Kiefer Sutherland, El motín del Caine, corte marcial (2023)
En el asiento que está a mi lado hay una señora mayor muy simpática pero que no deja de moverse, pone y saca cosas de una bolsa que acomoda en el piso para luego levantarla y sacar aquello que había puesto antes, o algún otro objeto, al hacerlo me clava el codo en las costillas. En el asiento del otro lado una mujer duerme y el respaldo del de adelante súbitamente se reclina y el libro que estoy tratando de leer –apoyado en ese respaldo- se me viene encima. No son las mejores condiciones para leer.
El vuelo será largo: once horas desde
Río de Janeiro –donde el avión hizo una etapa técnica- hasta Londres.
Hago lo que nunca en los aviones:
comienzo a recorrer en la pantalla que está casi encima de mi cara los títulos
de las películas, casi todas de aventuras, comedias baratas y cosas así, hasta
que de pronto me detengo en una cuyo título me suena conocido: El motín del Caine – Corte marcial y de
pronto me doy cuenta de que se trata de una nueva versión de El Motín del Caine, con Humphrey Bogart,
José Ferrer y van Johnson, de 1954.
Siendo muy chico vi a José Ferrer
haciendo de Cyrano de Bergerac y desde entonces sentí por él algo que no he
sentido por otros actores y cuando tenía unos 16 años me encantaba seguir un
ciclo de películas de Humphrey Bogart, más que nada por los autos que aparecían
y también sentí por él algo muy diferente a lo que sentí por otros actores:
digamos que los dos, por un motivo u otro, tienen un lugar especial en mi
casillero mental destinado a actores y películas.
El afiche de esta nueva versión es una
imagen de Kiefer Sutherland, quien hace el papel del Capitán Queeg que encarnaba
Humphrey Bogart en la anterior y comienzo a ver el tráiler. Por el momento, la
señora de la butaca contigua se queda quieta.
Ya en los primeros minutos la película
se ha posesionado de mí y apenas termine el tráiler me propongo verla en la
estrechez de mis actuales condiciones.
Apenas la señora comienza a dormitar
me pongo a ver la película.
Todos
los caminos conducen a Roma
No recuerdo en qué momento vi la
primera versión, la de Edward Dmytryk, que se basa en la novela de Herman Wouk,
pero me impresionó de manera tal que en mi novela Las llaves de ese secreto hay una cita oculta de la película. Esta
segunda versión, de 2023, está dirigida por William Friedkin, quien aparece
como coautor del guión junto con Herman Wouk.
Un fuerte tifón amenaza seriamente la
seguridad del barreminas Caine y, al juzgar que las órdenes del capitán son
equivocadas y pueden conducir al naufragio de la nave, el teniente Maryk lo
releva del poder y se hace cargo del comando del buque.
Al momento de la narración, tiene
lugar una corte marcial donde el teniente Maryk es juzgado por amotinamiento,
una falta extremadamente grave. En la versión de 1954 parte de la acción
transcurre en el barco y en dependencias navales antes de la corte marcial; en
la de 2023 lo hace casi íntegramente en
la sala de audiencias; al final hay otro escenario donde la trama es resuelta y
la película concluye.
Las dos versiones expresan lo mismo
pero de diferente manera: no hay un solo camino para algo que es el centro de
todo sino diversas vías y cada realizador las explota de una manera singular.
En una hay diversidad de escenarios y de tiempos en el desarrollo de la acción, en la otra hay
unidad de tiempo y lugar: todo sucede durante la corte marcial y las
circunstancias van siendo descubiertas a lo largo de los distintos testimonios.
La palabra y no las imágenes son las que aportan los hechos relevantes de la
narración.
En la película de 1954 la personalidad
y salud mental del capitán surgen a partir de los hechos que se presentan en
las escenas en el buque; en la de 2023 van surgiendo durante la audiencia.
Nudo y
desenlace
Hay una circunstancia que primeramente
aparece como algo lateral pero que será muy relevante: ningún abogado militar
quiso hacerse cargo de la defensa del teniente Maryk y Gremwald -José Ferrer
–en la primera versión y Jason Clarke en la segunda- han debido asumir la
defensa en contra tanto de su voluntad como de sus convicciones, ya que la
única línea defensiva posible es poner en tela de juicio la aptitud mental del
capitán Queeg; es decir que la deslealtad y el ataque acaso injusto son las
únicas posibilidades de éxito de la estrategia destinada a eximir de culpa a
alguien que acaso sea culpable.
