Cuando yo era muy joven y sentía ansiedad de estar en otra parte, los mayores me aseguraban que la mayoría de edad curaría esa picazón. Cuando alcancé la mayoría de edad, el remedio prescripto fue la madurez. En la madurez me aseguraron que la vejez aplacaría mi fiebre […] Nada ha funcionado […] El estruendo de un avión, un motor calentándose, aun el golpeteo de cascos con herradura sobre adoquines provoca ese antiguo escozor, la boca seca y los ojos vacíos […] Temo que la enfermedad sea incurable.
John Steinbeck, Viajes con Charley En busca de Norteamérica.
Para hacer un viaje de descubrimiento hay que
llevar sólo lo esencial, despojarse de todo peso inútil pero tener lo
necesario. El zafarrancho de aligeramiento es la actitud del viajero. Con más
razón si lo que va a alistar es una moto.
Tan necesario como la ropa abrigada, los mapas de
ruta, el traje impermeable o los guantes, son los libros que llevaremos en una
gaveta en la cual lo más importante es la decisión de elegir qué contendrá.
Desde hace mucho tengo la ambición de llegar
hasta Tierra del Fuego en la moto, pero no quise aventurarme tan lejos en un
recorrido de gran exigencia –vientos, distancias, rigor del clima- sin haber llegado antes al menos hasta algún
punto de Santa Cruz, nuestra provincia más austral. Ese propósito y el de expandir
en algo mis límites, ya que los puntos más al sur que había conocido hasta
ahora habían sido Esquel, Trevelin y el Parque Nacional Los Alerces, en Chubut,
hizo que decidiera a ir a Los Antiguos, en la parte norte de la provincia de Santa
Cruz.
Fue un hermoso viaje de casi seis mil kilómetros que
resultó distinto de otros, en gran medida por algunas personas que conocí pero,
más que nada, por el libro que abrió mi percepción a lo que realmente significa
un viaje y que fue mi compañero inseparable a lo largo de esos nueve
subyugantes días: Viajes con Charley, en
busca de Norteamérica, de John
Steinbeck.
John
Steinbeck
Escritor, corresponsal de guerra, Premio Nobel de
Literatura, el autor de Las uvas de la
ira de pronto se da cuenta de que ha escrito mucho sobre Norteamérica pero
que no la conoce enteramente, o que conoce otra, la de sus recuerdos y decide emprender
un viaje a través de su territorio. A tal fin se hace construir un vehículo
acorde: una casilla con todo lo necesario para una vida ambulante, fijada sobre
la caja de una pick up GMC V 6. Bautiza a su vehículo Rocinante como el caballo del Quijote.
Charley, su perro de aguas lo acompañará y habrá
de vivir sus mismas aventuras, será su confidente, la voz de su conciencia a
veces, su amigo entrañable siempre.
Así el texto fija su lugar: será una obra
conjunta referida a las experiencias de ambos; veremos por qué. Un perro es una
mirada siempre atenta e importante que dice muchas cosas. Eso es lo primero. Lo
segundo es que deja de ser un escritor famoso –nunca ante nadie se presentará
como tal- y hará a un lado su experiencia de vida, su bagaje, sus anécdotas,
para abrirse hacia los demás. Como buen escritor es una suerte de recipiente
que recibe y una conciencia que analiza y su actitud es la de la humildad.
Tres rasgos priman en esta actitud: el sentido
del humor, la agudeza y el respeto a los demás, que se manifiesta por la
necesidad de conocer sus historias y todo lo que tienen para decir.
Ello en cuanto a su actitud
esencial, que le permite referirse a sus grandes preocupaciones: las personas y
sus vidas; la masificación de la sociedad; el medio ambiente y la necesidad de
vivir la vida como una eterna aventura itinerante, solitaria a veces,
comunitaria otras, pero siempre profunda, honesta y sincera.
La travesía
de la lectura
Perito Moreno está cerca de los Antiguos y las
cabañas La Serena, el lugar de turismo de estancia en el que me alojaba estaba
entre esos dos lugares: una cabaña amplia a la orilla del Lago Buenos Aires. Me
tomó tres días llegar hasta allí desde Mar del Plata, al final del primero llegué
a San Antonio Oeste y al final del segundo a Comodoro Rivadavia. Ya entrando a
Santa Cruz el paisaje cambia: se hace más desértico y las distancias entre un
punto y otro son mayores.
