lunes, 30 de mayo de 2011

¿Fantasmas o presencias?

I. Cuando iba al industrial veía pasar por Gascón a un tornero en una moto de dos tiempos con horquilla trapecio, con resortes, una guantera con una parte pintada de azul y una chapa para escribir el número de la patente sobre el guardabarros de adelante. Fue en 1968 pero ahora lo sigo viendo. Por distintas calles. La última vez en la puerta de un banco. La misma moto, el mismo hombre. Es que a los trece años todo parece más viejo o es que está igual y me pregunto si realmente existe o es una estrategia de la mente para intentar que el tiempo no transcurra.


II. En Dorrego al 300, frente a Los Naranjos hay una casa en uno de cuyos pilares siempre tomaba sol Benji, un perro blanco, pequeño. Lo veíamos al pasar y cuando nos deteníamos ante la casa hundíamos los dedos en el algodón ensortijado de su pelo; alzaba su pata derecha como en un abrazo, besaba con su lengua y miraba con unos ojos muy negros, profundos pero transparentes. Ella me dijo que conservó esa mirada, como inquisitiva y anhelante, hasta el fin.

El sigue estando en el pilar desolado. Seguirá estando en su espacio vacío.









Eduardo Balestena


http://lapalabrainconclusa-literatura.blogspot.com



lunes, 9 de mayo de 2011

En los límites de la forma
















Marco Denevi (1920-1998) escribió el cuento Variación del perro (http://lapalabrainconclusa-literatura.blogspot.com/) en 1966, a pedido de Alberto Manguel para una serie dedicada precisamente a variaciones sobre un tema. Según señala Manguel, lo hizo en un día.



