esta sensación me acompañará siempre, de lo que pasará mañana ya no hay certezas.

Ya cumplí con todo lo demás en la vida y quizás esa sea la suprema enseñanza: ser fieles a nosotros mismos, amar a los demás y vivir el momento, este momento, donde todo está sucediendo. 

 

(a Andrés de Santibáñez)

 

Eduardo Balestena,

15/16 de septiembre de 2025