lunes, 4 de noviembre de 2024

Así suelen suceder las cosas



Humphrey Bogart, El motín de Caine, 1954


                                                 Kiefer Sutherland, El motín del Caine, corte marcial (2023)

En el asiento que está a mi lado hay una señora mayor muy simpática pero que no deja de moverse, pone y saca cosas de una bolsa que acomoda en el piso para luego levantarla y sacar aquello que había puesto antes, o algún otro objeto, al hacerlo me clava el codo en las costillas. En el asiento del otro lado una mujer duerme y el respaldo del de adelante súbitamente se reclina y el libro que estoy tratando de leer –apoyado en ese respaldo- se me viene encima. No son las mejores condiciones para leer.

El vuelo será largo: once horas desde Río de Janeiro –donde el avión hizo una etapa técnica- hasta Londres.

 

Hago lo que nunca en los aviones: comienzo a recorrer en la pantalla que está casi encima de mi cara los títulos de las películas, casi todas de aventuras, comedias baratas y cosas así, hasta que de pronto me detengo en una cuyo título me suena conocido: El motín del Caine – Corte marcial y de pronto me doy cuenta de que se trata de una nueva versión de El Motín del Caine, con Humphrey Bogart, José Ferrer y van Heflin, de 1954.

 

Siendo muy chico vi a José Ferrer haciendo de Cyrano de Bergerac y desde entonces sentí por él algo que no he sentido por otros actores y cuando tenía unos 16 años me encantaba seguir un ciclo de películas de Humphrey Bogart, más que nada por los autos que aparecían y también sentí por él algo muy diferente a lo que sentí por otros actores: digamos que los dos, por un motivo u otro, tienen un lugar especial en mi casillero mental destinado a actores y películas.

 

El afiche de esta nueva versión es una imagen de Kiefer Sutherland, quien hace el papel del Capitán Queeg que encarnaba Humphrey Bogart en la anterior y comienzo a ver el tráiler. Por el momento, la señora de la butaca contigua se queda quieta.

Ya en los primeros minutos la película se ha posesionado de mí y apenas termine el tráiler me propongo verla en la estrechez de mis actuales condiciones.

Apenas la señora comienza a dormitar me pongo a ver la película.

 

Todos los caminos conducen a Roma

No recuerdo en qué momento vi la primera versión, la de Edward Dmytryk, que se basa en la novela de Edward Wouk, pero me impresionó de manera tal que en mi novela Las llaves de ese secreto hay una cita oculta de la película. Esta segunda versión, de 2023, está dirigida por William Friedkin, quien aparece como coautor del guión junto con Edward Wouk.

Un fuerte tifón amenaza seriamente la seguridad del barreminas Caine y, al juzgar que las órdenes del capitán son equivocadas y pueden conducir al naufragio de la nave, el teniente Maryk lo releva del poder y se hace cargo del comando del buque.

Al momento de la narración, tiene lugar una corte marcial donde el teniente Maryk es juzgado por amotinamiento, una falta extremadamente grave. En la versión de 1954 parte de la acción transcurre en el barco y en dependencias navales antes de la corte marcial; en la de 2023  lo hace casi íntegramente en la sala de audiencias; al final hay otro escenario donde la trama es resuelta y la película concluye.

Las dos versiones expresan lo mismo pero de diferente manera: no hay un solo camino para algo que es el centro de todo sino diversas vías y cada realizador las explota de una manera singular. En una hay diversidad de escenarios y de tiempos en  el desarrollo de la acción, en la otra hay unidad de tiempo y lugar: todo sucede durante la corte marcial y las circunstancias van siendo descubiertas a lo largo de los distintos testimonios. La palabra y no las imágenes son las que aportan los hechos relevantes de la narración.

En la película de 1954 la personalidad y salud mental del capitán surgen a partir de los hechos que se presentan en las escenas en el buque; en la de 2023 van surgiendo durante la audiencia.