Pintura, literatura, historia
Se trata de un trabajo inexplicablemente ausente del campo literario, dado en una concepción muy original del discurso: su punto inicial es el grabado de Alberto Durero (1471-1528) El caballero, la muerte y el diablo (1513) y a fin de llevar adelante una narración desde esta propuesta elige la escritura de la corriente de la conciencia, pero no la utiliza como el medio de una conciencia de dar cuenta de lo que sucede sino como hilo del pensamiento de un narrador que no atestigua sobre hechos que efectivamente pasaron sino que desarrolla una larga metáfora y reflexiona sobre la historia, la posibilidad de conocimiento, la guerra y el tiempo. Al hacerlo por un lado tiene una visión omnicomprensiva de la historia y de la guerra y por otro de la relatividad de los puntos de vista de los actores de la historia; de este modo utiliza una forma novelística de vanguardia para terminar haciendo una suerte de ensayo.
En contraste, utiliza como marco de su reflexión un fuerte elemento visual dado por la permanente referencia a pinturas, códices y miniaturas de la edad media, así como textos y a partir de todo ello construye una escena onírica que sin embargo está ligada a un pensamiento de gran rigor y enorme belleza: “…ahora atraviesan un bosque a la luz de la luna, el caballero ya no maldice, ya no habla, sigue adelante, mudo y con fijos en la noche, los soldados uno a uno callan, se aduermen sobre sus cabalgaduras, sueñan con la cabeza caída sobre el peto, alguien cree escuchar una música lejana…”.
Denevi narra desde la riqueza de la imagen y la agudeza del pensamiento.
Circularidad y acceso a lo real
El relato presenta a la figura del caballero y especula en torno a sus experiencias sobre la guerra en momentos en que el narrador asume que regresa a su castillo; en su camino aparece el perro. Esta acción conduce a algo que efectivamente sucederá pero no en el marco del cuento. El final propiamente dicho resulta elíptico: es planteado pero no sucede en el texto. Ello se condice con la idea central de que el caballero ignora lo que le sucederá pero que no lo ignora el perro.
En esta original propuesta se articulan dos ejes: la circularidad y el acceso parcial a la realidad. Incluso el perro, que se percata de lo sobrenatural, ignora lo que sabe el caballero porque confunde “el trueno de la guerra con el trueno de la tempestad”.
Circularidad ya que “El caballero (todos lo sabemos) vuelve de una guerra, la de los Siete años, la de los Treinta años, la de las Dos rosas, la de los Tres Enriques, una guerra dinástica o religiosa, o quizá galana, en el Palatinado, o en los Países Bajos, en Bohemia, no importa dónde, tampoco importa cuándo, todas las guerras son fragmentos de una única guerra, todas las guerras forman la guerra sin nombre…regresa de una guerra, de la cuenta en el collar de la guerra que le tocó en suerte (él cree que es la última y no sabe que el collar es infinito o finito pero circular y el tiempo lo desgrana como si fuese infinito)”.
La vida del caballero se inscribe en esa circularidad, la de un collar del cual ignoramos ser las cuentas. En este discurrir, la guerra lo ha tomado joven y lo devuelve viejo y calvo. Todo lo que sucede sigue esa misma legalidad: va y vuelve, como las imágenes.
Acceso parcial a la realidad ya que el caballero conoce la faena de la guerra, que ignoran los campesinos y que, por encima del caballero, manejan Papas y Emperadores cuyas claves tampoco les son enteramente conocidas y que sólo Dios puede reunir. En ese orden, hay otra realidad inaccesible a los hombres, que llegan a un límite que sólo pueden atravesar Dios y el perro.
La proporción áurea
El hecho de que lectura y reflexión coincidan, dándonos la sensación de que el narrador va pensando e imaginando a medida que leemos, así como la fuerza de ese pensamiento relegan las cuestiones formales a un segundo plano. Pero a poco que pensemos en estos ejes, advertimos que cada uno ocupa aproximadamente la mitad de la narración y que existe una progresión indeclinable hacia el final. De este modo, un cuento que impacta desde su planteo formal se corresponde, a la vez, con un rasgo clásico como lo es la proporcionalidad en la obra de arte de un modo tal que ello pasa inadvertido, no obstante el aporte constructivo que significa.
Puntos de vista
Hay al menos dos elementos que la lectura suscita: la idea de Johann Huizinga (1872-1945) el gran historiador holandés muerto en una prisión nazi que postula (The Autumm of the Middle ages) que la imagen galante y caballeresca es un relato que encubre otra realidad: la explotación de la plebe en la edad media. Los ganadores escriben la historia y en ella son valientes, heroicos y útiles a un ideal. Como eco de esta idea, el texto de Denevi permanentemente plantea la vacuidad de los símbolos humanos.
Otra es la de la visión perspectivística de la realidad social, como lo atestiguan trabajos como los del interaccionismo simbólico (Berger y Luckmann, La construcción social de la realidad). La realidad se construye con ideas y significaciones acerca de lo otro y de los otros.
De este modo: “…a estos campesinos inclinados sobre sus hortalizas les está negado conocer esa faena terrible de la guerra que él en cambio ha sobrellevado durante tanto tiempo, porque la guerra habrá sido, para ellos, a lo más, una noticia difusa, un resplandor, un incendio en el horizonte”. No obstante, el caballero desconoce las claves de la guerra que parcialmente conocen los Papas y Emperadores y que Dios conoce en su totalidad. Quizás lo más genial del cuento sea invertir esta imagen de modo especular y construir una en la que el caballero, en gracia a sus esfuerzos, obtendrá beneficios de Papas y Emperadores, que huyen del escenario de la guerra en los momentos de peligro, para volver y firmar y bendecir tratados y que su sufrimiento habrá tejido una red más sutil en la que Dios lo recompensara en gracia a sus dolores y sufrimientos: “así como el perro ignora lo que parcialmente y defectuosamente saben los campesinos, y éstos ignoran lo que parcialmente y defectuosamente sabe el caballero, y éste lo que saben los reyezuelos y los reyezuelos lo que saben los Papas y Emperadores, de la misma manera, piensa el caballero, los Papas y Emperadores sólo sabrán lo que parcialmente lo que Dios conoce en su totalidad y en la perfección de la verdad” . Este orden, si bien posible, es falaz porque el perro puede percibir aquello que nadie ve: “mientras allá abajo, en el camino, el perro que confunde el trueno de la guerra con el trueno de la tempestad sigue y sigue entablando otra guerra en la que el caballero confunde el ladrido de la muerte con el ladrido de un perro”.
No hay una clave última o si, tal vez la haya, tal vez quien menos sabe es porque lo sabe todo y que quien piensa saberlo todo en realidad no lo sepa y sucumba ante la falibilidad de su modo de percibir una realidad que es como un hojaldre o una cebolla: la serie de muchas capas superpuestas.
El poeta Antonio Requeni ha sostenido, con toda razón, que Marco Denevi es uno de los grandes escritores latinoamericanos.
Resta que una generación algún día lo redescubra.



