sábado, 24 de octubre de 2015

Otra vuelta de tuerca: la literatura como centro


Henry James publicó la que acaso sea la más famosa de sus obras en 1898. La exhaustiva edición crítica de Deborah Esch y Jonathan Warren (The turn of the screw, Norton Critical Edition, 1999; New York- London) detalla tanto las posibles fuentes de la nouvelle como los textos que dan cuenta de cómo fue recibida y estudios críticos posteriores que han buscado interpretarla. De todo ello surge que nunca habrá una última palabra ante esta obra maestra de la ambigüedad.
Lo fantástico puro
Lo central de la historia está dado por  la narración de una institutriz que llega a una gran casa en Essex a hacerse cargo de dos niños (Flora y Miles). Ha sido contratada por el desaprensivo tío de los huérfanos, con la condición de que nunca lo moleste, para guiar su educación y, a poco de hacerse cargo de esa tarea,  advierte la presencia de dos fantasmas: el de la anterior institutriz (Miss Jessel)  y el del valet del dueño de la casa (Quint). Concluye que el propósito de ambas presencias es el de apropiarse de Flora y Miles.
La esencia del texto es la vacilación; ésta radica en que no hay nada que permita sostener o negar que los fantasmas existan; la protagonista esté loca o los niños sean una suerte de demonios. La obra discurre en esta ambigüedad y al hacerlo cumple el propósito de aludir a algo que nunca revela. Según Tzvetan Todorov (The fantastic, ob. Cit., pág. 193), la vacilación es esencial a lo fantástico ya que los elementos que el texto ofrece proveen una explicación que nos resulta plausible y a la vez insuficiente y, permanente e indirectamente, alude a aquello que no explica. En ello reside el verdadero interés y los hilos invisibles que mueven a los personajes.
Un texto centrado en sí mismo
Han sido numerosas las versiones fílmicas de la historia y al abrirla a la imagen la han tergiversado, convirtiéndola en el relato de fantasmas que está muy lejos de ser, ya que la duda sobre la existencia de los espectros (y no su aparición explícita) es lo esencial de una obra apoyada, ella misma, en la incertidumbre sobre sus origen. Éste pasa por un elemento secundario, el lector puede no reparar mucho en él, pero resulta central.
En efecto: en un grupo de amigos reunido en una casa de campo inglesa alguien relata la historia de una aparición que surge ante una madre y su hijo. Douglas, el anfitrión agrega que si dos apariciones surgieran ante dos niños se estaría dando una vuelta de tuerca a esa historia. Más tarde, sembrada ya la intriga, refiere tener en su poder un manuscrito escrito por una institutriz que ha hecho transcribir. El texto da luego un salto en el tiempo y sitúa a dicho manuscrito –después de la muerte de Douglas- en poder de uno de los invitados –el propio narrador inicial- , quien a su vez lo transcribió.
Este hecho, que solemos olvidar una vez comenzada la lectura, es un primer marco o, (como señala Eduardo Jordá en su análisis, La vuelta de tuerca, “Fronterad”, revista digital) una caja china de una serie (la primera es el primer narrador desconocido; la segunda Douglas y la tercera la institutriz). Así, surge la primera duda: es real la institutriz que habrá de ofrecernos la narración, o se trata de una versión o una revisión de la historia escrita por Douglas o por el primer narrador.
De este modo, se nos pide creer en algo cuya autenticidad ignoramos. Leemos pensando en la centralidad de los hechos pero la centralidad es la del propio texto, uno que oculta las claves que permitan interpretarlo de una sola manera; un texto al cual la propia historia sirve.
Un narrador fantasma
La duda sobre el diario encubre otra: la duda sobre la institutriz. Personaje central, voz de la narración, carece sin embargo de nombre, ninguna persona la llama de ningún modo, no parece tener a nadie, no es objeto de ningún afecto, no recibe ni escribe cartas y las referencias a su vida anterior son vagas y sólo permiten establecer su origen humilde como hija de un predicador. De algún modo, su presencia también es fantasmal: en una de las apariciones de Miss Jessel, su predecesora (ob. Cit. cap. XV, pag. 57) le parece estar viéndose a sí misma.
