Fue gracias a Marta Pato y a Rosanna
Lemmi, de la Asociación Amigos de la Villa Victoria Ocampo, que pude establecer
contacto con Héctor Olivera y hacerle llegar mi artículo A cincuenta años de la filmación de La Patagonia Rebelde (que el
diario La Capital publicó el 9 de
abril). Dolores Bengolea, la esposa del cineasta, me escribió –justo el día de
mi cumpleaños - diciéndome que él estaba encantado con el artículo y que me
recibiría con todo gusto en Buenos Aires; le contesté que era un preciado
regalo que recibía justo ese día.
En Buenos Aires, donde me encontraba
circunstancialmente por motivos de salud, debí vencer toda mi timidez para
llamarlo. Había seguido numerosas de sus entrevistas y visto muchas de sus
películas y cuando su voz clara y jovial contestó mi llamado literalmente me
quedé mudo; alcancé a expresarle todo lo que significaba para mí poder hablar
con él y las razones de ello, en tono de broma me dijo que ya sabía algo de mí:
que era “un exagerado”.
No esperaba verlo en esa oportunidad
sino viajar en algún momento, expresamente para entrevistarlo, sin embargo me
invitó a visitarlo en su departamento esa misma tarde.
Visión
e Intuición
Películas
como La Patagonia Rebelde y luego No habrá más penas ni olvido o Plata Dulce, cada una a su modo,
definieron a una época y significaron obstáculos y riesgos diferentes.
La impresión que siempre tuve fue la
de que las películas centrales de su filmografía habían sido el resultado de
una repentina intuición que surgía a veces de la lectura de una obra; algún hecho no tratado antes por el cine; una
injusticia notoria y otras por una idea, y que una vez que esa revelación
surgía, seguida de la decisión de hacer una película, se instalaba en el
centro, desplazando a todo lo demás y que a partir de eso él era capaz de idear
las estrategias para llevar ese propósito adelante y lo hacía hasta el final,
aceptando los riesgos y concibiendo las estrategias para hacerles frente.
También que –como en el caso de Plata Dulce- sus filmes hacían una
lectura diferente de la realidad y la mostraban como vista desde afuera,
revelando algo que antes no se veía del mismo modo.
Pensé también que ese riesgo era parte
del efecto que la película sería capaz de producir. Algo que todos ven y
aceptan no significa riesgo alguno, pero algo que o no se había visto antes de
un modo nuevo, o no se acepta, sí produce un riesgo que puede ser grande. Ahora
vemos La Patagonia Rebelde desde la
consagración de la película y de la obra de Osvaldo Bayer, pero en 1974 fueron
muchos quienes la atacaron –recuerdo, por ejemplo, a Armando Bo y un artículo de uno de los soldados
conscriptos del Regimiento 10 de Infantería, justificando a sus superiores, en
una revista del tipo de Gente o 7 días-. Eso sin hablar de que –mientras triunfaba
en el exterior- la película era prohibida en Argentina y de todo lo que había
significado hacerla y lograr que se estrenara. No habrá más penas ni olvido mostró las facciones violentas en que
el peronismo se dividía en la década del 70, en momentos en que esa violencia
estaba todavía latente y podía volver al poder.
Al mismo tiempo que Aries, la productora y luego también
distribuidora que crearon con Fernando Ayala, fue una empresa de
entretenimiento, en otro plano actuó con libertad creativa y valor para llevar
los proyectos adelante, en momentos en que la libertad era amordazada por la
censura.
Impresiones
Con ansiedad pulso el timbre del
portero eléctrico que corresponde a su departamento y una voz entusiasta
responde diciendo –en tono interrogativo- mi nombre y al par que le respondo
“sí” recuerdo la fuerte impresión que La
Patagonia Rebelde me produjo a los 19 años, cuando la vi por primera vez.
De pronto, apenas salido del ascensor, se abre la puerta de su departamento y allí está él, el
cineasta que recorrió el mundo y que conoció a infinidad de directores,
actrices y actores. No sé por dónde empezar, pero su sencillez y afabilidad
allanan todos los pruritos y de pronto estamos charlando animadamente, como si
nos conociéramos desde antes.