Entre Comodoro Rivadavia y Caleta Olivia el
camino era costero, con una perspectiva del mar y un mar que yo no conocía,
pese a ser el mismo Océano Atlántico a cuyas orillas está mi ciudad: otro el
color, diferente la costa, con esas formaciones rocosas bajas y claras, tan
distintas a las Sierras de Balcarce que están cerca de Mar del Plata.
Luego de
las bifurcaciones y de las ciudades la ruta era ancha y amable y la moto se
deslizaba lenta y pacíficamente por el camino suave. De pronto el Lago Buenos
Aires apareció en el marco de las montañas y de ese aire cristalino, quieto y
celeste.
Hice mi primer paseo a Los Antiguos y a la tarde
volví a la cabaña y con la vista del lago tomé el libro y comencé la lectura.
Una mañana
brillante
Charley, sostiene el escritor, tiene el poder de
leer la mente y de adivinar la proximidad de un viaje cuya partida, a medida que
el amor de su familia y la comodidad de su casa ejercían una fuerza más y más
poderosa de atracción, se acercaba.
Finalmente, emprende su marcha en la mañana
brillante del Día del Trabajo; sin muchas despedidas se encamina hacia el norte
porque desea ir a Maine.
Conversa con un joven en el ferry de Shelter
Island, quien ante la visión de un submarino le comenta que navega en uno de
ellos; el autor los percibe como una permanente amenaza a la paz y recuerda
aquellos que acechaban a los barcos de tropas durante la guerra.
Luego son los paisajes de Nueva
Inglaterra y los habitantes, las más de las veces bastante reacios al diálogo (a quienes describe con mucha gracia) pero, de
los muchos encuentros, un momento mágico sucede en Maine. Fue con los trabajadores migrantes
canadienses que anualmente cruzan la frontera para un trabajo estacional y
Charley fue el embajador acreditado para hacer un primer contacto con ellos.
Noches
estrelladas
La tarde apacible iba declinando a medida que mi
lectura avanzaba y avanzaba: los encuentros del escritor, sus diálogos, las
situaciones graciosas y sus reflexiones, Charley y su lenguaje de “Fj, fj”,
interjección que usaba para decir diferentes cosas según la situación de que se
tratara. No es que el perro sea humanizado
sino valorado como perro en las aptitudes que suele tener un perro y no
un humano.
A las nueve de la noche los huéspedes de las cabañas
cenamos en un comedor con paredes y piso de madera que crujía amablemente con
cada paso, ante el crepitante fuego del hogar, allí, en medio del campo. En una
biblioteca alcancé a ver la versión en un tomo de la obra de Osvaldo Bayer
sobre las huelgas patagónicas y al día siguiente estuve cera de Gobernador
Gregores, antes llamado Cañadón León, donde tuvo lugar gran parte de los
fusilamientos de la huelga rural de 1921, la segunda luego de la de 1920. Pero
el pollo al disco y el vino Malbec me hicieron pensar en cosas diferentes a las
huelgas de la Patagonia y la charla se animó.
Dormí con la cortina descorrida que me permitía
ver el lago cuya luminosidad cambiaba con el avance de la noche. En la noche
incipiente no era posible verlo pero más tarde resurgía como una plateada luz
bajo un cielo donde infinidad de estrellas decían su silencioso mensaje. El grupo electrógeno era apagado a
la una de la madrugada y la energía no volvía sino hasta las veinte del día
siguiente y mientras había luz era necesario leer y leer.
La mañana siguiente quise aventurarme hasta la
cueva de las manos, donde hombres y mujeres prehistóricos dejaron para siempre su
mensaje, pero, deliberadamente o no, en la ruta, un policía me dijo que ese no
era el camino y debí desandarlo hasta Perito Moreno, para retomarlo luego. Sin
embargo, una vez encontrado el rumbo no pude llegar a mi destino porque ni la
moto ni yo éramos aptos para el duro sendero de ripio, con bordes pronunciados
(serrucho) y debí contentarme con surcar esas rutas donde, aunque no con el
rigor que suele tener, el viento daba de
costado y nos hacía inclinar a la moto y a mí para compensar su incidencia y
poder seguir la marcha. Era absolutamente feliz.
Ya avanzada la tarde volví al libro.