 

 Nudo y desenlace

Hay una circunstancia que primeramente aparece como algo lateral pero que será muy relevante: ningún abogado militar quiso hacerse cargo de la defensa del teniente Maryk y Gremwald -José Ferrer –en la primera versión y Jason Clarke en la segunda- han debido asumir la defensa en contra tanto de su voluntad como de sus convicciones, ya que la única línea defensiva posible es poner en tela de juicio la aptitud mental del capitán Queeg; es decir que la deslealtad y el ataque acaso injusto son las únicas posibilidades de éxito de la estrategia destinada a eximir de culpa a alguien que acaso sea culpable.

 

E.G. Marshall es el fiscal en la versión de 1954 –el gran actor que personifica al coronel Bratton en Tora, Tora, Tora- y Mónica Raymund desempeña el mismo papel en la versión de 2023.

 

Las alternativas que se suceden son numerosas y no me propongo contar la película sino aludir al conflicto moral que contiene.

Como muchas de las circunstancias, el final es el mismo en las dos versiones. La de 2023 lleva la acción a la actualidad y los escenarios son los de los conflictos presentes: no importan las circunstancias, la historia es siempre algo que se repite, cambian los decorados y las circunstancias pero en el fondo todo es lo mismo.

Ambos defensores ponen toda su habilidad al servicio de su misión, aunque no sea noble, porque es lo que deben hacer: surge así la pregunta acerca de si es correcto moralmente hacer algo malo para cumplir lo mejor posible un cometido que nos ha sido impuesto, o si debemos traicionar ese cometido para no hacer algo malo.

Esa será la cuestión central que hará que el final sea lo que es.

 

Pasta o pollo

De pronto una joven azafata surca el pasillo como un duende. Es de baja estatura y sus grandes ojos, que parecen más blancos en contraste con su piel y su cabello oscuros, iluminan un gesto de simpatía. La señora a mi lado se  empeña  en hablarle en español, que ella no maneja, y le pide cubitos de hielo, que ella no le puede traer porque arrastra un carrito con bandejas calientes y el hielo allí se derretiría, intenta explicárselo en un inglés que la señora no quiere entender, hay gente que tiene el poder de generar problemas de la nada en nombre de algo que para ellas es importantísimo pero que es intrascendente en sí mismo.

Hago un receso en la audiencia de la corte marcial y disfruto de un vino tinto español y del pollo. En un vuelo largo la comidas son grandes acontecimientos que nos hacen matar el tiempo, “la esencia que nos da la vida”. Con el vino tinto me vuelve el alma al cuerpo. Cierro los ojos y trato de pensar. Daría cualquier cosa por tener algo para escribir.

  

El concepto de lo justo

En esta estrechez he encontrado un fuerte estado de felicidad, aunque esté encerrado mi mente es libre, pero no del todo, porque está puesta en la sala de la audiencias de la corte marcial.

Edward Wouk fue marino durante la Segunda Guerra Mundial y sabe de lo que escribe, por eso en la película la sensación de la verdad es tan poderosa, pero cada uno tiene la suya. El tribunal deberá encontrar la otra verdad, la que está por encima de las demás, de eso se trata, pero el problema es si lo hará o si llegará a una solución que no sea justa solo porque es la única posible, la única a la que se puede llegar.

En la versión de 1954 la sala de audiencias es pequeña, cada uno dice su parte, la cámara sólo se mueve para acercarse a Humphrey Bogart en el que ha sido uno de sus mejores papeles. E. G. Marshall y José Ferrer –que llena la pantalla con su presencia y su profunda voz, porque se algún modo es el personaje central- intervienen a su turno; la defensa sostiene una cosa y la fiscalía la impugna, la corte cuestiona al defensor por el modo en que introduce circunstancias destinadas a minar la credibilidad del capitán y destruirlo en aquello que es más importante para él: su carrera, su aptitud de mando, su credibilidad.   

En esta nueva versión, la sala de audiencias es tomada desde ángulos siempre cambiantes. La cámara se acerca, capta gestos, matices y hace de ese escenario una obra de teatro donde cuentan presencias, inflexiones, los matices más mínimos, cada gesto.

Como fiscal, Mónica Raymund –en el papel de Challee- es una presencia poderosa: parece corporizar la idea de lo que es bueno y correcto; es enérgica, y más que inteligente es brillante; en un momento parece comenzar a rendirse pero en su alegato final se sobrepone con una fuerza abrumadora.