Fabricante
de sueños, su
autobiografía, es a la vez una historia chica de la política argentina así como
el recuento de sus películas y el modo en que una cosa se vincula a la otra.
Ese título obedece a que en una oportunidad solicitó un préstamo en un banco y
el gerente le preguntó qué fabricaba; al
decirle que era un cineasta le respondió peyorativamente que solo era un
fabricante de sueños.
Le comento que, siendo chico, vi la
película Inspiración, de Jorge Jantus
–que menciona en su libro- sobre la vida de Franz Schubert, parte de cuyo
rodaje Héctor Olivera vio en 1946, cuando acompañó a su madre –asistente del
escenógrafo Gori Muñoz- a los estudios Baires
Film. Aquel momento definió su
suerte.
Es rápido y ocurrente y su vida
personal y el cine no se encuentran separados, no hay una línea que divida una
y otro sino que todo es uno donde las historias van y vienen. El cine es vida y
la vida es cine.
Le cuento que al leer su autobiografía
iba viendo algunas de las películas que menciona, como El Jefe y volviendo a otras, como Las Venganzas de Beto Sánchez o No
habrá más penas ni olvido y que de pronto advertí que un motivo musical de El Jefe fue la cortina de la productora Aries. Cuando Lalo Schiffrin lo supo lo
orquestó nuevamente, me dice.
La charla es intensa; él no tiene
actitudes críticas respecto a personas con las que no ha estado de acuerdo,
simplemente señala los hechos. No habla mal de nadie, sabe escuchar y se
refiere con humildad a sí mismo.
Las Venganzas de Beto Sánchez, le digo, es un filme original y profundo
pero la lista de películas es enorme y las anécdotas vinculadas a ellas
también. Alguien le dijo que contar anécdotas es cosa de viejo y le contesto
que no, que esas anécdotas son un acervo de historias, un bagaje que lo define
y que es necesario que sea conocido por otros.
La Patagonia Rebelde
Es La
Patagonia Rebelde la que me trajo a este lugar en este momento. Aquellos
hechos enterrados bajo una vergonzosa lápida de silencio -tan espantosos que nadie hablaba de ellos-
fueron parcialmente abordados en dos fascículos de la revista Polémica,
Historia Integral Argentina, del Centro
Editor de América Latina, en 1970/71, que Osvaldo Bayer criticó por ciertas
inexactitudes en su vasta obra que abordó ese tema, lo sacó definitivamente a
la luz y lo instaló en el debate público.
Le pregunto por el cambio de título,
de Los Vengadores de la Patagonia Trágica
al definitivo y cuál fue el paso siguiente a la decisión de hacer la película y
me responde que fue escribir el guión el siguiente paso y luego su presentación
al ente respectivo y que al preguntársele por el título que llevaría el filme,
criticando la extensión del de Osvaldo Bayer, de inmediato pensó en La novicia Rebelde y con toda seguridad
dijo que la película se llamaría La
Patagonia Rebelde.
