En 1949 Carol Reed dirigió la película
The Third Man, con el guión de Graham
Greene, que posteriormente hizo una versión novelada de la historia.
Película y novela me plantearon una
serie de interrogantes: El primero se refiere a especies narrativas “menores”,
si cabe el término, que son capaces de producir y utilizar estrategias expositivas
acerca de las cuales cabe reflexionar. El segundo se refiere a si distintos
elementos pueden contar, también de distinta manera, una misma historia.
Vienen luego otros interrogantes:
¿Cuándo y cómo nacen las
historias y de qué modos se desarrollan? ¿Qué
elementos hacen objeto de interés a una fábula y la destacan, pese a las
convenciones que deba seguir, y qué otros hacen que haya otras que no merezca
la pena ver ni leer?
Unas narraciones inauguran su propia
forma, estableciendo el modo de ser contadas y otras, para ser contadas,
necesitan seguir un esquema que puede ser más o menos convencional o que
partiendo de una convención puedan remontarse a otra cosa. No obstante, pese a
eso, la historia puede llegar a hacer invisibles estas costuras y establecer un
valor estético por sí misma.
Podemos adentrarnos en los elementos
de la narración, enumerarlos y determinar de qué modo trabajan, para
reflexionar acerca de si cada historia requiere una convención y un esquema
preconcebido, y si es posible utilizar ese esquema en otra que tenga un contenido
diferente.
En síntesis la pregunta sería: ¿si
estudiamos el mecanismo narrativo de El
tercer hombre podríamos utilizarlo para escribir otra cosa?
Anticipo la idea de que no. Por
empezar, confluyen en ella circunstancias particulares cuyo aporte hace a la
creación única[1]; asimismo, si bien cada
narración se apoya en determinadas articulaciones de la acción, puede crear sus
propios recursos para lograr interés y una apariencia de verosimilitud, esta
última es más frágil en determinadas secuencias que en otras.
Para dar un ejemplo: tomemos historias
de intrigas, como El archivo de Odessa, El
día del Chacal o El tercer hombre, es decir obras que no pertenecen a la
gran literatura pero que –al menos en este último caso- contiene algo formal y
estéticamente original que prevalece sobre los problemas de credibilidad del
conjunto.
Encontraremos en ellas puntos en
común, articulaciones que la acción requiere para poder desarrollarse:
el personaje –por ejemplo- puede entrar en un lugar prohibido porque –aunque
sea pleno invierno europeo- hay una ventana abierta, o una puerta inadvertida
por los demás y que alguien olvidó cerrar con llave, que le permite deslizarse
hacia aquellos lugares donde está lo que el personaje pretende descubrir. Alguien
a quien el protagonista encuentra de
manera circunstancial informa al héroe de algo que éste no esperaba. La
revelación central siempre depende de una casualidad; la actuación de un
personaje se opone a la de otro que se comporta obstinadamente y cuyas razones
no son posibles de comprender y no siempre resultan verosímiles, pero la
dinámica narrativa necesita de esa actitud.
Los personajes son herramientas y su
deliberación se agota en las acciones que llevan a cabo; unos son buenos y
otros son malos, ello resulta necesario porque todos sirven a un propósito, que
es la resolución de la historia. El esquema no es para nada complejo.
Las novelas se nutren de la vida, de
la imaginación y de la necesidad de adentrarse en algo desconocido y se valen
del patrimonio de recursos que utiliza quien las escribe; las intrigas lo hacen
de una convención que toma elementos de la vida para resultar verosímil y en el
camino resuelven algo que pone fin a la historia.
En el caso de El tercer hombre hay sin embargo algo más. Ya veremos qué es.
[1] Un ejemplo paradigmático es el de Citizen Kane, con el guión de Herman Mankiewicz, la fotografía de Greg Toland, el aporte de técnicos y actores que se sentían liberados de la organización de los grandes estudios, y la dirección de Orson Welles quien vivió, al hacerla, una circunstancia irrepetible en su carrera.