Greenwad, el defensor –Jason Clarke-, en su alegato final, vuelve sobre la cuestión de que ha debido intervenir en el caso porque no había otro abogado disponible para hacerlo.

La fiscal  ha pedido una sanción para él por el modo innoble en que apoyó su defensa, y que tal sanción conste en sus antecedentes.

Otra de las presencias de gran impacto es la del juez Blankey –Lance Reddick- quien rechaza esta última moción porque la estrategia por la que el defensor ha optado es algo con lo que deberá cargar toda la vida y su conciencia será su mayor castigo.

 

Hay algo más, relativo a otro personaje, que se introduce en el desenlace, pero no lo voy a mencionar para no arruinar la expectativa.

 

Por un segundo he entrado en otra dimensión donde ningún codo se clava en mis costillas ni hay un respaldo que me oprima y abro los ojos y veo el bello y alegre rostro de la azafata y esa visión me alegra; ella me ofrece un café que acepto y de pronto una idea se presenta fuertemente y viene a dar forma a algo en lo que venía trabajando y de alguna manera lo cierra.

Escribí un ensayo sobre El Tercer Hombre –la película de Carol Reed y la novela de Graham Greene- y esperaba seguirlo con Matar al ruiseñor, (la novela de Harper Lee y la película de Robert Mulligan) como una forma de abordar –desde la forma narrativa- las relaciones entre el texto literario y el de la imagen, pero de pronto me doy cuenta de algo que antes no había visto: esas obras y otras sobre las que me proponía trabajar tienen en común algo, precisamente el concepto de lo justo.

Lo justo en determinadas circunstancias es injusto en otras; lo justo para uno es injusto para otro y al final suele haber algo que viene a mitigar en algún grado los efectos de una injusticia, pero lo justo nunca encuentra su realización en nada. Lo justo nunca se materializa enteramente, como si fuera llevado hacia un punto de fuga donde hay un vórtice que siempre lo impulsa violentamente hacia afuera. De pronto lo veo todo muy claramente: no se trata de las diferencias entre una película y una novela o una película y una obra de teatro, sino de lo justo, de cómo se presenta y luego es expulsado y se aleja para desaparecer.

En El tercer hombre, Holly Martins está enamorado de Ana Schneider pero ella lo está de Harry Lime, un ser inescrupuloso y asesino y dice “pobre Harry”: eso es injusto para Holly –y también para los afectados por la penicilina adulterada que robaba, adulteraba y vendía Lime para ganar dinero-.

 

En Matar al ruiseñor Tom Robinson, condenado por un delito que no existió, y a quien todos sabían inocente, encarcelado de manera arbitraria y absolutamente injusta, decide hacerse matar porque no soporta esa injusticia. Ewell, su acusador, a quien todos sabían un hombre violento y el verdadero culpable, es muerto por Boo Radley cuando aquel pretende atacar a Scout, la hija de Atticus Finch, el defensor de Tom Robinson en el juicio.

El concepto de lo justo esta encarnado en la mirada infantil de los hijos de Atticus y en la moral inquebrantable del abogado, aquella que no puede imponer al jurado. Ewell pagó con su vida el haber ocasionado un terrible mal, pero eso no sirve para nada.

 

Lo justo es arrastrado siempre –en la vida y en la ficción- hacia ese punto de fuga que lo impele y lleva y de pronto, como una revelación, me aparece el concepto central y el título de ese libro que había empezado a concebir: El Punto de fuga (la idea de lo justo en la literatura y en el cine).

 

Luego de una eternidad el avión aterriza en el aeropuerto de Heathrow, nos reunimos con mi esposa –a quien le había tocado otro asiento-. En la puerta de salida está la azafata y la saludo agradecido. Tomamos el tren subterráneo de la línea Elizabeth con nuestras valijas y bajamos en Tottenham Court Road, a pocos metros del hotel St. Giles.

Ni bien llegamos me apresuro a anotar en mi diario de viaje el título que me propongo y pienso que es precisamente así, repentina y casi subrepticiamente, como suelen suceder las cosas, las revelaciones, los hallazgos.

Estamos casi sin dormir pero a los cinco minutos salimos a Bedford Street y comenzamos nuestra aventura.

 

 

Eduardo Balestena, 2.XI.24