Eduardo Balestena
http://lapalabrainconclusa-literatura.blogspot.com






Variación del perro, Marco Denevi








A.M. me habla por teléfono para decirme que está preparando una antología que se titulara Variaciones sobre un tema de Durero. El tema es el grabado conocido como “El Caballero, la Muerte y el Diablo”. A.M. quiere que yo escriba una de las variaciones.
Me siento frente a la máquina de escribir y a la trágica hoja en blanco. Miro, para inspirarme, la reproducción del grabado en el libro de Panovsky. Recorro con la vista, minuciosamente, la figura del caballero y del caballo, las siluetas de la Muerte y del Diablo, y más atrás el paisaje wagneriano. No se me ocurre nada. Lejos, en la noche, aúlla un perro, llorosamente.
Sigo mirando el grabado. Entre las patas del caballo del caballero trota un perro. Se dice que cuando un perro llora es porque siente la proximidad de la muerte. Todos los perros son el perro. El perro del grabado debió percibir, entre los árboles del bosque wagneriano, la presencia de la Muerte. En cambio el caballero pasa sin verla, ceñudo y ensimismado.
Empiezo a escribir

El caballero (todos lo sabemos) vuelve de una guerra, la de los Siete Años, la de los Treinta Años, la de las Dos Rosas, la de los Tres Enriques, una guerra dinástica o religiosa, o quizá galana, en el Palatinado, en los Países Bajos, en Bohemia, no importa dónde, tampoco importa cuándo, todas las guerras son fragmentos de una única guerra, todas las guerras forman la guerra sin nombre, la guerra a secas, la Guerra, de modo que el caballero vuelve de un viaje a través de uno de los reinos de la guerra y es como si hubiese dado toda la vuelta al mundo de la guerra, toda la vuelta a ese territorio vasto en el tiempo y al parecer complicado (pero lo que lo complica es el estruendo y la decoración abigarrada; visto a la distancia se advierten las reiteraciones, la monotonía, el juego de espejos), así que no tengamos escrúpulos de fechas ni de nombres, no hay que preocuparse si de los Plantagenet y los Hohenstaufen hacemos una sola familia, si mezclamos lansquesnetes con granaderos, ballesteros con arcabuceros, o si alborotamos la geografía y juntamos ciudades con ciudades, castillos con castillos, torres con torres, y volviendo ahora al caballero, decía que regresa de una guerra, de la cuenta en el collar de la guerra que le tocó en suerte (él cree que es la última y no sabe que el collar es infinito o finito pero circular y el tiempo lo desgrana como si fuese infinito), partió joven y gallardo y la guerra lo devuelve viejo, calvo y flaco, esto no es ninguna novedad, la guerra carece de imaginación y repite sus trucos, de manera que el caballero, como todos los caballeros que han atravesado una guerra sin caer en la celada de la muerte, tiene la barba crecida, está sucio de polvo, huele a sudor, a sangre y a mugre, sus sobados alojan piojos, entre los muslos le escuece la piel un sarpullido como una quemadura, a cada rato escupe una saliva verdosa, habla con la voz enronquecida por los fríos, los fuegos, las borracheras, los juramentos y tanto gritar órdenes y contraórdenes, no puede decir dos palabras sin intercalar una blasfemia, ya olvidó el lenguaje florido que usaba cuando todavía era niño y servía como paje en la corte de un Gran Elector y de un Arzobispo, ahora a las mujeres ya no les pide amor, les pide vino, comida, un lecho, y mientras los soldados violan a las muchachas él bebe solitario y taciturno, hasta que los soldados reaparen bostezando y beben en su compañía, y entonces él de pronto da un manotazo y empieza a maldecir a los reyezuelos que huyen, pálidos y con la ropa hecha jirones, sobre un corcel sudoroso, para enseguida que se terminó la batalla volver a surgir vestidos de oro, bajo un palio de oro, en medio de un cortejo de plumas y de estandartes, maldice a los Papas cubiertos de armiño que desde lo alto de la silla gestatoria asperjan con agua bendita los sellos escarlatas de los tratados, maldice al Emperador al que una vez vio caminar entre lanzas erguidas a la vista de ese damiselo de la guerra, finalmente el caballero se pone de pie y vuelca la silla y la mesa, se produce un gran alboroto, la taberna (o lo que sea) es incendiada, el propietario vapuleado, la tropa de soldados con el caballero al frente reanuda la marcha, ahora atraviesan un bosque a