Gente curtida
Los canadienses que trabajaban en la
recolección de papas eran gente curtida que
viajaba y acampaba en clanes; el escritor y Charley se detuvieron al
borde de un lago, cerca de ellos. De pronto comenzó a llegarles el aroma de la
sopa que los acampantes preparaban en las cercanías: un aroma conocido y amable
y pudo verlos a lo lejos, con su porte humilde y elegante y se preguntó cómo
entablar contacto con ellos; para cumplir con ese cometido envió a Charley como
embajador y luego fue a buscarlo para que no “molestara a sus vecinos”,
entonces los invitó a Rocinante a beber café luego de cenar.
Pese a ser francófonos hablaban un
inglés muy puro y fluido, según pudo comprobar en la visita a Rocinante: gente
respetuosa, amable y formal que cruzaba, año a año a Estados Unidos para
ganarse un dinero extra. Después de jornadas de soledad, decía, le hizo muy
bien poder estar rodeado de personas tan
cálidas y amigables como prudentes y les convidó con un “brandy muy viejo y
venerable”.
Luego de dos vueltas dijo “con las
pocas gotas divididas de esa tercera ronda entró en Rocinante una triunfal
magia humana que puede bendecir una casa…o una camioneta, llegado el caso:
nueve personas reunidas en total silencio y las nueve partes formando un todo
tan ciertamente como mis brazos y piernas forman parte de mí, separadas e
inseparables. Rocinante adquirió un fulgor que nunca perdió del todo.”
Pero la magia no debía prolongarse
pues dejaría de ser magia y también en silencio, los invitados volvieron a su
campamento iluminados en la noche por una lámpara de hojalata llevada por el
patriarca.
El escritor se acurrucó para dormir
un rato hasta que Charley lo miró a la cara y dijo “Ftt”, para despertarlo y
decidió partir muy temprano, dejando a la vista de sus huéspedes de la noche
anterior la botella vacía con un cartel: Enfant
de France. Mort pour la Patrie.
Reflexiona que en un viaje como el
suyo hay tanto para ver y tan diferente que todo se agita en su interior y que
esa actitud es muy distinta a la de aquellos que se ciñen a un mapa sólo para
llega de un punto a otro sin realmente terminar por conocer nada.
El sendero
de las pinturas
Luego del primer día la superficie del lago
Buenos Aires no volvió a estar lisa y calma como ese espejo que era la primera mañana,
sino rizada con copas blanquecinas en el borde superior de las olas y el viento
sonaba en las copas de los árboles.
En el camino a Gregores encontré el Parque
Provincial del Sendero de las Pinturas, donde la coloración de los cerros va
variando en tonos ocre, rojizo y del color de la arena. Recorrí lo que los
caminos de ripio de grandes piedras sueltas me permitieron en una soledad donde
las hondonadas y cerros bajos se extendían sobre el horizonte.
Esa tarde releí la persecución de la patrulla del
capitán Elbio Carlos Anaya de los
huelguistas, ya en desbandada, cuya retaguardia encontró en Cañadón León. Anaya
no sólo nunca fue juzgado por asesinar a trabajadores indefensos sino que fue
ministro en dos gobiernos; luego volví a John Steinbeck. Su relato va de la
anécdota pura, los lugares, las montañas, las Cataratas del Niágara o las grandes extensiones, sus campamentos a
las orillas de algún lago o un río o en medio de un bosque y los caminantes que
allí encuentra y con quienes dialoga, a sus preocupaciones, sus observaciones,
la Norteamérica añorada y la otra, la de la miseria.
Aldeas,
ciudades, carreteras.
El empeño de conocer es frustrado por las grandes
carreteras que debe tomar, fijando durante largos kilómetros la vista en el
camión que lleva adelante, del largo de media cuadra y el Thunderbird que
circula detrás y que aparece en el espejo retrovisor, mientras a los lados se
extienden más camiones, una mezcladora de cemento y un tránsito frenético.
Desea salir. Lo consigue. Llega a un sendero y un policía lo obliga a volver a
la autopista. Las señales camineras le
gritan: “¡No pare! Prohibido detenerse. Mantenga la velocidad” mientras
camiones largos como barcos pasan rugiendo y levantando un viento que parecía
un puñetazo.
Las pequeñas aldeas, reflexiona, desaparecen ante
las grandes ciudades y en todas partes aparecen lugares de comidas donde es
posible encontrar cualquier cosa que se desee, pero todas tienen el mismo
sabor. Ya los sabores, la individualidad de las cosas, de sus colores, no
importa, sólo importa que estén allí en anaqueles, al alcance de la mano: “el
nuevo americano encuentra su desafío y su amor en calles atosigadas por el
tránsito, en cielos sucios de smog, sofocados por los ácidos e la industria”
dice.