A veces los grandes filmes parecen ser
el resultado de una serie de circunstancias únicas –favorables algunas y
adversas otras, presentándose al mismo tiempo- que las hacen ser el resultado
de determinados elementos. Citizen Kane,
por ejemplo, estuvo marcada por la confluencia del guión de Herman Mankiewicz
–una verdadera obra de la mejor literatura- , la fotografía de Gregg Toland y
las ideas del expresionismo alemán que puso en práctica, los actores del
Mercury Theatre y muchos técnicos que vieron en ella la oportunidad de, bajo la
dirección de Orson Welles filmando su primera película, hacer un trabajo creativo. The Third Man estuvo signada por los diálogos de Carol Reed, su
director, con Graham Greene, el autor del esquema inicial de la historia (ambos
reunidos por Sir Alexander Korda), la música de Anton Karas y la extraordinaria
fotografía de Robert Krasker, en el escenario de la Viena ocupada durante la
inmediata posguerra. Algo semejante sucedió con La Patagonia Rebelde, con la fotografía de Humberto Caula, el
notable vestuario de María Julia Bertotto y el montaje de Oscar Montauti, que,
versando sobre un hecho soterrado cuya exposición causaría mucho malestar, fue
pensada bajo una circunstancia política –la primavera camporista- y filmada
bajo otra muy distinta –el dominio de la ultra derecha-, con amenazas y –según
lo refiere Osvaldo Bayer- exigencias de detener la filmación, que pudo seguir
gracias a Jorge Cepernic, cuyo padre había sido huelguista, entonces gobernador de Santa Cruz, amigo de
Osvaldo Bayer; juntos recorrían las estancias en un Fiat 600, en busca de
testigos. Según el historiador, ese empeño
de Cepernic –sin quien la película muy probablemente no hubiera podido
ser hecha- contribuyó a la intervención que sufrió su provincia al año
siguiente. También estuvo marcada por el esfuerzo por rodarla en esas
condiciones, que no desmereció en lo más mínimo la importancia y la calidad del
filme.
Una película de esa magnitud, filmada
en el lejano sur, con gran demanda de elementos (autos, camiones, trenes y gran
cantidad de personas) alojándose en carromatos en alguna oportunidad y las
mujeres en un hotel que había sido un burdel, en una escena política violenta,
es de por sí una especie de épica.
En la filmación de la escena tan
intensa del fusilamiento de Daniel Shultz -Pepe Soriano-, teniendo que
aprovechar las pocas horas de luz para filmarla con la luminosidad necesaria,
algunos actores llegaron hasta el director diciéndole que se negaban a filmar
si Bayer se encontraba presente. La reacción de Héctor Olivera fue tajante –la
rememora repitiendo con el mismo énfasis las mismas palabras- y los conminó a
seguir filmando. El resto de las peripecias están mencionadas en el artículo A cincuenta años….
Es una especie de ironía, le señalo,
que David Viñas, que supervisó el guión, fuera hijo del juez Ismael Viñas –que
aparece en el filme- durante la primera huelga y que –lo mismo que José María
Borrero, el autor de La Patagonia Trágica-
dejó solos a los trabajadores durante la segunda huelga y luego, como juez, no
investigó ninguno de los delitos que le fueron denunciados por quienes
sobrevivieron.
Hablamos largamente del filme, se
entusiasma, revive los diálogos y de pronto me mira y exclama “¡cincuenta
años!” como preguntándose cuándo pasaron, si todo parece sucedido ayer.
Héctor Alterio, Luís Brandoni, Osvaldo
Terranova, Tacholas, Max Berliner, Emilio Vidal, Eduardo Muñoz, Carlos Muñoz,
José María Gutiérrez, Federico Luppi y tantos extraordinarios actores en un
elenco único y una serie de peripecias también únicas.
“No puedo imaginar qué música puedo
hacer para esto” le dijo Cardozo Ocampo; “pensá que es un dibujo animado“ le
contestó Héctor Olivera y el rostro del músico se iluminó y fue concibiendo
aquella música que terminó siendo lo que subraya todos los climas del filme.
Lo mismo que Osvaldo Bayer, Héctor
Olivera quería terminar la película con la escena de las meretrices enfrentando
a escobazos a los soldados. “Es demasiado”, le dicen, “mostrar que el Ejército
no solo fusiló sino que fue rechazado a escobazos” y el final terminó siendo el
que conocemos, uno parece sintetizarlo todo.
Poco después la película se consagró
en el Festival de Berlín y recibió el elogio del mundo cinematográfico y a los
43 años de edad Héctor Olivera surgía como un gran director.
Colofón
Las referencias a las películas se
suceden: El Arreglo, El Caso María Soledad: “un grupo de
colegialas termina haciendo caer a una dinastía política que había manejado
Catamarca por décadas” reflexiona. Los títulos surgen y cada uno tiene una
historia.