la luz de la luna, el caballero ya no maldice, ya no habla, sigue adelante, mudo y con los ojos fijos en la noche, los soldados uno a uno callan, se aduermen sobre sus cabalgaduras, sueñan con la cabeza caída sobre el peto, alguien cree escuchar una música lejana, la música de su niñez en alguna aldea del Milanesado o de Cataluña, otro cree oír voces que lo llaman, la voz de su madre, la voz de su mujer o de su novia, alguien lanza un grito y despierta sobresaltado, pero el caballero no se detiene, no se vuelve a mirar quién es el que ha proferido ese grito, sigue adelante, sigue con los ojos abiertos fijos en la noche, la luna le lustra la armadura, el soldado que va detrás de él, el que está más próximo al caballero, el que lleva una bandera desflecada y quemada por la pólvora y que ahora pende sobre el flanco del caballo como una sucia gualdrapa, ese soldado, un mancebo rubio con la apariencia de un juglar, de pronto piensa que la armadura del caballero cabalga vacía, que el caballero se ha esfumado, ha desaparecido y sólo queda la armadura como un fantasma, como un muñeco, o tal vez la armadura se posesionó del caballero, lo absorbió como una esponja absorbe a un líquido, le succionó la sangre, le trituró los huesos y ahora la armadura es una cáscara hueca sin la pulpa del caballero dentro, esto lo imagina porque nunca ha visto al caballero dentro, esto lo imagina, porque del caballero no conoce sino esa armadura que gesticula y sostiene una lanza y la borgoñota que imparte órdenes y contraórdenes y aúlla blasfemias (y bajo la borgoñota una pelambre enmarañada, pero a lo mejor la pelambre es lo único que resta del caballero), y esta idea, esta fantasía hace reír reír al soldado rubio porque piensa que quizás ha transcurrido mucho tiempo desde que el caballero se disecó en el interior de la armadura y ellos no se dieron cuenta y han seguido detrás de esa tumba de hierro, de batalla en batalla, desafiando a la muerte, pero cuando el portaestandarte ríe como sonámbulo el caballero se yergue sobre la clavícula de los estribos y prorrumpe en una maldición (como si hubiese adivinado de qué se ríe el portaestandarte y quisiera hacerle, a su vez, una broma o reprenderlo), el soldado rubio se encoge de terror, pero en seguida comprende que el caballero no se ha despabilado ni ha maldecido a causa de su risa, sino porque los árboles del bosque, que hasta ese momento parecían dormidos en la noche y en el frío, repentinamente despiertan, repentinamente se cubren de flores y de frutos, quiero decir, aunque la metáfora es vieja y todos han adivinado, quiero decir que esa floración que el calor de la guerra hace madurar invierno y verano, en los bosques lo mismo que los desiertos, de esos frutos siempre en sazón, quiero decir el enemigo, los enemigos inextinguibles que nos aguardan pacientemente, tercamente, ocultos en la sombra, confundidos con la niebla y el humo, y entonces los jinetes somnolientos y los arcabuceros borrachos se transforman en pero todo eso ya sucedió y ya pasó, ahora el caballero regresa solo a su castillo, sin la mescolanza de hierros, de caballos y de hombres que lo escoltaba a través de su viaje por una provincia de la guerra, ya dejó atrás todo ese estrépito, se desprendió para siempre de los vivaques, los saqueos, las emboscadas, el terror, el sueño, el hambre; de la guerra no conserva sino el caballo, la armadura, la lanza con la piel de zorro en un extremo (para que la sangre no chorreara y le empapara la mano), conserva ese olor a mugre, a sudor, los piojos, el sarpullido, la saliva estriada de verde, y los recuerdos, los recuerdos, los recuerdos recortados del gran cuadro chillón de la guerra, aquel joven caído sobre la hierba, de cara al cielo, que hundía en un río, ya no sabe cuál, el Meno, el Arno, el Tajo, que hundía en un río indiferente las dos piernas hasta las rodillas, y el agua, cuando pasaba junto al muchacho, lo tomaba de las piernas, se las maceraba y se las molía, se las llevaba río abajo convertidas en filamentos primero rojos, después rosas, después grises, los doce patíbulos, doce, en una plaza toda negra y desierta, y en cada patíbulo un ajusticiado, péndulos de agua afuera que el viento hacía chocar entre sí y aquel campanario daba la hora, una hora cualquiera, una hora fuera del tiempo, el viejo que se agachaba para defecar en el suelo