E.G. Marshall es el fiscal en la
versión de 1954 –el gran actor que personifica al coronel Bratton en Tora, Tora, Tora- y Mónica Raymund
desempeña el mismo papel en la versión de 2023.
Las alternativas que se suceden son
numerosas y no me propongo contar la película sino aludir al conflicto moral
que contiene.
Como muchas de las circunstancias, el
final es el mismo en las dos versiones. La de 2023 lleva la acción a la
actualidad y los escenarios son los de los conflictos presentes: no importan
las circunstancias, la historia es siempre algo que se repite, cambian los
decorados y las circunstancias pero en el fondo todo es lo mismo.
Ambos defensores ponen toda su
habilidad al servicio de su misión, aunque no sea noble, porque es lo que deben
hacer: surge así la pregunta acerca de si es correcto moralmente hacer algo
malo para cumplir lo mejor posible un cometido que nos ha sido impuesto, o si
debemos traicionar ese cometido para no hacer algo malo.
Esa será la cuestión central que hará
que el final sea lo que es.
Pasta
o pollo
De pronto una joven azafata surca el
pasillo como un duende. Es de baja estatura y sus grandes ojos, que parecen más
blancos en contraste con su piel y su cabello oscuros, iluminan un gesto de simpatía.
La señora a mi lado se empeña en hablarle en español, que ella no maneja, y
le pide cubitos de hielo, que ella no le puede traer porque arrastra un carrito
con bandejas calientes y el hielo allí se derretiría, intenta explicárselo en
un inglés que la señora no quiere entender, hay gente que tiene el poder de
generar problemas de la nada en nombre de algo que para ellas es importantísimo
pero que es intrascendente en sí mismo.
Hago un receso en la audiencia de la
corte marcial y disfruto de un vino tinto español y del pollo. En un vuelo
largo la comidas son grandes acontecimientos que nos hacen matar el tiempo, “la
esencia que nos da la vida”. Con el vino tinto me vuelve el alma al cuerpo.
Cierro los ojos y trato de pensar. Daría cualquier cosa por tener algo para
escribir.
El
concepto de lo justo
En esta estrechez he encontrado un fuerte
estado de felicidad, aunque esté encerrado mi mente es libre, pero no del todo,
porque está puesta en la sala de la audiencias de la corte marcial.
Herman Wouk fue marino durante la
Segunda Guerra Mundial y sabe de lo que escribe, por eso en la película la
sensación de la verdad es tan poderosa, pero cada uno tiene la suya. El
tribunal deberá encontrar la otra verdad, la que está por encima de las demás,
de eso se trata, pero el problema es si lo hará o si llegará a una solución que
no sea justa solo porque es la única posible, la única a la que se puede
llegar.
En la versión de 1954 la sala de
audiencias es pequeña, cada uno dice su parte, la cámara sólo se mueve para
acercarse a Humphrey Bogart en el que ha sido uno de sus mejores papeles. E. G.
Marshall y José Ferrer –que llena la pantalla con su presencia y su profunda
voz, porque de algún modo es el personaje central- intervienen a su turno; la
defensa sostiene una cosa y la fiscalía la impugna, la corte cuestiona al
defensor por el modo en que introduce circunstancias destinadas a minar la
credibilidad del capitán y destruirlo en aquello que es más importante para él:
su carrera, su aptitud de mando, su credibilidad.
En esta nueva versión, la sala de
audiencias es tomada desde ángulos siempre cambiantes. La cámara se acerca,
capta gestos, matices y hace de ese escenario una obra de teatro donde cuentan
presencias, inflexiones, los matices más mínimos, cada gesto.
Como fiscal, Mónica Raymund –en el
papel de Challee- es una presencia poderosa: parece corporizar la idea de lo
que es bueno y correcto; es enérgica, y más que inteligente es brillante; en un
momento parece comenzar a rendirse pero en su alegato final se sobrepone con
una fuerza abrumadora.