La institutriz “fantasma” establece la narración y transcribe diálogos con sus interlocutores: Mrs. Grose, el ama de llaves (una mujer sencilla y analfabeta), y los niños (inocentes al principio, talentosos siempre y diabólicos en un punto del relato). Asistimos a lo que ve, interpreta o provoca, todo ello en un proceso doble enunciado en: 1) el tiempo cronológico –el relato comienza en el verano y termina en pleno invierno, meses más tarde- que corre paralelamente a la densidad que adquiere el relato en un crescendo en el cual a mayor tensión  se corresponde un clima más severo y hostil; 2) la tensión creciente del “yo narrador”, que primeramente ve a la casa en toda su belleza y luego la convierte en una especie de cárcel. Un yo tan vulnerable como exaltado que, al par que narrar los hechos externos que ve se narra a sí mismo, en sus crispadas sensaciones, en sus reacciones y en el permanente insomnio es algo que por momentos parece una novela psicológica.
En busca de las fuentes
Las claves de lectura surgen en gran medida de fuentes que vinculan al texto con discursos de la época, como el de los estudios sobre la histeria, de Freud y las asociaciones científicas, con sus enumeraciones de casos de histeria, nombre que recibían ciertos trastornos de personalidad. Sabemos –porque James lo señaló- que la anécdota inicial fue provista por el Arzobispo Benson: la mención de dos niños a los que se aparecían los fantasmas de los criados de la casa. Sin embargo no es la única fuente posible. Si damos otra vuelta de tuerca, podemos asumirla como la explicación oficial, provista por el autor que puede encubrir a otra, como lo propone el trabajo de Oscar Cargill (“The turn of the Screw and Alice James”, pás. 138). De este modo, hay dos historias: una basada en la propia hermana del autor (Alice James) y The case of Miss Lucy R.”, de Sigmund Freud, que describe el caso de una institutriz que sufre determinados trastornos. De este modo la ambigüedad llega hasta las propias fuentes. Cargill propone que esta primera historia constituye el verdadero eje y no los fantasmas, pero que éstos terminaron por apropiarse de esta historia. Nada permite sin embargo confirmar la hipótesis sino darle un grado de probabilidad, ciertamente importante, que no hace más que confirmar la ambigüedad.
Un enigma no revelado
Todos éstos, terminaron por convertirse en elementos que utilizó el escritor para concebir una obra que contara algo sin contarlo: en efecto, se apropia del mecanismo de intriga como si el texto estuviera en función de revelar un enigma, sin embargo, a medida que avanza instala una mayor incertidumbre y mientras conduce hacia un necesario desenlace no nos revela nada. Nada sucede más que las interpretaciones de la institutriz, aunque no sabemos si tienen un viso de realidad o no. Es decir que se trata de una pura producción de discurso, con un mínimo de hechos, casi nunca fiables.
La muerte de Miles cierra el mundo narrado. Produce un cierre pero no una explicación, y lo hace porque es el único modo posible del texto de lograr un desenlace que no revele ni resuelva nada y haga que el misterio perdure.
No sabemos si, finalmente, Quint se apropió del niño o su muerte obedece a alguna otra causa. No es necesario que lo sepamos porque el texto sigue sus propias reglas y no  las de la realidad. El texto usa de la historia, como usa del misterio y de la locura, con un solo propósito, el de desarrollarse a sí mismo. No son los fantasmas, no es el amor fallido (de la institutriz por el amo; de Douglas por ella o de ella por Miles), no es lo sobrenatural sino la propia escritura, una que pueda utilizar todas esas categorías para reivindicar su propio poder de invención sin agotarse en ninguna de ellas.
En eso reside la maestría de Otra vuelta de tuerca: podemos girar y girar, una y otra vez sin encontrar una explicación y volveremos al texto con la esperanza de encontrarla  algún día, pero sabiendo que su misterio será siempre inagotable, que siempre podremos dar otra vuelta que nos conducirá nada más ni nada menos que a nuevas preguntas sin respuesta.
 