Montañas de chatarra le hacen reflexionar en la
basura que cada ser humano produce en una sociedad masificada y en lo rápido
que se desecha todo. En 1960 tal pensamiento es de avanzada: una vida centrada
en el consumo sin considerar lo que este produce es insostenible.
Para verlo hace falta la actitud de un viajero,
que a la vez que inmerso en lo que ve, es capaz de verlo dese afuera y advertir
cosas que otros no advierten.
Hacia
Trevelin
La encargada de La Serena y su esposo era gente
amable y curtida de la zona, una que no tenía secretos para ellos ya que
conocían cada recodo, cada camino y todas las bellezas de la región.
La noche anterior sólo quedamos en el comedor una
joven médica y yo. Ella viajaba desde Caleta Olivia con dos perros: uno añoso y
con problemas de salud otro un cachorrito de caniche de 40 días. Era hematóloga,
especializada en oncología pero no quería hablar de su práctica profesional
sino de sus planes y tuvimos una larga conversación.
María, la encargada, me despidió a la mañana
siguiente con un beso: fue extraño, ya nadie da besos ni abrazos luego de la
pandemia o en un intervalo de ella; no sabemos la naturaleza de esto que
vivimos: si es el puro mañana, superador de la pandemia o un simple receso: ya
se perdió toda certeza acerca de la posibilidad de vivir, enfermar o morir.
Tomé la ruta abierta, desierta, promisoria, hacia
río Mayo: un amigo me había advertido que recibiría el empuje del viento desde
el flanco izquierdo de la moto y que debería inclinarme para compensar su
intensidad y mantenerme en el centro de la ruta para evitar caer a la banquina
en caso de que hubiera fuertes ráfagas. De pronto, el brusco golpe del aire
desplaza algo la rueda delantera y la moto parece como a punto de ser izada en
esa corriente, entonces hay que desacelerar para que la tenida sea más firme,
así afianzada la máquina por su propio peso en la desaceleración, y aguardar a
que acabe el embate, cuidando de mantener la moto derecha respecto a la ruta,
pero el viento no era tan intenso como puede llegar a serlo en esos lugares y
sólo bastaba ir con cuidado.
Pensaba en las personas que había conocido: tres
compañeros de ruta en San Antonio Oeste, que viajaban en Indian y Yamaha y de
cuyas vidas itinerantes, lo mismo que sus viajes, conocí algunas circunstancias
y con quienes me hubiera gustado seguir de no haber tenido el viaje pautado.
Nos separamos en un cruce de rutas: ellos iban a Puerto Pirámides y yo a
Comodoro Rivadavia, rumbo a Los Antiguos. O aquellos otros a quienes encontré,
en una Honda como la mía, dos Benelli TRK y una Kawasaki Versys, en Pico
Truncado y que me dijeron que de no dirigirse a Neuquen me hubieran acompañado
con gusto hasta los Antiguos y me pregunté si en el futuro no podría hacer
algún viaje, o al menos alguna etapa con ellos. Son todas posibilidades, todos
planes que a la hora de ser realizados terminan en un viaje en solitario que es
algo así como una experiencia interior y exterior a la vez.
La ruta se abría y mi felicidad era total. Sabía
que mi hogar me esperaba, me esperaban los míos y mis cosas y que yo iba
regresando a mi mundo, así, enriquecido.
Río Mayo era un pueblo muy pequeño y en la creencia
de que el siguiente estaba próximo no cargué combustible y seguí por la ruta,
abierta, incitante, interminable y surcarla era esa felicidad intima que solo
viene de ahí, que es distinta a las otras felicidades, las compartidas. Sin embargo Gobernador Costa, el siguiente
pueblo, no aparecía en el horizonte. Reprogramé el GPS y me faltaban 160
kilómetros. Con lo que me quedaba de combustible y el depósito auxiliar podría
llegar, pero preferí desandar el camino y volver a Río Mayo.
Soledad y
eternidad
Asombro, descubrimiento, recuerdo,
son las actitudes del viaje. En un momento John Steinbeck recuerda que como
cuidador de un sitio en los inviernos del Lago Tahoe advierte que con la
soledad se van perdiendo el vocabulario, la necesidad de hablar y las emociones
y que nuestra experiencia se hace en la comunicación, aunque debamos
reflexionar sobre ella en soledad.