Greenwad, el defensor –Jason Clarke-,
en su alegato final, vuelve sobre la cuestión de que ha debido intervenir en el
caso porque no había otro abogado disponible para hacerlo.
La fiscal ha pedido una sanción para él por el modo
innoble en que apoyó su defensa, y que tal sanción conste en sus antecedentes.
Otra de las presencias de gran impacto
es la del juez Blankey –Lance Reddick- quien rechaza esta última moción porque
la estrategia por la que el defensor ha optado es algo con lo que deberá cargar
toda la vida y su conciencia será su mayor castigo.
Hay algo más, relativo a otro
personaje, que se introduce en el desenlace, pero no lo voy a mencionar para no
arruinar la expectativa.
Por un segundo he entrado en otra
dimensión donde ningún codo se clava en mis costillas ni hay un respaldo que me
oprima y abro los ojos y veo el bello y alegre rostro de la azafata y esa
visión me alegra; ella me ofrece un café que acepto y de pronto una idea se
presenta fuertemente y viene a dar forma a algo en lo que venía trabajando y de
alguna manera lo cierra.
Escribí un ensayo sobre El Tercer Hombre –la película de Carol
Reed y la novela de Graham Greene- y esperaba seguirlo con Matar al ruiseñor, (la novela de Harper Lee y la película de Robert
Mulligan) como un modo de abordar –desde la forma narrativa- las relaciones
entre el texto literario y el de la imagen, pero de pronto me doy cuenta de
algo que antes no había visto: esas obras y otras sobre las que me proponía
trabajar tienen en común algo, precisamente el concepto de lo justo.
Lo justo en determinadas circunstancias
es injusto en otras; lo justo para uno es injusto para otro y al final suele
haber algo que viene a mitigar en algún grado los efectos de una injusticia, pero
lo justo nunca encuentra su realización en nada. Lo justo nunca se materializa
enteramente, como si fuera llevado hacia un punto de fuga donde hay un vórtice
que siempre lo impulsa violentamente hacia afuera. De pronto lo veo todo muy
claramente: no se trata de las diferencias entre una película y una novela o
una película y una obra de teatro, sino de lo justo, de cómo se presenta y
luego es expulsado y se aleja para desaparecer.
En El
tercer hombre, Holly Martins está enamorado de Ana Schneider pero ella lo
está de Harry Lime, un ser inescrupuloso y asesino y dice “pobre Harry”: eso es
injusto para Holly –y también para los afectados por la penicilina que robaba, adulteraba y vendía Lime para ganar dinero-.
En Matar
al ruiseñor Tom Robinson, condenado por un delito que no existió, y a quien
todos sabían inocente, encarcelado de manera arbitraria y absolutamente injusta,
decide hacerse matar porque no soporta esa injusticia. Ewell, su acusador, a
quien todos sabían un hombre violento y el verdadero culpable, es muerto por
Boo Radley cuando aquel pretende atacar a Scout, la hija de Atticus Finch, el
defensor de Tom Robinson en el juicio.
El concepto de lo justo esta encarnado
en la mirada infantil de los hijos de Atticus y en la moral inquebrantable del
abogado, aquella que no puede imponer al jurado. Ewell pagó con su vida el
haber ocasionado un terrible mal, pero eso no sirve para nada.
Lo justo es arrastrado siempre –en la vida
y en la ficción- hacia ese punto de fuga que lo impele y lleva y de pronto,
como una revelación, me aparece el concepto central y el título de ese libro
que había empezado a concebir: El Punto
de fuga (la idea de lo justo en la literatura y en el cine).
Luego de una eternidad el avión
aterriza en el aeropuerto de Heathrow, nos reunimos con mi esposa –a quien le
había tocado otro asiento-. En la puerta de salida está la azafata y la saludo
agradecido. Tomamos el tren subterráneo de la línea Elizabeth con nuestras
valijas y bajamos en Tottenham Court Road, a pocos metros del hotel St. Giles.
Ni bien llegamos me apresuro a anotar en
mi diario de viaje el título que me propongo y pienso que es precisamente así,
repentina y casi subrepticiamente, como suelen suceder las cosas, las
revelaciones, los hallazgos.
Estamos casi sin dormir pero a los
cinco minutos salimos a Bedford Street y comenzamos nuestra aventura.
Eduardo Balestena, 2.XI.24