Le pregunto por Plata Dulce. Es conocida la anécdota de que el titulo sería “Dios
es Argentino” y que, coincidente su filmación con la Guerra de Las Malvinas
alguien dijo a Fernando Ayala en la calle que esa era la clase de películas que
hacía falta, porque íbamos a ganar, con lo cual el sentido dado a ese título
cambiaba absolutamente; otro posible era “Deme dos” pero terminó siendo el que
conocemos, que define a una época, precisamente la época de la plata dulce.
La película es una radiografía de la
economía de entonces -le digo- de las operaciones y maniobras y me responde que
el llevar adelante la productora Aries
le hizo aprender todos aquellos rincones de la economía y que por eso conocía
tan bien el tema.
Un gran guión se caracteriza no sólo
por diálogos y situaciones sino por el peso y el brillo de cada palabra, por su
funcionalidad en la historia y por el ingenio de los giros verbales; frases
como “Bonifatti, Carlos Teodoro, estamos entrando en la patria grande”; “Hacé
todo el líquido que puedas” o “Con una buena cosecha nos salvamos todos” están
llenas de ironía, reflejan las creencias de una época y forman parte del habla;
nuestro lenguaje las adopta, se apropia de ellas.
“Es mía la historia y el argumento y
también hice el guión”, me dice, en el que además trabajaron Oscar Viale, ese
gran guionista y dramaturgo, y Jorge Goldemberg. El argumento es perfecto: la
acción no se detiene nunca y no hay una sola fisura en la historia.
De a poco, sin notarlo, advierto que
el cielo se ha ido oscureciendo y que ya son las siete; luego de más de dos
horas el diálogo sigue vivo, sin languidecer, pero no quiero abusar más de la
hospitalidad de Héctor y –comenzando a despedirme- le digo que, como él, mi
mamá también nació en 1931 y que al verlo pienso que podría estar hablando con
ella. Se lamenta de que ella haya muerto tan joven.
Edelmiro Correa Falcón, el mejor
hombre que tuvieron los estancieros en 1921, ex policía y ex gobernador, así
como miembro de la sociedad rural, recibió a Osvaldo Bayer en su departamento
de Buenos Aires, le ofreció whisky escocés y le dijo que durante la sangrienta
represión le pidió a Varela que no fusilara a tantos chilotes porque iban a
tener que darles las labores de esquila a los argentinos, siendo que a los
chilotes podían pagarles todavía menos. Esos son los intereses en cuya defensa
asesinaron Varela, Viñas Ibarra y Anaya.
Los huelguistas iban de un sitio a
otro, esperando negociar y creyendo que podrían lograrlo se rindieron en la
estancia La Anita, el lugar donde el número de fusilados el 7 de diciembre de
1921 fue el más alto, ente 250 y 150 según los anarquistas y 120 y 140 según el
cálculo de estancieros y policías[1].
Siento que ya no puedo ir más allá,
que fui a las fuentes mismas de aquella historia que conocí en 1974; que
necesité llegar a este punto, hablando con Osvaldo Bayer primero y ahora con
Héctor Olivera, quien me muestra los osos de plata que ganaron La Patagonia Rebelde en 1974 y No habrá más penas ni Olvido, en 1984.
El primero le fue entregado por Giulietta Masina y el segundo por Liv Ullmann.
“Estoy planeando hacer un viaje en
moto para recorrer los memoriales de los fusilamientos” le comento poco antes
de despedirnos y lo abrazo y en ese abrazo se confunden el que fui entonces, en
1974, con el que soy ahora, girando en
la misma historia y estrechando con mis brazos a quien, poniendo todo en
riesgo, la contó al mundo.
Salgo y en la calle ya es noche y
–después de un curioso viaje- me parece estar regresando a otro mundo.
Eduardo
Balestena
[1] Osvaldo Bayer, Los Vengadores de La Patagonia Trágica,
tomo 2, pág. 297. Galerna, Buenos Aires, tercera edición, 1973.