helado y cubierto de nieve y en seguida se desplomaba sobre una flor de sangre y de excrementos, la flor de la disentería, la torre altísima, y cuadrada, de ladrillos, y más lejos una fila de cipreses, y el chorro de aceite que cayó desde las almenas de la torre, que cayó sobre los caballeros vestidos con túnicas blancas y una cruz roja en el pecho (eran todos finos y hermosos y un rato antes habían oído misa, la misa que ofició para ellos un obispo cuajado de pedrerías) y el cráter negro que se abrió donde cayó el aceite, un agujero que humeaba y crepitaba como una sartén al fuego, y él, el caballero, percibió un olor dulzón, un olor a fritura y a trapo quemado, y de pronto sintió sobre la mano un escozor y vio que allí se le había posado un trocito de carne que hervía, un trocito de la carne de alguno de aquellos caballeros que un rato antes oían misa y se encomendaban a Dios, pues esto había sido para él la guerra, aunque quizá para los reyezuelos y seguramente para los Papas y los Emperadores sería otra cosa, un juego de ajedrez que jugarían a distancia, cada uno encerrado en su ciudad, en su fortaleza, en su palacio, hasta que, terminada la partida, saldrían el uno al encuentro del otro y se estrecharían la mano como buenos contrincantes y se repartirían los reinos de la tierra, pero ahora también el caballero ya salió fuera del tablero de ajedrez de los Papas y Emperadores y vuelve a su castillo, donde está su mujer (cuando piensa en su mujer piensa en la joven que abandonó hace muchos años), donde está el neblí que se posaba sobre su guantelete en las mañanas de cacería, donde está el laúd que tañó para cantar alguna vez en una corte de Provenza o de Sicilia los rondeles de Cino de Pistoia, el castillo donde se despojará por fin de la armadura como de la costra seca y muerta de una herida ya cicatrizada, donde se quitará la borgoñota como una cabeza ajena que sólo sabía blasfemar y espiar la estela del bando contrario, el castillo donde los reyezuelos que él salvó de la ignominia de la derrota lo colmarán de honores, donde el Papa y el Emperador que movieron los trebejos del ajedrez de la guerra lo harán duque o conde palatino, hasta que, al doblar un recodo del sendero, ve sobre la colina intacta su castillo intacto, ve alrededor la campiña y a los campesinos doblados sobre la tierra, ve un perro, un perro doméstico, un perro vagabundo y tal vez sin dueño, que corretea entre las piedras y se detiene aquí y allí a oliscar el rastro de otros perros, y ante ese cuadro casi idílico del castillo, los labradores y el perro, el caballero piensa que así como a él se le escapan las verdaderas claves de la guerra (cuya posesión estará en mano de los Papas y los Emperadores, y que los reyezuelos codiciarán), a estos campesinos inclinados sobre sus hortalizas les estará negado conocer esa faena terrible de la guerra que él en cambio ha sobrellevado durante tanto tiempo, porque la guerra habrá sido, para ellos, todo lo más, una noticia difusa, un resplandor de incendio en el horizonte, el paso de las tropas por el camino, y en cuanto al perro, piensa el caballero, ni siquiera supo que había guerras, pillajes, batallas, tratados bendecidos por el Papa, un Emperador que hacía erguir las lanzas, el perro habrá seguido comiendo, durmiendo, apareándose con una perra, e ignorando que allá donde guerreaba el caballero las fronteras se deshacían para rehacerse más lejos, el perro nunca sabría que el Vicario de Cristo era arrastrado por las calles, que un Emperador se hincaba de día y noche, desnudo, a las puertas de un castillo, que la flor de la Cristiandad había hervido en pez y en aceite, porque para el perro el trueno del cañón sería el mismo ruido pavoroso que el trueno de la tormenta, y si hubiese visto al damiselo de de la guerra le habría ladrado como a un vulgar desconocido o le habría meneado la cola si le caía simpático o le daba de comer, de modo que el caballero ahora siente el orgullo de ser un caballero, de pertenecer a la Historia, de haber sido una de las piezas del ajedrez de la guerra, y junto con ese orgullo no puede menos que experimentar compasión por los labradores que no hacen la Historia, y hasta una especie de estupor frente a ese perro contemporáneo de Papas y Emperadores que nunca se enterará de que ha habido Papas y Emperadores (ni siquiera de que hay