 


Eduardo Balestena

Las muchas huellas de un enigma

Vivian Maier nació en Nueva York en 1926 y murió en Chicago en 2009. Hoy, es famosa, pero su vida transcurrió en un anonimato que nunca se propuso romper.
Durante más de cuarenta años trabajó como niñera, dejando en aquellos a quienes cuidaba y en sus familias experiencias contradictorias que hablan de un costado de amor y otro oscuro, de mal trato. En interminables caminatas por sitios muchas veces sórdidos esos niños eran testigos –y protagonistas- de su infatigable empeño por registrarlo todo con su cámara Rolleiflex que nunca abandonaba. Con la misma curiosidad retrataba el amor; la piedad; el horror; la sorpresa y esa organización de las cosas que sólo un fotógrafo consumado puede percibir y transmitir; una que nos muestra que todo puede ser otra cosa y armarse en una belleza que la mirada común no advierte pero que está allí, esperando ser descubierta.
Sólo reveló muy pocos rollos de película con las cien mil escenas que registró a lo largo de una vida que seguramente no se propuso consagrar al arte: nunca difundió su trabajo y su existencia transcurrió en la soledad más absoluta. Ella se abrió a la visión de un mundo que nunca mostró a los demás: o estaba muy segura del valor de su obra y supo que alguien, alguna vez la descubriría, ocupada como estaba en registrarlo todo; o simplemente no le preocupó. Puede que su imperativo haya sido sólo ese: estar allí y captar lo que la vida ofrecía a una sensibilidad capaz de plasmar el costado más impactante y expresivo, tanto de la belleza como de la fealdad, tanto de la inocencia como de la crueldad más absoluta.
Cómo se formó. Qué sentía al tomar esas fotos. Qué fuerza la llevaba a cumplir con esa misión invisible de registrar aquello que nadie vería: son todas preguntas sin respuesta. No dejó escritos, no dejó cartas a nadie, nadie parece haberla esperado ni amado nunca. Sin embargo le sobrevivió –casi azarosamente- una obra que nadie que no fuera ella hubiera podido llevar adelante porque requería esa entrega, ese rescate de lo anónimo y esa mirada al mismo tiempo asombrada, precisa y solitaria, incapaz de sorprenderse demasiado ante nada.
Si sus fotos urbanas, tomadas con la cámara a la altura de la mitad del cuerpo en ese límite donde casi se invade el ámbito de lo mostrado, que hacen que las figuras aparezcan enfáticas, prácticamente invadiendo el cuadro con esa historia secreta de la cual la imagen muestra sólo algo que su lente –su mirada- percibe con sorpresa y al mismo tiempo ternura y asombro, lo más inquietante está en sus autorretratos.
En ellos aparece reflejada en la taza de un auto, en una bandeja de metal que difumina su rostro, en vidrieras donde su silueta  es  un reflejo que se une y a la vez se separa del resto de la escena, o en espejos que multiplican una imagen y con ella un enigma, o en sombras que se cuelan en la precisa organización de una imagen que se arma sola, a partir de su simple mirada. Es como si ella se encontrara unida y a la vez separada de las cosas: no termina de estar adentro de nada. Siempre hay una soledad y una distancia. Un paso leve y sin embargo gigantesco que la une a todo y que la separa –irremediablemente- de todo. El mundo es un lugar que ella es capaz de registrar pero en el cual no termina de estar. No termina de unirse, siempre queda afuera, siempre es esa sombra que se cuela desde un borde que contiene a esa mirada que todo lo ve, precisamente la que organiza la visión donde las cosas aparecen y ella surge, tímidamente, en un costado.
Ser lo que no se ve
Su vida es un interrogante, muy poco es lo que se sabe de ella. Llegó a Nueva York y trabajó primero como operaria, pero luego buscó otra tarea, una que le permitiera andar por las calles y a la vez reivindicar el ámbito de un cuarto que asumía como inexpugnable. Nadie entraba en esas habitaciones que cerraba con un candado y en las cuales guardaba pilas de diarios y papeles, como buscando testimoniar y preservar algo que era en sí mismo un secreto: su propia y solitaria vida y aquello que era su finalidad más íntima y a la vez pública: captarlo todo, salvarlo de un anonimato y destinarlo a otro.
A la inversa de los demás, no quiso mostrar nada sino ser algo que sólo se originaba y finalizaba en ella, produciendo una obra que terminó en esos depósitos de cosas donde van a parar las vidas anónimas pero que, por una extraña, providencial casualidad, fue también la plataforma desde la cual su arte fue lanzado a un mundo que lo desconocía.
Si unas vidas muestran más de lo que son la suya estaba consagrada a algo que ella no necesitaba mostrar porque su propósito se agotaba en la sola y absorbente empresa de llevarlo a cabo. El arte y la vida a veces comparten un mismo cuerpo que se consagra a ese arte y que termina por relegar a la vida, una dedicada a ese arte y no a las metas de cualquier vida.
Hoy su obra está en los museos, en el mercado del arte, es objeto de un litigio entre su descubridor y remotos familiares, pero ella vivió absolutamente sola y murió en la pobreza más grande de la cual sólo fue rescatada por algunos de aquellos niños a los que una vez “cuidó”.
Quizás eso sea un indicador de que el arte más desinteresado y más absoluto tiene más poder que la propia vida, que puede absorberla, valerse de ella y cumplir su propia, egoísta –y a la vez generosa- finalidad.



Eduardo Balestena