En un hotel de Chicago lee, en una
habitación sin arreglar que conserva las huellas recientes de su último
morador, las pistas de la vida de alguien a quien llama Harry el solitario que,
en viaje de negocios, ha estado allí con una mujer, a la que bautiza Lucille,
al parecer una profesional. Concluye que ella no ha dormido con él y que él ha
terminado de beber la botella vacía de whisky solitariamente, entonces siente
pena por Harry.
Más adelante, en otro episodio, se encuentra con
un actor ambulante que va por el país en un auto con un remolque y organiza
espectáculos en los pueblos. Un perro le ayuda en sus rutinas pero antes de que
pueda saber más él se retira ya que el mayor truco del actor es saber hacer su
salida y dejar flotando una sensación de misterio.
Hace luego un largo capítulo sobre
los hogares móviles, aquello que han elegido vivir en un remolque y analiza sus
vidas.
Los enormes espacios abiertos
alternan en su visión con las formas de vida; son muchas e insospechadas.
Ante los pinos gigantes de Oregon queda
hechizado por la sensación de enigma y respeto que irradian. Tienen el misterio
de los helechos desaparecidos hace un millón de años –se dice- y muestran en su
corteza huellas de tormentas que se desencadenaron siglos atrás y llevan su
propia luz y su propia sombra, con sus ramas más bajas alzándose a cincuenta
metros del suelo, es imposible verlos en su real dimensión.
En California se encuentra con sus
viejos amigos y camaradas y advierte que sus vidas y el pueblo han cambiado,
que al irse había dejado como una foto
de él, que no respondía a la realidad y que, sin decirlo, ellos en realidad
deseaban que se fuera para que volviese a ocupar el lugar fijo que tenía en su
memoria y piensa: “nunca puedes volver a tu lugar porque ha desaparecido”.
Dice eso pero la descripción poética
de su Salinas natal es de lo mejor del libro.
Queremos volver a algo que no existe
o que existe en la medida en que no podamos volver, porque es sólo recuerdo.
Un regreso
esperado
Un viaje empieza mucho antes de partir y termina
mucho antes de volver, piensa.
Trevelin y al día siguiente Río Colorado fueron
mis últimas etapas. Las hice lenta y amablemente y en Río Colorado un hombre se
acercó, quiso comprarme la moto, me contó la historia de su vida y quedamos en
contacto.
La ruta era muy diferente a la de 2020, cuando
debí volver desde Chubut a mi casa en una sola etapa luego de haber quedado
varado por la cuarentena. Un permiso del poder ejecutivo me permitió regresar
pero en 48 horas y sin detenerme durante los 1650 kilómetros que separan Lago
Puelo de Mar del Plata, en la misma moto, mi compañera de aventuras igual que
Rocinante lo era para John Steinbeck. Ahora en cambio el viaje acontecía como algo
para disfrutar en sí mismo –como el
venerable brandy de John Steinbeck- : el placer de la liberad y del espacio, el
poder ir, venir, detenerme y hablar con la gente.
El escritor dice que su viaje terminó en Adigton,
en Virginia y que luego de allí sólo le restaba volver a su casa lo antes
posible.
De su extenso viaje de 16 mil kilómetros dejó un
testimonio agudo, consciente de su relatividad: Era tan sólo lo que él veía y
percibía y no estaba seguro de poder responder a la pregunta de cómo es
Norteamérica, ya que otro podía ver las mismas cosas de otra manera. Su
testimonio es, además de agudo y divertido, desgarrador en muchos momentos: por
ejemplo al abordar extensamente el problema racial en el Sur de Estados Unidos.
Viajamos buscando algo que aquello
que vivimos todos los días no nos ha podido dar y nos damos cuenta de que lo
que dejamos guarda todas las cosas que un viaje no nos puede dar.
Viajar es descubrir otros lugares
pero a la vez nuestro propio centro, por eso deseamos ambas cosas: aventurarnos
y regresar y al hacerlo somos y no somos los mismos.
Con otro libro hubiera tenido otro
viaje, uno quizás parecido a los anteriores. Ahora, luego de la cuarentena,
inoculado de la sed de descubrir y disfrutar de la libertad que encontraba en
páginas que devoraba día a día y noche a noche, todo era distinto.
Mi esposa me esperaba en casa. Entré
la moto al garage, la calcé en su bastidor y me despojé de mis ropas de ruta:
como dijo John Steinbeck: “y así fue como el viajero regresó a casa”.
Eduardo
Balestena
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