caballero), frente a ese perro que viene a su encuentro como podría venir al encuentro de un campesino, o del propio Emperador, sin distinguir al uno del otro, sin sospechar siquiera las catástrofes y las proezas que nimban la armadura del caballero, y siguiendo con este pensamiento, siguiendo con esta cadena que se inicia en el perro, el caballero piensa que el encadenamiento no remata en los Papas ni en los Emperadores, pues así como el perro ignora lo que parcialmente y defectuosamente saben los campesinos, y éstos ignoran lo que parcialmente y defectuosamente sabe el caballero, y éste lo que saben los reyezuelos y los reyezuelos lo que saben los Papas y Emperadores, de la misma manera, piensa el caballero, los Papas y los Emperadores sólo sabrán parcialmente y defectuosamente lo que Dios conoce en la totalidad y en la perfección de la verdad, y estas reflexiones, este creer que Dios posee la última clave que concilia todas las claves fragmentarias, hace nacer en el ánimo del caballero la esperanza de que si el Papa y el Emperador que dominan en juego de la guerra lo harán duque o conde en gracia a su valor y a su lealtad, Dios, que domina el juego de los Papas y los Emperadores lo absolverá a él, al caballero, de las matanzas, las violaciones y las rapiñas en gracia a su miedo, su sueño y su hambre, y esta esperanza provoca la sonrisa del caballero, pero justo en el momento en que esta esperanza reconforta al caballero y lo hace sonreír, el perro que venía correteando a su encuentro se detiene como delante de una pared, clava las patas en la tierra, la piel se le eriza, los ojos le relumbran, entreabre el hocico, muestra los dientes y comienza a aullar como un lobo, pero el caballero atribuye esa súbita hostilidad del perro a una circunstancia baladí extraída de sus propias circunstancias, la atribuye a que el perro no lo conoce, a que el perro se espanta del caballo, de la armadura, de la cola de zorro en la punta de la pica, no hay que sorprenderse de que ese perro de campesinos se asuste frente a un caballero cubierto de hierro y a un caballo adornado con testeras y petrales, de modo que el caballero no da ninguna importancia a la actitud del perro y sigue avanzando por el camino, las patas del caballo están a punto de aplastar al perro, el perro se hace a un lado de un salto y continua aullando, continúa gimiendo y mostrando los dientes, mientras que el caballero ha vuelto a recordar a su mujer, su neblí y el laúd de amor y se olvida del perro, y lo que nunca conocerá el caballero es que el perro ha olido, alrededor de la armadura, el tufo de la Muerte y del Infierno, pues el perro ya sabe lo que no sabe el caballero, ya sabe que en la ingle del caballero una buba ha comenzado a destilar los jugos de la peste negra y que la Muerte y el Diablo esperan al caballero al pie de la colina para llevárselo, porque si el caballero lo supiese, pensaría (siguiendo un orden análogo al de sus anteriores razonamientos aunque en sentido contrario), que así como el perro se ha detenido donde el caballero pasa de largo, así también el caballero quizás se haya detenido donde los Papas y Emperadores pasen de largo, y siempre dentro de este raciocinio, el caballero pensaría que quizás los Papas y Emperadores se detengan donde Dios pase de largo, quiero decir que tal vez el Papa y el Emperador no hagan al caballero ni duque ni conde, y Dios no lo absuelva de sus pecados, quiero decir que si el caballero razonase de esta manera pensaría que tal vez para Dios las realidades que atrapan a los hombres forman un tejido que no atrapa a Dios, al igual que el caballero atraviesa, sin verla, la malla en que ha quedado atrapado el perro, no obstante que la malla ha sido urdida para el caballero y no para el perro (no obstante que, por ejemplo, las oraciones de los hombres están trenzadas para Dios), pero el caballero no lo sabe y ya asciende feliz por la colina, rumbo a su castillo, feliz con la esperanza de que su valor haya entretejido la red en las que caiga la mosca Papa, la mosca Emperador, y que su dolor haya entretejido la otra red más sutil en que caerá la mosca Dios, mientras allá abajo, en el camino, el perro que confunde el trueno de la guerra con el trueno de la tempestad sigue y sigue entablando otra guerra en la que el caballero confunde el ladrido de la muerte con el ladrido de un perro.

jueves, 5 de mayo de 2011

Marta Villarino y la presentación de Ocurre al otro lado de la noche












Marta Villarino interviene en las presentaciones básicamente con tres elementos: un pequeño papel con anotaciones, un libro marcado en algunas páginas y su voz.
Es muy difícil seguirla.
No porque hable rápido sino porque cuando comienza a hablar se abre un mundo.
No porque lo que dice sea difícil sino porque es intenso y justo y porque más que los conceptos, uno registra las sensaciones que deparan y así la obra que uno escribió, y que ella presenta, se abre en caminos múltiples: su lectura, nuestra lectura, el texto en sí mismo.
En Ocurre al otro lado de la noche se detuvo en varias cosas: que como primera novela le pareció contener textos previos y un manejo discursivo profundo; la instancia de reflexión que abre el texto sobre su propia escritura y varios pasajes.
Lo que más me impresionó fue que esos personajes, pensados como tres puntos de vista narrativos distintos, se entrecruzan y dejan huellas, los unos en los otros, huellas que se hacen evidentes.
Esos personajes innominados, lo que impide la remisión a un origen, son discurso, un discurso lírico. Eso y nada más pero también son eso y además, “ese matrimonio sin nombre”, como los llamó es un vínculo lleno de huellas que cruzan de uno a otro. Nunca lo había pensado así, para mí eran "él y "ella" pero la falta de nombres los hace parecer má indefensos. Son sólo palabras en una novela del lenguaje, pero las palabras son lo que viven y sienten y ellos ni siquiera tienen nombre.
La lectura se hace voz: la música de palabras puestas para ser leídas que así revelan el universo de lo que puede ser dicho y nos dan la certeza de que el hecho de decir es un acto de descubrimiento de esa otra posibilidad de aquello que pensábamos allí sólo para ser leído.